En una calle sin salida, ubicada en el sector de El Bosque, en el norte de Quito, varios grupos de niños juegan en plena vía. Son al menos cinco y tienen entre dos y seis años. Uno está en su bicicleta, otro en un carrito que echa a andar moviendo sus pequeñas piernas. Una niña va y viene en patines, otro par juegan con un perro. No hay un espacio verde, no hay juegos infantiles, no hay ni siquiera árboles. Es una calle con edificios y casas a cada lado y unos pocos autos estacionados al frente de los portones. La entrada a la calle está cerrada con una cerca eléctrica y un guardia controla el ingreso de vehículos desde una garita. Cada vez que se abre la cerca, los niños corren hacia la vereda y sus cuidadoras, algunas con uniforme, corren detrás de ellos. Entra un auto reduciendo la velocidad, se mete en un garaje y los niños vuelven a correr a la calle. “Juegan aquí porque es seguro. No podemos ir al parque porque implica bajar por la vía por la que pasan buses y es peligroso”, dice Elena, una de las personas a cargo de dos niños de cinco y un año. “A la mamá de los niños no le gusta que pasen la cerca”, dice Carmen, otra de las niñeras. “Dice que nos pueden asaltar. Yo veo que es un barrio seguro pero ella prefiere que nos quedemos aquí”.  Esa es, quizás, una de las escenas que más refleja lo poco amigable que puede ser Quito para los niños: el peligro del transporte público —que incluso en zonas de velocidad reducida, sobrepasa los límites—, la inseguridad, las vías inadecuadas para la circulación de peatones. Eso hace que los ciudadanos se encierren en su calle, en su urbanización o en su casa.

No solo sucede en Quito. David Hidalgo, urbanista, dice, hablando de Guayaquil, que es una ciudad hostil. Dice que la política del Municipio local y de las élites garantizan una calidad de infancia a ciertos niños —aquellos que viven en urbanizaciones privadas, con acceso a piscinas, espacios verdes y áreas de juego— dejando a la mayoría enfrentar realidades precarias. Jan Gehl, arquitecto danés, llamado padre del urbanismo humanista,  ha estudiado desde la década de 1950 cómo las ciudades pueden ser pensadas y construidas para mayor beneficio de los seres humanos. Uno de sus planteamientos es que los espacios públicos sean como las “salas de estar” de una ciudad. “Hay miedo y polución, pero lo peor son las urbanizaciones valladas” le dijo Gehl a diario El País. “Los niños están seguros en las urbanizaciones, pero ¿qué tipo de educación les das? ¿Para protegerse hay que aislarse?”.

David Hidalgo, en la misma línea de Gehl, dice que en el pasado los niños salían a jugar a la calle, recorrían la ciudad, usaban transporte público, y eso era normal en el desarrollo infantil. “Se debe recuperar la vecindad barrial y las buenas prácticas sociales que ayudan a respetar, cuidar y proteger a los niños en la ciudad”. César Mantilla, Secretario de Inclusión del Distrito Metropolitano de Quito tiene una visión distinta. Para él, los niños no deben estar solos en la calle. La responsabilidad es de los padres. “Los niños nunca deben movilizarse solos.” dice Mantilla. Piensa que los niños deben tener juegos a su altura, accesibles, sin barreras. “Pero no pueden ir solos por la calle”.

Pero en Quito se puede ver a niños pequeños usando el transporte público o circulando por las calles aledañas a las escuelas. Parte de esta realidad se muestra en las observaciones de un estudio —que aún no se publica— realizado entre la Universidad San Francisco de Quito y la fundación Cavat, creada para apoyar a víctimas de accidentes de tránsito. La idea era identificar qué tan seguros eran los entornos viales alrededor de cuatro escuelas en el norte, centro y periferia de la ciudad de Quito. Los resultados, dice Cristina Bueno, docente de la universidad, fueron alarmantes.

Las conclusiones son preocupantes. “Ahí me di cuenta del terrible estado del espacio público para los niños”, dice Bueno. La mitad de las aceras son demasiado estrechas y la mayoría tienen obstáculos que impiden el paso de los niños. Apenas el 33% de las vías tienen un límite de velocidad de 30 kilómetros por hora. En más del 80% de los accesos a las escuelas no existen semáforos para peatones ni señalización que advierta que es una zona escolar. En el 58% de las escuelas no hay un paso cebra. Hay niños que recorren dos o tres cuadras desde la salida hasta el sitio en el que están sus padres o el bus. Según el estudio, no había bahía o parqueo para los buses, por lo que  estaban parados en media calle. Según Bueno, la estatura de un niño y su ángulo de vista hace que maximicen las posibilidades de un accidente. “En varias de las escuelas visitadas ya había casos de niños que habían tenido accidentes y terminaron en el hospital”.

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La idea de pensar en ciudades amigables para niños no es reciente. En los años cincuenta del siglo pasado, Aldo Van Eyck, un arquitecto holandés, se dedicó a construir parques en los espacios que habían sido destruidos por la Segunda Guerra Mundial en Amsterdam. Su premisa era desarrollar un número de elementos que motivaran a los niños a saltar, correr, escalar, agacharse, balancearse y gatear, adaptándose a las condiciones específicas de cada lugar. En esa línea, Cristina  Bueno cree que los espacios públicos en Quito aún tienen mucho camino por recorrer.

En 2012, la iniciativa de Unicef Ciudades amigas de la infancia  promovía la conversión de las en espacios incluyentes y comprometidos con el cumplimiento de los derechos de los niños y las niñas. Para lograrlo, se necesita cumplir una serie de requisitos como demostrar los esfuerzos concretos para eliminar la discriminación contra los niños. En América del Sur apenas dos países son parte de esta iniciativa: Brasil, en donde participan diez municipalidades, y Colombia, en donde se está aplicando un proyecto piloto en dos ciudades.

César Mantilla, cree, sin embargo, que Quito sí tiene una política inclusiva para los niños, enfocados en el acceso a la educación y la salud, garantizado, según él, por el Municipio. “Entre los proyectos que tenemos están los guagua centros”, dice citando a los centros de desarrollo infantil, que “ahora son 184 para niños de dos a cinco años”. En 2014, dice el funcionario, eran solo 17. Dice que los centros garantizan el 75% de la alimentación diaria de los niños. Según Mantilla allí se atienden aproximadamente a 10 mil niños. Dice, además, que la atención de los centros infantiles públicos (incluidos aquellos manejados por el gobierno central) “están cerca de alcanzar una cobertura del 50% de los centros existentes en Quito”.

Este tipo de política pública, afirma el urbanista David Hidalgo, está más relacionada con la política laboral: la existencia de los centros infantiles garantiza que los padres se puedan liberar del cuidado de sus hijos para poder trabajar. “Contar con ello, no significa que no se deba invertir más en los niños y espacios públicos adecuados para ellos”. Según Hidalgo, la política de espacios públicos debe estar enfocada a que los espacios sean funcionales para los niños y debe contar con un presupuesto constante para esta finalidad dentro de una agenda municipal. “Nuestros parques tienen una visión muy limitada de juegos estandarizados para los niños, juego en plástico que ya vienen normados cuando la tendencia a nivel urbano es que las zonas de juego se incentive su creatividad, que no todo esté hecho”.

El problema es que, incluso la construcción de parques y espacios de recreación para los niños, es escasa en muchas ciudades de Ecuador, al punto en que incluso la construcción de un parque aunque sea con juegos estandarizados es un avance. Hidalgo destaca que en Portoviejo, ciudad costera ecuatoriana, se han construido dos parques con extensas áreas verdes en los últimos años: La Rotonda y Las Vegas.

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En un cruce entre las avenidas República y Portugal, en el centro norte de Quito, una joven madre intenta cruzar la calle empujando un coche en el que va una bebé de menos de un año. Los autos le pitan, no hay paso cebra ni rampas en las veredas para que pueda subir el coche con facilidad. Cuando el semáforo de los autos se pone en rojo, hace un primer intento de cruzar pero en la esquina un auto que gira por la transversal, pita y le impide pasar. Parece nerviosa. Lleva varios minutos intentando cruzar. Cuando finalmente lo logra, en el parterre del centro hay un basurero que obstaculiza su paso. Un muchacho joven que cruzaba con una mochila en la espalda, al verla en dificultades, se regresa y le ayuda a alzar el coche y juntos logran cruzar la calle.

— Quito es una ciudad que le da prioridad al vehículo, dice Cristina Bueno. La autoridad y quien lo maneja cree que el vehículo es la prioridad.

Si una madre no puede circular libremente por la vía pública empujando un cochecito, ¿cómo puede ser amigable para un niño? ¿O para un anciano? ¿O para una persona con discapacidad?

— El principio que rige aquí es: si una ciudad funciona bien para los niños funcionara para todos, dice David Hidalgo.

