FINES DE 2017

Cinco chicos de colegio caminan por una de las calles de Lago Agrio, un pueblo fronterizo en la Amazonía que une, para bien y para mal, al Ecuador con Colombia. Se han sacado la chaqueta pesada del uniforme verde oliva, y caminan con la alegría con la que caminan los adolescentes que salen de clases. Uno de ellos, de unos catorce años, sonríe, aplaude y canta:

— E-cua-dor, E-cua-dor

Uno de sus compañeros, con inconfundible cadencia paisa, la torea:

— Per-de-rá, per-de-rá

Esa tarde, la selección de fútbol ecuatoriana está a horas de perder la clasificación al Mundial de fútbol Rusia 2018, derrotada por Chile, pero en una esquina del agitado centro de Lago Agrio —un enclave de concreto y adoquines en medio de la selva, nacido alrededor de la codicia por el petróleo— un hombre se gana la vida vendiendo esperanzas: con la mano derecha ofrece camisetas falsificadas de la selección ecuatoriana, y con la izquierda, ofrece las de la Colombia, que aún pelea por clasificar. Unos días después, las eliminatorias al mundial terminarán y Lago Agrio celebrará la clasificación de Colombia: es un pueblo sin nacionalidad única, marcado por el desplazamiento de víctimas de la guerra interna colombiana. Más del 20% de la población de Lago es colombiana, y más del 60% de sus habitantes tiene amigos, parientes o relaciones de trabajo en la otra orilla del río San Miguel, límite natural entre los dos países.

río San Miguel

A media hora del centro de Lago Agrio está el paso fronterizo sobre el río San Miguel. Fotografía de José María León para GK.

Del otro lado de la frontera, se supone, ha terminado el conflicto interno colombiano. Duró seis décadas y dejó, según el Registro Único de Víctimas, más de 7 millones 300 mil desplazados —más de dos veces la cantidad de gente que vive en Berlín, Buenos Aires o Madrid. La mitad de ellos fue empujada por la guerra desde sus ciudades y pueblos natales hacia el sureño departamento del Putumayo que limita con el Ecuador. Según la agencia para los refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) el 50% de la población del Putumayo llegó desde otras partes, huyendo de la guerra. Cientos de miles, durante décadas, llegaron para irse hacia el Ecuador, el país de América Latina que tiene el mayor número de refugiados.

Desde que se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC, el promedio de ingresos de refugiados colombianos al Ecuador no ha disminuido: en 2016, por los cruces oficiales de la porosa frontera ecuatoriana un promedio de 420 colombianos se declararon refugiados al pisar suelo ecuatoriano, cada mes. En 2017, la media mensual fue de 500. “El proceso de paz a la vez que abre esperanzas genera incertidumbre”, dijo Sonia Aguilar a finales de 2017, una española que dirige Acnur en Lago Agrio. Habla con las manos, en el patio de una casa blanca de tapias altas, no muy lejos de los cuatro por cuatro blancos con el logo de la organización y antenas de radio donde funciona la agencia. Está sentada bajo una carpa  sobre lo que parecen los únicos dos metros cuadrados de césped de toda la ciudad. Es un oxímoron: estamos en media Amazonía y lo que más hay es polvo y asfalto.

frontera norte

El cruce entre Ecuador y Colombia es un punto de intenso comercio. Fotografía de José María León para GK.

La oficina de Acnur está en una calle secundaria de Lago Agrio, lejos de los edificios deformes de su centro caótico, que huele a tubos de escape descompuestos y pollo a la brasa, donde los ruidos ahogan las conversaciones. Acá hay un orden ajeno, una calma distante. Sonia Aguilar no sonríe y habla un poco más lento cuando habla de los efectos de la Paz colombiana en Ecuador. “Nuestra posición fue de cautela en el sentido de que el proceso de paz podría acarrear un aumento de la violencia en un momento determinado, y que en un momento llegase a haber más personas pidiendo refugio. Eso no quiere decir que en el largo plazo vaya a disminuir, pero hay que estar preparado para la consolidación de la paz, porque eso implica cambios en las vidas comunitarias. La paz va a necesitar construirse de forma colectiva, no se puede construir de un día a otro cuando se ha estado destruyendo diariamente durante cincuenta años”. Aguilar no tiene la camiseta blanca y el pantalón caqui que distingue a la agencia. Va de civil en un pueblo donde los uniformes son un símbolo de estatus, de seguridad: lo llevan los niños a la escuela, los petroleros al pozo, los militares al cuartel, los funcionarios internacionales a sus oficinas y campamentos.

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Lago Agrio es una ciudad joven y migrante. Su nombre oficial es Nueva Loja. Loja, la original, está a cientos de kilómetros al sur, en el último rabito de la cordillera del Cóndor en el Ecuador.

En 1967, un grupo de lojanos salió de su tierra, y en su periplo en búsquedas de tierras para trabajar terminaron asentados alrededor del primer pozo petrolero productivo del Ecuador, operado por la trasnacional estadounidense Texaco.

tanquero de gasolina

Fotografía de José María León para GK

Se quedaron y le dieron  a su pequeño y naciente pueblo un nombre petrolero: Lago Agrio. Era una referencia directa al pueblo tejano donde, a inicios del siglo XX, Texaco encontró petróleo por primera vez. El pueblo se llama, aún, Sour Lake.

Con el tiempo, a medida que la Tierra vomitaba y vomitaba más crudo, Lago Agrio creció. Cambió de nombre a Nueva Loja, pero su economía siguió girando alrededor de la industria petrolera. Como en muchas otras ciudades del oriente ecuatoriano, el petróleo es omnipresente: los negocios que se llaman ‘Oro negro’ abundan (hotel, cooperativa de taxis, barras, ferreterías entre tantos otros), el desayuno más abundante y caro que se puede conseguir en las fondas de la ciudad se llama petrolero,  y hay hasta un museo del petróleo.

Medio siglo más tarde, cuando en Colombia arreciaba el plan Colombia,  una nueva ola de migración entró a Lago Agrio por otra puerta. Desde el norte, el conflicto colombiano empezó a desplazar a miles de sus comunidades en el departamento del Putumayo, fronterizo con Ecuador y vecino de Sucumbíos, la provincia de la que Lago Agrio es capital. Tal fue la afluencia que Acnur, la agencia de las Naciones Unidos para los Refugiados, abrió en diciembre de 2000 una oficina de campo en la ciudad. Además, estableció un plan de contingencia ante el creciente número de personas que buscaban refugio. Muy pronto, el Ecuador se convirtió en el país latinoamericano que, proporcionalmente, más refugiados acoge. Más del 90% de ellos, eran colombianos, y uno de cada cinco era un niño, una niña o un adolescente.

Muchos se quedaron a darle forma a una ciudad binacional. Algunos criaron familias a ambos lados de la frontera. La abuela y las tías en La Hormiga, en el Putumayo colombiano, los hijos y los nietos en Lago Agrio, en el Sucumbíos ecuatoriano.

Lago Agrio se ha acostumbrado a sus dos rostros, a su mezcla de pueblos. Ha acogido a gente extraña y la ha convertida en propia. No es algo menor en un país donde ser migrante no es fácil.

Bueno, ser ciertos migrantes. Según un estudio de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, los ecuatorianos admiran a Estados Unidos y a España, desconfían de Colombia y sienten un profundo rechazo por los extranjeros. Especialmente por los colombianos.

Sucumbíos

El centro de Lago Agrio. Fotografía de Ana María Buitrón para GK.

Sonia Aguilar, que vive en el Ecuador desde 2008, dice que no es lo mismo ser española, como ella, y colombiana, como cientos de las mujeres que buscan refugio. “Acnur hizo un estudio con la universidad de Cuenca sobre las percepciones respecto de la nacionalidad de las personas. Todo está atado a imaginarios. ¿Qué es el colombiano? Los hombres, criminales, las mujeres guapas y fáciles.”

Con el tiempo, a la lista de la desconfianza se sumarían cubanos y, más recientemente, haitianos pero, sobre todo, venezolanos.

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INICIOS DE 2019

Al cuadro que se pintaba en 2017 hay que darle una pincelada más: la crisis humanitaria en Venezuela —ahogada por la escasez, la hiperinflación y la violencia— ha hecho que una ola de venezolanos salgan de su país. A finales de 2018, la ONU había calculado que eran cerca de cinco millones. En el año que empieza, se calcula que la cifra llegará a un récord de más de cinco millones de migrantes.

