El sonido es como de maracas. El movimiento, pendular. El olor, caramelo caliente con un toque de sal. Todo se percibe incluso antes de llegar al lugar. En el espacio está Luis Banda. Es un hombre de buenos y viejos modales. Sus manos siempre están blancas por el azúcar y ásperas por la paila. Lleva una gorra puesta hacia atrás y los ojos fijos en la paila. Solo la desatiende para saludar. «Hola Vecino» le dice a todos los que se cruzan por su local. Capaz él no sabe el nombre de todos, pero todos saben quién es él. Uno de los últimos productores de colaciones.
Las colaciones son unos dulces blancos, redondos, como pequeños copitos de nieve. Quizá muy dulces para los paladares más salados.
Luis Banda hace las colaciones con la misma receta de su abuelo y su madre. Dice que hace poco un anciano se acercó a su local, probó una colación y le dijo que era el mismo sabor de cuando era niño.
Para Luis hacer estos dulces es una manera de gratitud. Fue así como sus padres sacaron adelante a siete hijos. Sus manos, la paila y él casi nunca paran; las colaciones son como sus otros hijos: “Eso de estar batiendo, de estar sudando de estar creando una bolita. Es como si se estuvieran haciendo los hijitos, o sea las colaciones son mis otros hijitos”.
Luis dice que nunca ha considerado dejar de hacer colaciones. Lo hará, dice, el día en que deje este mundo.