Iniciativas como 880 Cities, una organización sin fines de lucro dirigida por el colombiano Gil Peñalosa pretende, justamente, crear ciudades en las que un niño de ocho años y un anciano de 80 puedan circular con absoluta seguridad y disfrute del espacio público. En ese camino, la visión de la empresa privada, aquella que construye casas y edificios es importante: de sus proyectos también se desprenden la visión y las formas en la que la ciudad pasará a relacionarse con los ciudadanos. ¿La prioridad es al peatón o a los vehículos? “Cuando los coches empezaron a invadir nuestras vidas, empezamos a construir ciudades en contra de la gente. Calles de seis vías, avenidas sin sombras, sin árboles”, dice el danés Gehl. En ese sentido, las ciudades se volvieron espacios poco amigables para los peatones, en general, y para las poblaciones vulnerables como niños o personas con discapacidad, en particular.

— Para los niños incluso debe haber criterios en cuanto a los materiales que se utilizan en la construcción de una ciudad. Texturas suaves que asemejan a una alfombra, por ejemplo, para que el caminar por el espacio público venga acompañado para una experiencia lúdica, de juego, dice Cristina Bueno.

En 2017, en Quito, un conductor promedio perdió 31 horas atrapado en el tráfico. Más de un día pasamos encerrados en las cabinas de nuestros carros sin ir, literalmente, a ninguna parte. Esta conclusión es parte de un reporte hecho por la organización Global Traffic Scorecard, creada en 2005 para recopilar y analizar datos sobre movilidad. La cifra da una medida de la pesadez del tráfico quiteño.

La consecuencia directa son ciudadanos agresivos al volante, intolerantes con las bicicletas o los peatones y con prisa constante por llegar a su destino. Una ciudad así no es amigable para nadie. Peor para los peatones, y peor para quienes están en una situación más vulnerable como los niños. Hay formas, sin embargo, de mejorar la ciudad y hay organizaciones que trabajan permanentemente para aplicar esas soluciones.

Pasa, por supuesto, por exigir una política pública inclusiva, pero también pasa por la concienciación de los ciudadanos: somos quienes construyen la ciudad a partir de lo que exigimos a los gobiernos y, también, de cómo nos organizamos en los barrios.

En el Quito Tenis, al norte de Quito, los vecinos se han organizado para una serie de acciones ciudadanas. Una de ellas es para limitar la velocidad a 30 kilómetros por hora para quienes circulan por la zona: el límite está establecido para todas las calles, independientemente de que haya o no escuelas o centros infantiles cerca. Es una pequeña acción que demuestra que con voluntad puede haber cambios.La zona tiene varios parques y es normal ver peatones, niños, mascotas y ancianos, caminando por las calles.

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Copenhague, la capital de Dinamarca, elegida varias veces la mejor ciudad para vivir, según la revista Monocle, tiene como meta convertirse en 2025 en la primera capital del mundo neutral en emisiones de carbono. Están convencidos de conseguirlo: desde 1990 han reducido las emisiones un 40% y desde 1980 el PIB de Dinamarca ha subido un 80%, pero el consumo energético se ha mantenido al mismo nivel, según datos publicados por diario El País.

Esta ciudad era distinta, pero sus ciudadanos exigieron cambios. En los años sesenta del siglo pasado, había tantos vehículos como en cualquier ciudad europea. Jan Gehl fue uno de los primeros en presionar y exigir a las autoridades locales cambios para que Copenhague fuera una ciudad más habitable. En 1973 los daneses estaban ya exigiendo a sus gobernantes que apoyaran otras formas de transporte como la bicicleta. Por esa presión ciudadana, Copenhague se convirtió en una de las primeras ciudades en peatonizar varias zonas del centro hace más de seis décadas.

Con esa misma iniciativa Gehl ha sido el artífice de la peatonización del Times Square Center en Nueva York. “Fuimos pioneros en el estudio y la defensa de la calle para la gente. La colaboración de los políticos fue clave. Cuando me retiré, la entonces alcaldesa me envió una carta en la que me decía que si los arquitectos no nos hubiéramos atrevido a plantear la salida de los coches, ellos no hubieran sabido hacer de Copenhague la ciudad más habitable del mundo”, dice Ghel en una entrevista a diario El País.

Esa quizás es la clave para empezar: ciudadanos organizados presionando por cambios concretos que incluyan a las poblaciones más vulnerables. Si un niño pequeño puede caminar sin que haya el riesgo de que se caiga en una alcantarilla porque la tapa ha sido levantada, o una persona en silla de ruedas tiene facilidad para movilizarse porque hay rampas adecuadas en las veredas, entonces podremos decir que las ciudades están pensadas en sus habitantes.


Este reportaje es elaborado gracias al apoyo del Programa Ciudades Intermedias SosteniblesLOGOimplementadaALTA 300x116