Por Lago Agrio ha pasado apenas el 5% de los que llegan al Ecuador, pero aún así, la cifra asombra. 58 mil personas cruzaron el puente internacional sobre el río San Miguel, que separa a Colombia del Ecuador. Desde que el conflicto colombiano —supuestamente— se acabó, el flujo de refugiados ha aumentado. “Sí ha subido bastante el número de solicitantes de asilo. En el caso de personas colombianas, lamentablemente la violencia ha generado desplazamiento.”, dice Sonia Aguilar, de Acnur.

Nueva Loja

Fotografía de Ana María Buitrón para GK.

La violencia en el Putumayo no ha disminuido desde el fin del conflicto. En 2018, el pueblo Siona denunció que la violencia había regresado: la irrupción de disidencias de las FARC, de fuerzas militares, paramilitares y narcotraficantes habían trastocado su vida ancestral, al igual que la explotación petrolera. “Lo que ocurría, y hoy vuelve a ocurrir, con los Siona es que se convirtieron en el escudo humano del conflicto armado”, decía entonces María Espinosa, defensora de Derechos Humanos y asesora legal de este pueblo indígena. Aguilar corrobora la versión. “Ya ha habido alertas por la violencia en el Putumayo. El aumento de la persecución de líderes comunitarios tiene un impacto en términos de desplazamientos forzados”.

Y a pesar de los números crecientes, en Lago Agrio la convivencia no se ha quebrado. “El que una persona se adapte a un contexto nuevo, le hace comprender al que tienen enfrente”, dice Aguilar, hablando más como una migrante residente en la ciudad que como una funcionaria de Naciones Unidas. “Estos 40 años de construcción de ciudadanía a través de esa diversidad permite que se comprendan mejor estas olas”. Sucumbíos y Lago Agrio ya vivieron lo que para muchos en ciudades como Guayaquil o Quito parece nuevo: “la llegada de refugiados, las situaciones de violencia, y han aprendido a vivir con el proceso de integración, que no es sencillo, pero que por supuesto es posible”, dice Aguilar, que, además, agrega que el influjo venezolano se nota mucho ya en Lago Agrio.

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A las cinco de la tarde de un viernes de febrero de 2019, Lago Agrio es como un avispero agitado. Salen los petroleros con sus uniformes rojos, negros, verdes o azules según la compañía que los emplea —Halliburton, Petroamazonas, PetroChina. Salen los conscriptos que están francos del cuartel. Salen los turistas extranjeros al Cuyabeno, una reserva natural a pocas horas de la ciudad.

En las veredas se asan plátanos maduros, se ofrecen arepas y chontacuros, y unos cuantos pollos quedan mareándose en las brasas. Los negocios de tubos, fierros, tuberías, herramientas, soldaduras, lijas, y cualquier otro implemento industrial que han funcionado durante toda la semana comienzan a tirar sus persianas de metal y cerrar. Los bares, karaokes y prostíbulos —que en muchos casos funcionan las 24 horas del día en tugurios suburbanos— empezarán a llenarse, y  el alborozo comercial del centro irá silenciándose. Las calles de la ciudad se irán vaciando, y todo empezará a suceder a puerta cerrada.

Lago Agrio

Fotografía de Ana María Buitrón para GK.

En una esquina una familia de venezolanos venderá los últimos chupetes del día. En una cartulina han escrito que necesitan dinero para poder continuar su viaje —más del 80% de la diáspora venezolana que entra al Ecuador se va a otros países.

Hacia las ocho de la noche, un aguacero torrencial habrá dejado el centro vacío y limpio. Lago Agrio, la ciudad binacional, la ciudad que no oculta sus dos rostros, quedará en silencio, viviendo la cotidianeidad de su naturaleza migrante —logrando una convivencia que el resto del país aún no termina de zurcir.


Este reportaje es elaborado gracias al apoyo del Programa Ciudades Intermedias
Sostenibles de la Cooperación Técnica Alemana (GIZ)
GIZ