Tienes derecho a que no te guste un alimento. Lo digo de forma totalmente literal: exactamente solo uno. Si fuesen más, te perderías de la infinidad de sabores que todavía te quedan por descubrir. Mi consejo de anciana sabia a un niño de seis años siempre es “elige solo un vegetal para que no te guste. Al resto, venéralos”. Nunca me hacen caso. 

Nunca he entendido del todo a las personas que comen mal o que menosprecian muchos (o varios) alimentos. No entiendo cómo alguien puede no tener ganas de comérselo todo. Tal vez es envidia. Mi estómago es como un huracán categoría 5: arrasa con lo que hay. 

No me culpen. En mi familia es casi un insulto dejar comida en el plato: nunca tuve mucha más opción que comérmelo todo. Además, siempre que había un quisquilloso cerca, su inapetencia era tratada sin piedad. “¿Te licuamos la sopa, hijo?” le preguntó mi mamá, riéndose, al primer noviete adolescente que llevé a casa y que solo comía tortilla de huevo y papas fritas. A la tercera invitación, salió corriendo despavorido cuando le dieron a probar calamares al ajillo. No duramos mucho.

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Pero yo también tenía mi némesis gastronómica: la remolacha. La beteraba, betarraga, beterraga, betabel, acelga blanca, beterrada o betarava, una hortaliza con tantos nombres como defectos: roja, rara, de intenso sabor a tierra, medio dulzona, medio babosa. Era la pesadilla de mi infancia. ¿Cómo alguien podía comer algo tan feo? 

Mi papá tenía la respuesta. No solo que podía comérsela, sino que era su hortaliza favorita. Las únicas veces que recuerdo haber pasado horas de horas sentada sola en la mesa del comedor, cuando ya todos habían terminado de comer, fueron con un plato de ensalada de remolacha y papa al que daba vueltas, cortaba en mil pedacitos, tomaba veinte vasos de agua por cada bocado mínimo y  lloraba encima de él, hasta que venía mi mamá indignada: 

—Hay niños que darían todo por este plato, Gabriela.

Tenía razón, pero yo no escuchaba razones: entre la remolacha y yo había una guerra declarada. Pasé años de años haciéndola a un lado y mi estómago y cabeza estaban seguros de que, entre las dos, no había futuro posible. 

Veintitantos años después, fui invitada por unos amigos a una parrillada vegetariana. Me ofrecieron darme de probar su especialidad que, decían, podía convertir a la persona más carnívora del mundo en vegetariana. Emocionada, llegué —botella de vino en mano y toda el hambre del mundo— a probar tal promesa. Pero pronto la emoción se convirtió en horror: la exquisitez ofrecida eran remolachas asadas.

La niña quisquillosa que aún vivía en mí estuvo a punto de salir corriendo despavorida como aquel novio de mi adolescencia. Creía que lloraría encima de la parrilla. Pensé en esconderme en el baño, huyendo de la vergüenza de decir no, hasta que mi paladar, adulto y pensante, dijo: 

—¡Basta! Hoy comeremos beterabas asadas. 

En el primer bocado, la niña quisquillosa se sorprendió al encontrar en su boca texturas aterciopeladas que bailaban junto a sabores dulces y salados vestidos en muselina rosada. Esto era otro nivel de fiesta en mi boca. El monstruo se iba transformando y empezaba a enamorarme. Mis amigos no lograron convertirme al vegetarianismo, pero sí en una amante de remolachas.

En la vida es importante darse segundas oportunidades. Considerar nuevamente la ocasión de probar cosas que no nos gustaban o alimentos que todavía no hemos probado y que quizá creemos que no nos van a encantar. La comida es así de maravillosa: nos ayuda a dejar nuestra zona de confort y descubrir cosas que no sabíamos sobre nosotros mismos.

Desde entonces, decidí explorar a la remolacha y sus infinitas posibilidades. Asada, en puré, hecha gnocchi. La remolacha entró en la lista de mis vegetales indispensables.

Les dejo esta receta con mi antigua enemiga y hoy aliada inseparable. La pueden preparar para una tarde de picadas con amigos o como un almuerzo ligero y sano. 

¡Buen provecho!

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Hummus de Remolachas Asadas

hummus de remolacha

Ingrendientes:

1½ remolacha asada
1 ½ taza de garbanzos cocidos (en su mayoría escurridos)
1 limón grande (jugo)
1 pizca de sal y pimienta negra
2 dientes de ajo grandes (picados)
1/4 taza de aceite de oliva virgen extra
2 cucharadas tahini o pasta de sésamo (opcional)
Ajonjolí para servir

6  PORCIONES / 10 MINUTOS

Para asar las remolachas, precalienta el horno a 190 C, retira su tallo, la mayor parte de la raíz y pélalas completamente.

Rocía las remolachas con un poco de aceite de oliva, envuélvelas bien en papel de aluminio y ásalas durante una hora o hasta que un cuchillo las corte sin resistencia. Las remolachas deben estar tiernas y suaves.

Una vez que las remolachas se hayan enfriado, colócalas en la licuadora. Licualas hasta que solo queden trozos pequeños.

Agrega los ingredientes restantes excepto el aceite de oliva y licúalos hasta que tengas una mezcla cremosa y suave. Rocía aceite de oliva mientras el hummus se mezcla.

Prueba y ve ajustando los condimentos según sea necesario, agregando más sal, jugo de limón o aceite de oliva. Si el hummus está demasiado espeso, puedes agregar un poco de agua.

Sirve en un bowl con un chorrito de aceite de oliva y ajonjolí. Puedes acompañarlo con vegetales cortados, pan pita, galletas o chips.

Esta receta puede mantenerse en refrigeración hasta por una semana.