El río Putumayo tiene unos 400 metros de ribera a ribera, y desde cada una de ellas se miran, como se mira uno en un espejo, las comunidades de la nacionalidad indígena Siona de Buenavista (Colombia)  y San José de Wisuyá (Ecuador). Asentados cientos de años antes de que los cartógrafos fijaran en ese río la frontera política entre los dos países, los Siona defienden su territorio de la irrupción de la guerrilla, las Fuerzas Militares, los paramilitares y los narcotraficantes. Y es que desde 2003, la explotación petrolera en la zona ha intensificado la presencia militar, los enfrentamientos armados y, como consecuencia, las muertes, los desplazamientos y la contaminación ambiental.

“Lo que ocurría, y hoy vuelve a ocurrir, con los Siona es que se convirtieron en el escudo humano del conflicto armado”, dice María Espinosa, defensora de Derechos Humanos y asesora legal de este pueblo indígena. Por su territorio transitaban el ejército, la guerrilla y los paramilitares. “Si se encontraban en el camino se daban plomo” dice Espinosa. En medio de la violencia, quedaban los indígenas.

Un grupo de autoridades y residentes de las comunidades Siona del departamento del Putumayo en Colombia habló con Mongabay. Por seguridad, pidieron mantener sus nombres en reserva. Los Siona no podían vivir según sus reglas: el gobierno espiritual de los mayores inspirados por las visiones del sagrado remedio cocinado de la planta del yagé. No podían salir a cazar y perdieron a sus hijos, ya sea porque fueron reclutados a la fuerza ─según autoridades Siona, solo en Buenavista hubo 17 reclutamientos forzosos─ o porque fueron asesinados por resistirse. “La historia de la comunidad Siona es la misma historia de los Inga, de los Cofán, de los Nasa y de los pueblos mestizos que viven en la frontera”, dice Espinosa.

Al conflicto de Colombia se sumaron los narcotraficantes. Desde que el “negocio” se industrializó, a mediados de los años 70, el mercado de la droga en Colombia no ha dejado de crecer. Los resguardos —nombre colombiano para los asentamientos indígenas como Buenavista— ocupan unos 97 kilómetros cuadrados de los 2610 que tiene el  municipio de Puerto Asís donde viven unas 60 000 personas. Según uninforme de 2017 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, es el tercer municipio colombiano con más hectáreas de cultivo de coca. El departamento al que pertenece, Putumayo, aumentó sus hectáreas de plantaciones ilícitas en 25 % en un año y en todo Colombia, la cantidad total de sembríos pasó de 96 000 a 146 000 hectáreas.

La espesa selva del Putumayo y la ausencia de los Estados ecuatoriano y colombiano en las riberas del río ha obligado a los Siona a defenderse. La guardia indígena resguarda los enclaves de la nacionalidad, aunque sus bastones no puedan medirse con las armas de los grupos armados, legales o ilegales. “A nosotros, por estar en la zona donde vivimos, nos toca dialogar”, dice un indígena Siona que pide la reserva de su nombre. Le cuentan a soldados, guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes sobre su forma de vida y “que estamos guiados por nuestros mayores a través de una guía espiritual”.  

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El río Putumayo ha sido testigo del conflicto armado y de las actividades extractivas, sobre todo petroleras, que se realizan en esta zona de la Amazonía. Fotografía de Mateo Barriga Salazar

Sin embargo, el diálogo no siempre les ha dado buenos resultados. Dice que han padecido excesos de los grupos ilegales pero también de las fuerzas estatales. “Por ejemplo, a veces venía un grupo armado y pedía que los cruzáramos por el río y uno por miedo accedía. Entonces venía el Ejército y tomaba represalias contra uno y las familias, y nos trataban de colaboradores”, dice el hombre de la comunidad Siona.

Cruzar el río es cruzar al Ecuador. Según la Defensoría del Pueblo colombiana, la selva ha permitido a la guerrilla y a los grupos irregulares instalar campamentos y tener lugares de descanso y aprovisionamiento del lado ecuatoriano. “Más allá del límite natural, que es el río, no hay un control de militares o policías que cuiden quien entre”, dice el Siona que prefiere el anonimato. “El gobierno no está atendiendo nuestras necesidades”.

