Los rituales de masculinidad —la idea de qué es ser un hombre— son elaborados, complejos y requieren esfuerzo para mantenerlos. No surgen, como muchos piensan, de componentes biológicos. No. Están tan arraigados porque diariamente son construidos y reiterados en nuestra cultura.
La base sobre la que se construyen las masculinidades son relaciones de poder históricamente cambiantes y contextuales. Las representaciones —en las que los hombres son más fuertes, dominantes— se actualizan constantemente para continuar legitimando formas de autoridad, como por ejemplo en series de televisión, novelas, prensa, memes.
Las masculinidades usualmente incluyen alguna forma de deslegitimación o desprecio al cuerpo considerado “femenino” —independientemente de si es un cuerpo cisgénero o transgénero. En un taller que dicté para guardias de seguridad en Quito hablamos sobre qué significa “comportarse como hombre”. La mayoría de respuestas fueron “firmeza”, “no mostrar dolor”, y “ni un paso atrás”. Con esta audiencia como con tantas otras que he trabajado —abogados, líderes indígenas, profesores y estudiantes en Ecuador y en Estados Unidos— este mandato va de la mano de un tipo de vigilancia sobre el cuerpo y su comportamiento.
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Así, algo aparentemente inocuo como usar un color (rosado) en un hombre, puede ser un sinónimo de “mandarina” e incluso “maricón”. Ambas, en su uso popular, ponen en duda la virilidad de un hombre, y además lo torna vulnerable a violencia homofóbica.
Una de las representaciones populares más equivocadas alrededor del cuerpo es la relación entre la dominación masculina y el tamaño físico de un hombre asumiendo que todos son físicamente más grandes que las mujeres. Bajo estas representaciones se normaliza la idea de que las mujeres deben “cuidarse” de ese tamaño que se asume usará un tipo de fuerza dominante.
El asesinato de las jóvenes argentinas María José Coni y Marina Menegazzo en Montañita es un ejemplo de cómo se deslegitimó la violencia y se las culpabilizó en las redes sociales a partir de comentarios como “viajaban solas”. E incluso se deslegitimó a sus madres por “dejarlas viajar solas”.
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El femicidio de Karina del Pozo en Quito también se desligitimó la violencia porque ella tomó alcohol y salió con sus amigos esa noche. No se cuestionó a los asesinos en su propio uso de alcohol, ni el uso de su vehículo para violación y posterior asesinato por parte de quien fuera su exnovio.
Los familiares de los tres acusados de la reciente violación y tortura sexual a Martha en Quito, aparecen con pancartas con sus fotos con la leyenda de inocentes, mientras gritaban “Martha la borracha”, “por eso las matan”. Los tres conocían a Martha.
Tomando en cuenta la tragedia absoluta de estas vidas perdidas, y su revictimización post-muerte, es necesario hablar sobre cómo se define la violencia, qué cuenta como violencia, cuál violencia cuenta como suficientemente dolorosa para ser categorizada como tal. Culpar a la biología de estas y otras violencias es bastante más simple que tomar acciones concretas, por ejemplo, cambiando nuestros comportamientos.
En las manifestaciones de la violencia hay manifestaciones con el cuerpo que crean imaginarios sociales que, muchas veces, están equivocados. Por ejemplo: entre los Homosapiens, hembras y machos tienen más características en común que diferentes. Tampoco existe un cerebro femenino y otro masculino, quienes lo piensan —a pesar de la evidencia científica que afirma lo contrario— perpetúan el neurosexismo. Y finalmente, la testosterona no es la causante de las violencias narradas contrario a lo que muchos neurocientistas argumentan como Joe Herbert. .
Entre los ritos de masculinidades, que son parte de prácticas hetero-normadas (es decir donde el hombre debe ser macho, la mujer delicada; y ambos tener una pareja del sexo opuesto) en Ecuador, Perú, y otros países, es común que padres, tíos, abuelos, lleven a sus hijos, sobrinos, nietos a un burdel para su iniciación sexual. Es un rito de paso hacia la virilidad y para evitar que los niños sean “mandarinas”, o lo que sería peor desde esa mirada, potenciales amantes de otros de su mismo sexo.
Los casos existen en diferentes contextos. Por ejemplo, dentro de lo que se conoce como masculinidades coloniales está la práctica institucionalizada de canjear un abuso sexual con una vaca, sin que el perpetrador siquiera abandone la comunidad.
La violencia es siempre contextual: existen variaciones individuales y un contexto histórico. Con estas premisas, las investigaciones antropológicas contemporáneas desde sus cuatro campos de estudio —cultural, biológica, lingüística, arqueológica) ratifican que:
- Los hombres no tienen una propensión a violar
- Los hombres no tienen un impulso “natural” de violadores
- Lo masculino no debe ser equiparado automáticamente con violento
- Los hombres aprenden a violar en sus contextos socio-culturales.
- La mayoría de asesinos son hombres pero la mayoría de hombres no son asesinos
Quizás un ejemplo para entender cómo las masculinidades mal planteadas pueden manifestarse de las formas más violentas, son los incels. Los incels son hombres blancos y heterosexuales que forman parte de un grupo digital que se autodefine como “célibes involuntarios” porque han fracasado en su búsqueda de encontrar una pareja romántica o sexual. En su discurso culpan a las mujeres a quienes buscan castigar por rechazarlos. Hombres que han perpetrado masacres como la de Nueva Zelanda y Toronto se han declarado “incels” públicamente. Ellos son un ejemplo de cómo no hay tal orden biológico o naturaleza humana de los hombres que los vuelve violentos.
Cuando las masculinidades se narran de una manera errónea parece, al inicio, inofensivo. Pero cuando se traducen a actos violentos —como lo demuestra el caso de los incels— deberíamos preocuparnos. Hablar de machismo, de sus orígenes culturales (y no genéticos) requiere salir de la zona de confort de explicaciones naturalizadas: al no ser biológico se puede cambiar, lo cual entraña esfuerzo diario de cada uno. Estos cambios a su vez pueden ser traducidos a nuevas formas de educar, de la mano de un lenguaje cercano para los niños y las niñas para que puedan, de diferentes maneras, construir otras masculinidades, alejadas de la violencia.
*Esta columna fue realizada con el aporte de *Esta columna fue realizada considerando el aporte de los participantes invitados al Simposio de la Fundación Wenner-Gren para la investigación antropológica titulado “Toward an Anthropological Understanding of Masculinities, Maleness, and Violence”: Brian Ferguson (Universidad de Rutgers-Newark), Agustín Fuentes (Universidad de Notre Dame), Matthew Gutmann (Universidad de Brown), Mark Padilla (Universidad Florida International), Rick Smith (Universidad de Dartmouth), Tiffiny Tung (Universidad de Vanderbilt), María Amelia Viteri (Universidad San Francisco de Quito/University of Maryland, College Park), Sealing Cheng (Universidad de Hong Kong), Richard Bribiescas (Universidad de Yale), Godfrey Maringira (Universidad de Cape Town), Pratiksha Baxi (Universidad Jawaharlal Nehru, India), Lise Eliot (Rosalind Franklin University of Medicine and Science), Sally Engle Merry, New York University, Robin Nelson (Santa Clara University), Bob Pease (Deaking University, Australia), Danilyn Rutherford (Presidenta, Wenner-Gren), Bob Pease (Deaking University, Australia), grupo de antropólogos asistentes del Simposio “Abordaje antropológico para el análisis de las Masculinidades, la virilidad, y la violencia”.
Esta columna es parte del proyecto Hablemos de Niñas que se hace gracias al apoyo de: