Eran las diez de la noche y tenía ganas de algo rico de verdad. Llegué a un lugar con un letrerito en neón que tenía escrito breakfast all day y no dudé. Mis ojos se iluminaron cuando vi que el menú tenía dos páginas dedicadas enteras de desayunos americanos, franceses, mexicanos, para niños, para adultos, para gente haciendo dieta, para campeones, para mí. 

— Este es mi lugar, pensé mientras la camarera con cafetera americana en mano, iba llenando mi taza con una happy face y un good morning ligeramente borrados por el uso.

Ordenar pancakes con fresas, chocolate y crema chantilly, café y jugo de naranja a esas hora fue como abrir un portal hacia el paraíso y encontrar una nueva dimensión. Esa noche, a mis diecinueve años, rompí la barrera del tiempo. El desayuno es el momento del día que más me emociona y saber que podía vivirlo a cualquier hora, me sacudió el corazón. ¡Qué aventura!

El desayuno es la comida de los gordos, de los que comemos bien. ¿Quién no quiere una mesa abundante repleta de delicias apenas se despierta?

Tengo un tazón de palabras para describir lo que siento por el desayuno: versátil, abundante, colorido, infinito en sus opciones saladas, dulces, calientes, frías, secas, mojadas, fritas, tostadas, con crema, con mantequilla, con todo lo bueno de la vida. Si pudiera casarme con él, lo haría una, dos, diez, veinte veces. Seguramente viviríamos felices para siempre.

Sé reconocer a kilómetros el olor de un pan tostado y cuándo la mantequilla está en el punto perfecto para untarse. Tengo en la punta de la nariz el aroma mañanero y fresco del jugo de naranja mezclándose con el café recién pasado. Ningún ingeniero químico jamás podrá explicar lo que esa combinación genera en mi corazón.

Mi apetito es mejor que cualquier alarma. A las 7 de la mañana empieza a sonar, reclamando comida, como si no la hubiera tenido por días. El hambre que siento a esa hora es la que hace que me despierte temprano, incluso cuando no tengo que hacerlo. Apenas abro los ojos, hago un recorrido mental de lo que hay en mi refrigerador y rápidamente sé qué voy a desayunar ese día. Huevos revueltos con yuca, bolón de verde, tostadas con queso, omelette con pan fresquito, fruta de temporada, pancakes con chocolate, el croissant que compré la noche anterior, jamón, cereal, avena, jugos, café, café y más café.

Que no es la comida más importante del día, que no está bien tomar café tan temprano, que es un invento creado por los productores de cereales gringos que tuvieron una crisis en mil novecientos no sé cuánto… ¡no me importa! Mi día no empieza si no desayuno y solo salgo de casa cuando lo he hecho. Entre semana lo hago rápido, de pie, escuchando las noticias en la radio. Los fines de semana me relajo, pongo música y disfruto en pijama de un desayuno lento.

La receta de hoy la descubrí de niña, curioseando una revista de moda de mi mamá que decía que la gente glamorosa desayuna tostadas francesas con vista al Sena en París en la cama. Fue la primera receta de desayuno que aprendí a hacer porque tenía hambre y porque quería, también, una vista parisina. Ahora que lo pienso, el desayuno no solo rompe las barreras del tiempo cuando se sirve a cualquier hora, sino que, bien elegido, quiebra también las reglas del espacio y nos deja una lección: estar vivos es un placer del que se puede gozar desde que el día empieza.

Esta receta es para desayunos pausados, para tomarnos el tiempo de que el pan absorba toda la gracia de la mezcla de huevo con leche y canela mientras los olores del café pasándose nos despiertan.

Me encanta además porque su traducción francesa es pain perdu, es decir pan perdido, al que con un poquito de magia le devolvemos todo su glamour.

¡Buen provecho!

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Pain Perdu

Receta de Pain Perdu

Ingrendientes:

1 huevo grande, batido
300 ml de leche
1 cucharadita de extracto de vainilla
½ cucharadita de canela
4 rebanadas gruesas de pan brioche
2 cucharadas de mantequilla
Miel, mermelada y/o salsa de chocolate
Fruta fresca de preferencial

2  PORCIONES / 10 MINUTOS

En un bowl bate el huevo, la leche y la vainilla y la canela.
Cubre un lado de las rebanadas de pan en la mezcla, luego voltéalas con cuidado y déjalas en remojo entre 1 a 2 minutos. Si el pan no está muy fresco, puedes dejarlo unos minutos más.

Derrite la mantequilla en un sartén grande a fuego medio y pon dos rebanadas de pan remojado a cocinar. Déjalas por 5 minutos o hasta que estén doradas, luego gíralas para cocinar del otro lado por otros 5 minutos. Cocina las otras dos rebanadas en el resto de la mantequilla.

En un plato, haz una torre con las tostadas y agrega fruta fresca picada, un chorrito de miel y lo que se te antoje esa mañana.