—¿Y del lado ecuatoriano?

— ¿Del lado ecuatoriano? La frontera no existe: es lo mismo.

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En 2008, a unos 8 kilómetros al sur del territorio Siona, murió Raúl Reyes, uno de los más altos comandantes de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en un bombardeo que causó una crisis diplomática entre ambos países. “Los mayores no podemos concentrarnos para hacer nuestra guianza”, dice otro de los  Siona que habló con Mongabay Latam. “El ruido de las bombas, los disparos y los ataques hacen que no tengamos el silencio que se necesita para nuestra vida espiritual”. Al estruendo de la guerra se sumó el de las máquinas y tractores que construían el oleoducto transfronterizo de dos compañías petroleras: la británica Amerisur y la ecuatoriana PetroAmazonas.

Amerisur llegó en el 2003 al Putumayo, pero en 2012 levantó una plataforma mucho más cerca del territorio indígena  de Buenavista en Colombia. Los Siona dicen que su arribo intensificó la violencia. “Cuando llega la petrolera llega el Ejército para proteger los intereses de la compañía” explica la abogada Espinosa. Uno de los Siona entrevistados por Mongabay Latam dijo que tras la llegada de la petrolera, recrudecieron los enfrentamientos entre los grupos armados regulares e irregulares: “empezaron los combates muy fuertes, día y noche. Hubo ejército, minas, comenzó el confinamiento, nuestro aislamiento, desplazamiento y hasta muertes por la presencia de la petrolera”. Las minas antipersonal, dicen, siguen ahí. Una abuela murió cuando pisó una. Su acompañante sobrevivió de milagro.

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Los indígenas Siona viven en la Amazonía colombiana y ecuatoriana, a ambas orillas del río Putumayo. Fotografía de Mateo Barriga Salazar

La época del bombardeo del campamento de las FARC en Angostura, una zona selvática ecuatoriana del cantón de Santa Rosa de Sucumbíos,  en 2008 también fue un tiempo macabro. “Esa noche fue bastante aterradora por lo que hicieron los aviones y las explosiones” Los Siona temían a la reacción de las FARC: no descartaban que los acusaran de colaboradores del enemigo y tomaran represalias contra ellos. De ser así, no sería la primera vez que sucedería.

En la selva fronteriza todas las líneas son difusas. Según el general César Augusto Parra, comandante de la Sexta División del Ejército de Colombia ─que vigila los departamentos amazónicos de Caquetá, Amazonas y Putumayo─, patrullar el río Putumayo y controlar el límite político es muy difícil. “La frontera es muy porosa. Tiene puntos nodales que controlamos, pero es un área muy grande, entonces se aprovechan de eso para mover mucho no solo narcotráfico, sino madera ilegal y minería ilegal”. Parra explica que para controlar el Putumayo, la brigada 27 del Ejército, la Infantería de Marina y la Fuerza Aérea tiene dispuestos 9000 soldados.

Del lado ecuatoriano, la presencia militar en la frontera ha sido redoblada. Tras los atentados con bombas, y los asesinatos de soldados, periodistas y civiles, el gobierno de Lenín Moreno ubicó allí a 8000 miembros de las Fuerzas Armadas. La medida no sentó bien entre los Siona.

Tras el secuestro de los periodistas Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra a finales de marzo de 2018, los recuerdos de la violencia atroz de Angostura volvieron a la comunidad indígena de San José de Wisuyá en Ecuador. Alonso Aguinda, presidente de la Comunidad, y  Sandro Piaguaje, dirigente de Cultura, emitieron un comunicado condenando el secuestro —que terminaría con el asesinato de los tres reporteros— y cuestionando el anuncio del presidente del Ecuador, Lenín Moreno, de enviar más tropas a la frontera. Denunciaban “ la inoperancia e indolencia estatal para manejar toda la situación”, y declaraban ser un pueblo transfronterizo al pie del Putumayo que, regidos por las reglas de sus mayores, y siendo “gente de chagra y yagé” vivían en paz  a pesar de que “el conflicto armado colombiano y la desidia de ambos estados nos han impuesto la guerra”.Los dirigentes Siona coinciden con el general Parra. La porosidad de la frontera producía contacto directo con el conflicto armado en Colombia, con la aparición de nuevos grupos delincuenciales tras el desarme de las FARC y con la expansión de la frontera extractiva: la violencia contra los pueblos indígenas y mestizos de la frontera no solo es la de las armas, sino también la de la tala ilegal, la extracción petrolera y la minería que —en el largo plazo— resulta aún más destructiva que una bala: “están acabando con nuestro modo de vivir”, le dijo Alonso Aguinda a Mongabay Latam tras una reunión en el Ministerio de Ambiente de Ecuador. El comunicado de San José de Wisuyá terminaba con una línea que pesaba tanto como la historia misma: “Con nosotros cuenten siempre para la paz, ya llevamos mucho tiempo soportando la guerra”.

Alonso Aguinda

Este camino en territorio Siona de San José de Wisuyá en Ecuador fue talado por empresas petroleras que no contaban con una licencia ambiental. Foto: Alonso Aguinda.

De forma paralela a la guerra, la compañía Amerisur ha continuado con la extracción petrolera. El negocio reporta bien en Londres, donde cotiza en la bolsa, pero a los Siona les ha generado nada más que problemas, tanto ambientales como sociales. Con la llegada del Ejército para proteger la propiedad de la petrolera, la tensión con la guerrilla y los paramilitares creció. “El actor armado irregular se siente amenazado y lo combate, pero al mismo tiempo intenta sacar beneficio de la presencia de la petrolera: le pedían una ‘vacuna’ por cuidar la infraestructura, por no volar tuberías, por no volar tanqueros, por no secuestrar personal” explica María Espinosa. El círculo se vuelve vicioso y sin fin: “La petrolera usa al Ejército para que la proteja pero también le paga a la guerrilla para que no le hagan daño”, dice Espinosa. En medio, débiles y asustadas, quedan las poblaciones fronterizas.

El general Parra ve las cosas desde otra perspectiva. “Había antecedentes de acciones violentas para atacar petroleras que terminaban afectando a la población civil, pero en los últimos tiempos no tenemos información de que el trabajo haya afectado a la población civil”. Por el contrario, dice el Comandante de la División más grande del Ejército de Colombia, las marchas y protestas contra las petroleras han decaído: “Ahora la cosa es de más diálogo, ya hay más atenciones, está la Defensoría, la Procuraduría”.

Pero, según los Siona, la única presencia del gobierno colombiano es armada. Uno de los indígenas de Buenavista que conversa con Mongabay Latam dice que esa presencia es un riesgo: donde hay militares van los grupos armados a combatirla. Lo que las comunidades necesitan, dice, no es llevar más militares a la zona, sino “una delegación permanente de Procuraduría y Defensoría para ver que se respeten nuestros derechos al autogobierno, a nuestra espiritualidad, a nuestras autoridades, a nuestra guardia, a nuestro territorio”. Pero hasta ahora sus pedidos no han sido escuchados. O quizás han sido escuchados, pero nunca atendidos.

Como reportó Mongabay Latam hace un mes, la presencia de Amerisur ha causado estragos socioambientales en las riberas del Putumayo: la petrolera británica y su par ecuatoriana, PetroAmazonas, construyeron un oleoducto que transporta crudo desde Colombia —donde es extraído en el campo Platanillo— hacia Ecuador, para ser bombeado por las redes de distribución de PetroAmazonas.

La construcción se hizo sin un estudio de impacto ambiental y, además, talando ilegalmente el bosque de San José de Wisuyá.  Por ello, Petroamazonas —que es quien ejecutó los trabajos en el lado ecuatoriano— tiene dos procesos de sanción en el Ministerio de Ambiente: uno por tala ilegal y otro por violación a normas de calidad ambiental. Los dos tienen ya resoluciones de primera instancia: una multa de 40 dólares por talar ilegalmente y  9000 dólares por costos de reparación, y 73 000 dólares en multas. Ambos expedientes están apelados por la petrolera, y a pesar de que en mayo de 2018 la Defensoría del Pueblo del Ecuador les pidió disculpas a los Siona y que el Ministerio del Ambiente del Ecuador les ofreció resolver los casos contra PetroAmazonas en un máximo 30 días, nada ha sucedido: el plazo ha expirado, hubo una nueva reunión pero los indígenas siguen esperando que su caso se resuelva.

El paso de la petrolera por la selva  es una historia que se repite en un ciclo interminable que empezó con las primeras exploraciones petroleras en América Latina en el siglo XX: el Estado se limita a dar protección a la infraestructura. La presencia de cualquier otra forma de autoridad, que no vaya camuflada con un fusil en las manos, es nula.

“El Estado le ha delegado a las petroleras las obligaciones que él tendría que cumplir”, dice la abogada Espinosa. “La petrolera es la que pavimenta la carretera y la que construye canchas, escuelas y centros de salud. La empresa se volvió Estado donde el Estado decidió ser invisible”, explica y además da un ejemplo: del lado ecuatoriano, en San José de Wisuyá, Amerisur arregló un camino para que pudiera pasar la maquinaria que construía el oleoducto. Según Espinosa, la arregló hasta la entrada de la comunidad. “Le dijo a la gente de Wisuyá ‘si ustedes me retiran la denuncia, les arreglo el camino’” .

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Los Siona son víctimas del conflicto colombiano —así lo declaró la Unidad de Víctimas de Colombia en 2016— pero también lo son del posconflicto. Tras la firma del  Acuerdo de Paz en ese año, hubo un período de relativa calma. “Ya dormíamos mejor porque no había tanto bombardeo”, dice uno de los habitantes de Buenavista en el departamento de Putumayo, en el lado colombiano. Sin embargo, la ilusión duró apenas unos meses y a principios de 2017 la paz se evaporó.

“Empezaron a circular panfletos amenazantes”, recuerda Espinosa. Los papeles estaban firmados por grupos paramilitares que anunciaban su llegada. Los pasquines anunciaban tres consignas fundamentales: informar que venían a controlar el territorio (una tarea que era “responsabilidad” de las FARC hasta su desbandada), imponer horarios de movilidad (en algunos lugares les prohibían salir después de las 7 de la noche y en otros después de las 9), y anunciaban una limpieza social “especialmente dirigida a personas que robaban, consumían estupefacientes o ayudaban a otros grupos armados distintos a los que firmaban”, dice Espinosa.

En un informe de riesgo de la Defensoría del Pueblo de Colombia en marzo de 2016 al que Mongabay Latam  tuvo acceso, el organismo decía que las condiciones geográficas, económicas y sociales “han favorecido la presencia de los grupos armados ilegales, que cuentan con las posibilidades de imponerse a través de métodos violentos sobre la población civil”. En el mismo documento, la Defensoría decía que el río Putumayo, al ser la frontera natural entre Colombia y Ecuador, era estratégico para garantizar la “movilidad de combatientes, armas, narcóticos y precursores químicos, además de ser corredor para actividades militares, económicas y políticas que contribuyen a su vocación de control territorial”.

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En abril de 2018, la asociación de Cabildos Indígenas del Pueblo Siona (Acips), los resguardos Siona de Buenavista, Piñuña Blanco y el cabildo Bajo Santa Elena alertaron a las autoridades de que la guerra aumentaba su intensidad. Fotografía de Mateo Barriga Salazar

Un año después, empezó una disputa violenta para llenar el vacío de poder dejado por las FARC. Antes de las conversaciones de paz, todos los frentes pertenecían a una única estructura guerrillera. “Tenían, por decirlo así, un único código” explica Espinosa. “Pese a que actuaban de maneras y en territorios distintos, se regían por una estructura única. En la zona donde viven los Siona siempre fue el frente 48 de las FARC el que ejercía autoridad. Ahora no”.

Tras la desmovilización, los que eligieron no dejar las armas se atomizaron en un sinnúmero de pequeños grupos armados. “Algunos conformados por disidentes de las FARC que desde el primer momento decidieron no firmar el Acuerdo de Paz y por otros que, firmaron los acuerdos y llegaron a vivir en las zonas transitorias, pero se retiraron de ellas”, dice Espinosa. También hubo grupos paramilitares o pequeños narcotraficantes que empezaron a agruparse e intentaron controlar la zona.

Según la Defensoría del Pueblo colombiana, los cultivos ilícitos, la producción y tráfico de estupefacientes, la minería ilegal, las extorsiones, el contrabando y otras actividades ilegales, facilitan la obtención de recursos financieros para el sostenimiento de los grupos armados que actúan en la zona. En 2016, el organismo identificaba a la guerrilla de las FARC y a un grupo ‘posdesmovilización’ al que identificó como La Constru. Sumado a lo anterior, decía la Defensoría, las condiciones de vulnerabilidad en que viven las comunidades de la zona no les dejan mayores opciones que someterse a los grupos armados.

María Espinosa dice que a inicios de 2018 los grupos más pequeños se han condensado en dos organizaciones: uno que se autodenomina FARC y el otro Mafia. Según lo que han dicho los propios combatientes y lo que han podido ver los habitantes del Putumayo en Colombia, son alrededor de 300 hombres moviéndose por ese lado del río. “No sabemos si haya más en otras zonas. La información que ellos han dado es que tienen la gente suficiente para conformar 16 frentes”, explica la experta en Derechos Humanos. Cada frente tiene hombres que combaten y que sostienen la logística. Los 300 que cuentan son solo los de combate. “Son las cifras que circulan, no se puede dar fe, lo que podemos decir es que hemos podido ver cerca de 300 hombres”, dice Espinosa.  

El Ejército colombiano lleva otras cuentas. El general Parra dice que los grupos armados que han podido identificar son “los grupos armados operativos residuales del ex frente 49, el ex frente 32 y las bandas criminales de La Constru y Sinaloa”. Si se suman, explica, son unos 150 hombres armados. “Pero puede haber más, por las milicias de apoyo u otros grupos armados no caracterizados que operan en la zona”.

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Actores armados ilegales obligan muchas veces a los indígenas a que los transporten de un lado al otro del río Putumayo. Fotografía de Mateo Barriga Salazar

Parra explica, además, que el gobierno colombiano ha creado el plan HORUS, destinado —según información oficial del Ejército— “a fortalecer los municipios donde anteriormente había confrontación armada y articular el trabajo entre la comunidad y Ejército para contribuir a solventar las necesidades básicas de la población civil”. Sin embargo, los Siona negaron haber recibido contacto humanitario alguno por parte de las Fuerzas Armadas de Colombia.

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En abril de 2018, la asociación de Cabildos Indígenas del Pueblo Siona (Acips), los resguardos Siona de Buenavista, Piñuña Blanco y el cabildo Bajo Santa Elena —todos en Colombia— alertaron a las autoridades de que la guerra aumentaba su intensidad.

El comunicado decía: “Desde el 2017 hemos denunciado que en el marco del posconflicto y la desmovilización de las FARC – EP, en varias de nuestras comunidades Siona vivimos un contexto de reparamilitarización de nuestros territorios”. El documento denunciaba la conformación de nuevos grupos narcoparamilitares como el Ejército del Pueblo, La Constru y los Rastrojos y el Clan del Golfo. Esta reconfiguración del paramilitarismo y la aparición de grupos armados irregulares impediría la consolidación de la paz en el territorio Siona. El comunicado dejaba ver cuán irrelevante es el límite internacional político con un ejemplo letal: en noviembre de 2017 dos comuneros del cabildo Bajo de Santa Elena fueron asesinados en la población llamada Azuay, en territorio ecuatoriano.

No fue el único homicidio. El 3 de marzo de 2018, según la Acips, fue asesinado un “comunero Siona en la carretera que conduce de la Rosa a Puerto Asís”. También denunciaban la constante aparición de los panfletos. Espinosa dice que en la mayoría de pueblos los pasquines eran dejados en espacios públicos, en mercados, pegados en las paredes de escuelas o de algún centro de salud; pero en el caso de los Siona fueron entregados en las casas de los dirigentes. Según la alerta de la Acips, en al menos diez comunidades Siona continuaban los ataques indiscriminados, las extorsiones, el confinamiento, la limitación de las prácticas del gobierno Siona y “la estigmatización y amenaza a líderes y lideresas indígenas”.

El contexto de las amenazas ocurre en lo que sería la  disputa por el control territorial de la siembra, producción y comercialización de coca en los bosques de la Amazonía. Además, según dicen los panfletos, tienen “intereses en el control social de la zona; ante la ausencia estructural de instituciones civiles del Estado colombiano”.

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La destrucción del medio ambiente y el ruido de la guerra impide que muchas veces los mayores Siona puedan conectarse con sus autoridades espirituales. Fotografía de Mateo Barriga Salazar

La Acips denunció también, los ‘toques de queda’ impuestos por los grupos armados: se les ha prohibido transitar por tierra o por el río entre las 6 de la tarde y las 6 de la mañana, bajo la advertencia de disparar a quien no acate la orden. Según la alerta, la promesa se habría cumplido ya “contra dos moradores de la zona, uno de ellos Siona, que se desplazaban a las 20H00 en su embarcación sobre el río Putumayo”. Los disparos habrían sido solo de advertencia, por lo que las dos personas resultaron ilesas. Sin embargo, según los Siona, el 9 de abril fueron asesinados tres hombres, presuntamente por actores armados que buscaban consolidar su ‘control territorial’.

Los grupos narcoguerrilleros reclutaron a menores de edad de un colegio de la población de Puerto Bello, donde varios adolescentes Sionas estudian. El colegio decidió cerrar hasta que vuelva a ser seguro que niñas, niños y adolescentes asistan a clases. Cuando los grupos armados han entrado en sus resguardos, sus autoridades les han recordado que están en territorio Siona y que, según su autodeterminación, es una zona libre de gente armada. Sin embargo, estas personas no han dejado de patrullar.

El general Parra confirma que ha habido reclutamientos forzados por parte de los grupos armados. Dice, también, que las operaciones militares en la Amazonía se están haciendo de forma coordinada con los ejércitos de Ecuador, Perú y Brasil. Hace dos meses, cuenta, tuvieron un golpe mayor: en un bombardeo en el Putumayo mataron a ocho miembros del grupo disidente de las FARC liderado por alias ‘Cadete Rodrigo’.Es este tipo de operativos el que ha devuelto la violencia a territorio ancestral Siona. La alerta temprana da cuenta, además, de combates cerca de Piñuña Blanco y la explosión de una bomba cerca de la casa de una de las autoridades indígenas de Buenavista. Otro de los nuevos grupos armados habría instalado minas antipersonales cerca de cristalizaderos de coca en diversas zonas del municipio de Puerto Asís, cerca a caminos vecinales de uso frecuente de los Siona.

Ante los peligros, las comunidades  dicen estar en confinamiento. Y ante la incapacidad —o desidia— estatal colombiana y ecuatoriana han decidido recurrir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que les otorgue medidas cautelares. El 14 de julio de 2018, la Comisión se las otorgó. En su resolución, la CIDH solicitó al Estado colombiano que adopte medidas para salvaguardar la vida e integrida de los Siona, para que cese el hostigamiento, la violencia y las amenazas. Según el organismo regional, la situación de los Siona reunía las condiciones «de gravedad, urgencia e irreaprabilidad» necesarias para que se dciten las medidas. El Estado colombiano, dice la decisión de la CIDH, que deberá, además, tomar medidasmás integrales y coordinadas, más allá dela presencia armada, para que los Siona puedan desplazarse de forma segura para realizar sus «actividades y culturales y de subsitencia». La Comisión solicitó, además, «retirar el material explosivo existente en sus territorios o descartar la presencia de los mismos», peevenir el reclutamiento de jóvenes y «fortalecer los medios de comunicación para atender emergencias». De forma puntual,la Comisión solicitó al Estado colombiano que proteja la vida y la integridad de las autoridades Siona.

“Los actores armados están controlando quién entra y quién sale en el territorio”, dice María Espinosa, que repite el llamado del pueblo Siona del Putumayo para que los organismos internacionales de Derechos Humanos desplieguen una misión de verificación humanitaria emergente en ambas orillas del río Putumayo, desde donde se miran, como se mira uno en un espejo, las comunidades de la nacionalidad indígena Siona de Buenavista en Colombia  y San José de Wisuyá en Ecuador —pero el único reflejo que ven es el de la violencia.


Este texto se publicó originalmente en Mongabay Latam