Cuando tenía once años Gaby fue violada por Alberto, su padre: en su cuarto, en la sala, en cualquier lugar de la casa donde nadie se diera cuenta. Su padre la golpeaba a ella y a su madre. Les decía que las iba a matar. Pero cuando Gaby le contó a su mamá sobre la violación, ella no le creyó. No es poco común en el Ecuador: según el Instituto Ecuatoriano de Estadísticas y Censos (Inec), a 1 de cada 3 víctimas de abuso sexual no les creen. Cuando Gaby quedó embarazada de su padre, su mamá tampoco le creyó. Cuando parió estaba terminando el quinto grado. Tenía apenas 12 años y un 60% de discapacidad mental. Su madre decía que era el hijo de un compañero de la escuela. Víctima de incesto, fue forzada a parir. Fue obligada a ser mamá. Y cuando intentó dar a su hijo hermano en adopción, un juez le negó la posibilidad.

No pasó mucho tiempo para que la escuela de Gaby se enterara del abuso y lo denunciara a la Fiscalía. La investigación previa duró dos años. Dos años en los que  Gaby siguió conviviendo con su abusador, en la misma casa. Alberto fue llevado a juicio y sentenciado a 29 años de prisión por el delito de abuso sexual a una menor —el incesto como delito no está penado en Ecuador. A pesar de las pruebas, su madre siguió sin creerle a Gaby. