Son las ocho de la mañana del martes 26 de noviembre de 2019, y el largo pasillo del segundo piso del Complejo Judicial Norte, en Quito, está vacío. Pero, en media hora, en la sala 206, se instalará la audiencia de juzgamiento de Luis Carrillo, uno de los más buscados del Ecuador por delitos de naturaleza sexual. El hombre es jugado por el presunto delito de abuso sexual contra de Julián*, un niño de seis años que era su alumno de gimnasia, en una escuela de Quito. La audiencia se suspendió pasadas las cinco de la tarde, y se resintalará recién el 18 de diciembre de 2019. Es una estación más del viacrucis judicial e institucional que la familia de Julián ha vivido desde hace diecisiete meses.

| Si quieres recibir los textos de GK en tu correo, regístrate aquí. |

En junio de 2018, el mismo día que le dictaron prisión preventiva —en una audiencia a la que solo asistió su abogado— Luis Carrillo huyó. Un juez encontró suficiente evidencia para tomar esa medida cautelar mientras la Fiscalía seguía investigando al presunto culpable, que luego fue incluido en la lista de los más buscados por delitos sexuales. El exprofesor de gimnasia fue apresado por la Policía Nacional el 5 de septiembre de 2019, en Loja. 

Demasiado tarde y tras demasiado sufrimiento, aquel lugar común de que justicia que tarda no es justicia cobra pérfida validez. Han pasado diecisiete meses desde que Irene* —la madre de Julián— fue a recogerlo de la escuela  y notó que su hijo, el niño que salía feliz de la escuela y conversaba, no hablaba. 

En casa, cuando Irene lo iba a cambiar de ropa para llevarlo a la psicóloga que ayudaba a Julián con un problema de lenguaje, su hijo no quiso cambiarse de pantalón. Irene se lo bajó y cuando le quitó el calzoncillo, vio una mancha de sangre en la parte delantera. “¿Qué te pasó ahí? ¿Te golpeaste?”, le preguntó su madre. Julián empezó a llorar, y en el bus hacia el consultorio de la psicóloga, Irene le volvió a preguntar qué le había ocurrido. Él respondió “Luis tocó”.

Diecisiete meses se dice rápido pero han sido un gólgota prolongado para Irene y el papá de Julián, Galo*. Tuvieron que sortear el marasmo de la burocracia. Visitaron, muchísimas veces, la Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen), la Fiscalía, el Ministerio de Educación, el hospital Baca Ortiz (donde fue atendido Julián). 

Pero en la Dinapen le dijeron que no podían ayudarla, y que llame a un patrullero. Llamó al 911 y unos policías los llevaron a la Fiscalía. Ahí tuvo que pasar casi toda la noche, subiendo, bajando escaleras. Le dieron un turno para el laboratorio de ADN de la Fiscalía y una orden para un peritaje psicológico. La psicóloga y el médico legal interrogaron al niño pero le dijeron a Irene que el niño estaba muy evasivo y que no podían hacer más porque Julián no quería hablar, como si para un niño fuese algo fácil de conversar. 

Ese mismo día, la doctora que revisó a Julián le dijo a Irene que fueran al Hospital Baca Ortiz. Ahí pasaron toda la noche, esperando que al amanecer algún médico lo examinara. En la mañana, cuando Julián fue finalmente atendido, el médico  dijo que no podía arriesgarse a escribir en el reporte ‘abuso’ porque, dijo también, con indolencia burocrática, el niño no le hablaba. 

Recién el  27 de junio de 2018, dos meses después de que denunciaran lo que sucedió, de que Julián haya tenido que sufrir una revictimización constante, un juez dictó prisión preventiva en contra del exprofesor de gimnasia. Pero era demasiado tarde: se había escapado. 

