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Estamos viviendo la primera pandemia del futuro. Hay más de 156 mil personas con Covid-19, 5833 murieron —dos en Ecuador— y se han recuperado casi 74 mil pacientes. Es una situación de riesgo a la que el mundo jamás se había enfrentado antes: no porque un virus se propague con rapidez e infecte a mucha gente, sino porque es la primera vez que sucede en un planeta híperconectado en plena revolución tecnológica.

Las pandemias han moldeado a la humanidad. La primera en ser documentada fue la “plaga de Justiniano”. Causada por la bacteria Yersinia pestis, empezó en el imperio bizantino en el año 542 (su nombre se la debe al emperador regente). Se estima que en un siglo y medio mató a 100 millones de personas —la mitad de la población europea. Mil años después, la salmonella causó la muerte de entre 12 y 15 millones de aztecas (eran, en total, 25 millones), según un estudio publicado en Nature por investigadores del Instituto Max Planck. La última gran pandemia, dicen los expertos del Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos, fue la gripe de 1918. Mató a 50 millones de personas.

A diferencia de las grandes pestes del pasado, el Covid-19 tiene una tasa de mortalidad relativamente baja, un rango estimado entre el 0,7% y el 3,4%. ¿Por qué, si es así, estamos en este estado de alarma? Pues porque es un virus nuevo, sus efectos, mutaciones y consecuencias deben ser aún estudiados y no hay una vacuna.

Pero, también, porque la estamos viviendo en tiempo real. Este fantástico mapa de la Universidad John Hopkins muestra que hay casos en 142 países o regiones, que casi 74 mil de las más 156 mil personas infectadas se recuperaron hasta las 02:33 de la madrugada de hoy (el Covid tuvo su efecto en esta hamaca: el viernes decidí posponer el tema que estaba listo para enviarse y aquí me tienen a estas horas).

Otra gran fuente es este datapack de Information is beautiful. Dice que, hasta ahora, el coronavirus produce 70 muertes diarias —muy por debajo de las 3014 de la tuberculosis, las 1027 de la gripe estacional y todavía por debajo de las 162 de la rabia.

Pero el acceso a la información tiene un lado oscuro. Su sobreproducción nos abruma y, muchas veces, en lugar de mitigar el pánico, lo propaga. La desinformación sobre el Covid-19 se ha esparcido con mucha mayor rapidez que el virus. Audios, mensajes de texto, videos y hasta memes han propagado mentiras en las que hasta ciertos medios cayeron: las autoridades tuvieron que desmentir que había saqueos en Guayaquil tras el anuncio del primer caso.

Incluso cuando la información es real, nos produce un alto grado de ansiedad. Cuando se declaró la emergencia sanitaria en el Ecuador, muchos tomaron casi por asalto supermercados y tiendas para comprar provisiones como si se aproximase un apocalipsis zombie.

Esa ansiedad es hija de nuestro éxito en perpetuarnos. Lo único que tenían en común todas las medicinas ancestrales es que se les morían el 25% de los niños antes de cumplir un año. Hoy esa cifra está en 2,9%. En apenas un siglo, nuestra expectativa de vida se duplicó.


Cuando algo desconocido pone en riesgo esa larga expectativa de vida, nos asustamos. Yuval Noah Harari dice que cuando los humanos vivamos 120 o 150 años, curados y reparados por nanorobots que circulen por nuestro torrente sanguíneo, viviremos en la perpetua angustia de no morir de alguna forma repentina y violenta. Seremos casi inmortales. Y en ese casi radicará toda nuestra ansiedad. Nadie querrá salir a la vereda por miedo a que, no sé, lo parta un rayo.

Esta es la primera vez en que esa ansiedad se manifiesta a gran escala. Se exacerba, además, porque queremos respuestas inmediatas: saber cuál es la tasa de mortalidad exacta, saber cuánto va a durar la emergencia, y si las secuelas del contagio serán duraderas. Nos espanta pensar que la vacuna podría tomar 18 meses, olvidando que en realidad suelen tomar 10 o 15 años (ni hablar de que, entre que Pasteur descubrió la existencia de los microorganismos hasta que desarrolló sus primeras vacunas pasaron 36 años).

Lo más alentador de todo es la aplicación de la ciencia para enfrentar el virus. Varias inteligencias artificiales han sido puestas a trabajar para detectar nuevos brotes y afinar diagnósticos (no se olviden que fue una AI la primera en alertar sobre el brote en Wuhan). Una compañía ha puesto sus drones a entregar medicinas y material de cuarenta en China, reduciendo el riesgo de contacto. Una droga experimental podría ser muy efectiva contra el Covid-19 y su producción ha sido acelerada.

Mientras tanto, tenemos que serenarnos y seguir las órdenes de las autoridades sanitarias. Esta es la primera pandemia globalizada, y tenemos que sacar lecciones. La emergencia puede ser vista como un ejercicio de paciencia y un recordatorio del valor de la ciencia y su aplicación, de la importancia de renunciar a pseudociencias y misticismos, y como una oportunidad de agradecer a los trabajadores sanitarios de todo el mundo.