A principios de 2019, un video de dos ancianos cayendo de un bus se viralizó en redes sociales: el conductor de un bus de la cooperativa Catar, en Quito, aceleró sin esperar que un hombre y una mujer de unos 70 años terminaran de subir por la puerta trasera de su bus. La pareja quedó tendida en el suelo. Escenas como ésta son más frecuentes de lo que suponemos, y podrían suceder aún más: para el 2050, el número de personas de 60 años en el mundo se habrá más que duplicado: de 900 millones a 2 mil millones. Será más gente que la que vivirá en la India, que en ese año se convertirá en el país más poblado de la Tierra con más de mil setecientos millones de habitantes. Si el 66% de la población mundial habitará ciudades —y hoy ya lo hace más de la mitad—, ¿cómo viven los ancianos las ciudades?

La corrección política nos quiere obligar a decirles ‘adultos mayores’, como si ese cambio de palabras diese algo de dignidad. Pero la realidad parece ser otra: la soledad y el aislamiento son las últimas paradas de la existencia humana, y la dignidad no está en los eufemismos que esconden el hecho de que la vida no está diseñada para las personas más viejas. Ciudades modernas y con elevados niveles de desarrollo los excluyen e invisibilizan. En Japón, por ejemplo, uno de los países con la población más longeva, la mayor parte de sus ciudadanos mayores terminan recluidos en pequeños departamentos donde nadie nota su existencia. En un mundo que está empezando a envejecer, diseñar espacios urbanos amigables e inclusivos con los ancianos pasa de una cuestión de dignidad a un requisito indispensable para la convivencia citadina.

Un estudio realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a grupos de ancianos de 33 países reveló las principales preocupaciones a las que se enfrentan en su diario vivir. Desde problemas relacionados con espacios al aire libre, edificios, transporte, servicios de salud hasta participación social, respeto y empleo. La comunicación e información fue otra de las preocupaciones para los ancianos.

Los resultados de esta investigación fueron recogidos en una lista de control de aspectos esenciales de las ciudades amigables con los mayores. Ocho fueron los puntos más importantes para construir ciudades que involucren a los mayores. El documento incluye sugerencias sobre infraestructuras, espacios al aire libre, transporte público y vivienda. Seguido de áreas de participación social, cívica, empleo, respeto e inclusión social.

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Construir una ciudad amigable, en general, es un desafío. Gustavo Durán, profesor en estudios urbanos de la Flacso, dice que hacerlo requiere tener en cuenta “la capacidad de los distintos grupos sociales para desarrollarse en el espacio público”.

Al igual que para otros grupos vulnerables (como niños y personas con discapacidad), los espacios urbanos no están diseñados para los ancianos. Es casi imposible que una persona con discapacidad use el transporte público. Los buses no tienen rampas, ni espacios para sillas de ruedas y los buses articulados tienen accesos deficientes. A la salida de las escuelas no existen semáforos ni señalización que advierta que es una zona escolar. Sucede lo mismo para las personas mayores. El espacio público de las ciudades es discapacitante y aislante.

El diseño del espacio público es fundamental para construir una ciudad amigable. Jan Gehl, arquitecto y urbanista danés ha estudiado cómo las ciudades pueden ser construidas para beneficio de las personas. Entre sus planteamientos está que los espacios públicos sean como “salas de estar”. Es preciso repensar el espacio público de la ciudad. Es muy común entender como espacio público solo a los parques cuando, en realidad, las vías, las veredas y el transporte también pertenecen.

Según Durán, “la producción del espacio alrededor de grupos vulnerables permite espacios más inclusivos”. Una ciudad inclusiva tiene que bajar las escalas de planificación para aterrizar en la realidad y las verdaderas necesidades de los ciudadanos.

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Sentado en un parque de la ciudad, un hombre de 80 años recibe una sesión de apiterapia —tratamiento con veneno de abejas— para sus rodillas. Es la tercera sesión a la que asiste, después de sufrir varias caídas mientras caminaba por la calle. “Las aceras de la ciudad son como gradas. Al gusto de cada dueño de casa, unas más altas, otras más bajas”. Para él, caminar por la calzada es mucho más fácil porque son planas.

Las veredas, es decir, el espacio para que los peatones caminen, son esenciales para la vida urbana. Ciudades como Berlín están trabajando para ensancharlas, brindar orientación táctil en los cruces y facilitar el acceso a los tranvías y autobuses. Todo esto pensado en personas con discapacidades, de edad avanzada y visitantes de la ciudad.

Pero en el Ecuador, las aceras están pensadas como una extensión del desarrollo privado, y no están diseñadas por los gobiernos de las ciudades. Por eso, a cada paso nos encontremos con diseños diferentes. César Mantilla, del Municipio de Quito, dijo que las veredas por una ordenanza metropolitana son “responsabilidad exclusiva del frentista. Cada dueño de casa debe cumplir y revisar el alto, el ancho, que no tenga nada que obstaculice el tráfico de peatones”.  En cambio, Stefano Recalcati, especialista en planificación y diseño urbano, dice que pequeños cambios hacen la diferencia: reducir la distancia entre las paradas de transporte, tiendas, bancos, árboles para sombra, baños públicos, mejorar las aceras y permitir más tiempo para cruzar la calle, “alienta a las personas mayores a salir».

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Para empezar a desarrollar  políticas públicas pensadas en los mayores hay que empezar por desagregar la categoría “ancianos”. No todos son iguales. No todos corresponden a una misma clase social, género o piensan y desean lo mismo. Según Durán, si los ponemos en una misma bolsa terminaremos por creer “que lo único que quieren en la vida es sentarse en un parque a alimentar palomas y cuidar nietos”.

En unos años, América Latina tendrá la tercera población más anciana del mundo. Sin embargo, las políticas públicas están enfocadas a la capacidad de consumo, a la población económicamente activa. “El adulto mayor es un actor que en la sociedad progresivamente y rápidamente disminuye su capacidad de consumo, por lo tanto es relegado”, dijo Durán.

Rosa, una mujer de 69 años, dijo que prefiere no tomar el servicio de transporte porque es común encontrarse en medio de carreras entre buses. En el caso del trole, dijo, “los andenes están repletos, llega un trole y todo el mundo adentro. Es imposible subir”. Sin embargo, César Mantilla, secretario de Inclusión Social del Municipio de Quito, dice que entre las políticas públicas de transporte están “los puestos preferenciales para el adulto mayor”. Mantilla también dijo que entre sus proyectos de accesibilidad está uno que aún no funciona: el metro que se construye, dice, “cuenta con un 100% de accesibilidad”. Es un reflejo de  la inexistencia de políticas públicas realmente inclusivas con los ancianos. Programas aislados como baile, manualidades, gimnasia y costura son mecanismos aislantes, alejados de cualquier idea de inclusión o participación social. En definitiva, a los ancianos casi siempre los condenamos a supuestos centro de inclusión. Al igual que los niños, los excluimos del espacio público, que es una forma de excluirlos de la sociedad.


Este reportaje es elaborado gracias al apoyo del Programa Ciudades Intermedias
Sostenibles de la Cooperación Técnica Alemana (GIZ)

GIZ