Durante catorce meses, nadie supo de su paradero. Fue una temporada oscura para la familia de Julián. Sus padres fueron amenazados. Según Galo, su esposa fue víctima de intimidaciones. Recibía las llamadas, mensajes de audio, le gritaban en la calle frases como “mentirosa”, “ojalá te mueras”, “lo único que quería hacer el profesor es ayudar a tu hijo”, “tú y tu hijo son mentirosos”. 

Se sintieron tan vulnerables que se fueron del Ecuador, para empezar otra vida, lejos de la escuela donde Julián y sus padres son tachados de mentirosos por haber denunciado a un profesor, en una ciudad, en un país, donde a los niños no les creen y donde la violencia sexual está normalizada. 

§

Una mujer de saco morado y cabello negro es una de las primeras en llegar. Ella será una de las testigos que comparecerá en la audiencia de juzgamiento en contra del acusado de abusar sexualmente de Julián. La mujer declarará que su hijo le contó lo que le pasó a Julián en la escuela. 

El caso de Julián es un reflejo, muy triste, de la incompetencia de la justicia y la revictimización de menores. Julián es uno de los 1247 niños, niñas y adolescentes cuyos padres denunciaron ante la Fiscalía un presunto abuso sexual entre 2014 y 2017. 

En los últimos años se han destapado casos de abuso sexual dentro del sistema educativo como en AAMPETRA, en la Unidad Educativa Comunitaria Intercultural Bilingüe Mushuk Pakari, y en el colegio réplica Aguirre Abad. Pero tampoco hay que olvidar aquellos que han sido silenciados por el miedo. Según el laboratorio de políticas públicas Ethos de México, en el Ecuador de cada diez delitos apenas se denuncian dos. Las cifras —la realidad— podría ser más violenta y terrible. 

Poco a poco, la sala de audiencia se puebla. Llegan las abogadas de Julián y los abogados del acusado, Luis Carrillo. Luego entra un grupo de mujeres, todas vestidas con chaleco azul marino y un pantalón azul oscuro. Son profesoras de la escuela y van a testificar a favor del abusador de Julián. Todas sonríen, se dan besos en las mejillas. 

Horas después de la audiencia, Verónica Castro, una de las abogadas de Julián, dirá que “han traído casi a todos los profesores” y que el acusado tenía sesenta personas que iban a testificar a su favor. 

Intenté comunicarme con la directora de la escuela para saber si la defensa del acusado era una posición institucional. Después de llamarla cerca de cincuenta veces, contestó. Cuando le pregunté si conocía de que varias profesoras fueron a declarar a favor del abusador lo único que hizo fue colgar el teléfono. Segundos después, volví a llamar y esta vez lo único que tuvo que decir fue que no podía decir nada y que el Ministerio de Educación era el único autorizado para hablar sobre del  caso.

Esa mañana, en la sala de audiencia, una mujer y dos hombres aguardan bajo el dintel de la puerta. Saludan al acusado y le levantan los pulgares, en señal de victoria. Él no sonríe pero les devuelve el gesto: pulgar en alto. 

Desde la sala de audiencia 206, llaman a los testigos que se presentarán. Todos entran, mientras una pantalla de proyección se enciende. Aparece la imagen de los padres de Julián. En el rostro llevan marcado el agotamiento que produce la falta de respuestas. 

La voz de una mujer pregunta a los padres de Julián si la escuchan, ellos responden que sí. La misma voz, toma lista de los testigos. Responden todos con un “presente” seco. Después de tomar la lista, una mujer dice que los que no son testigos deben retirarse de la sala. En casos de abuso sexual a menores, la audiencia es reservada. 

La diligencia se extenderá hasta el final del día, cuando se suspenderá para ser reanudada más de veinte días después. El 3 de diciembre —mañana— el acusado de abusar de Julián deberá enfrentar otra audiencia por el caso de otro niño en la misma escuela, por el mismo delito. Irene y Galo, desde otro país, esperan nuevamente que la justicia actúe, aunque haya tardado 17 meses en llegar.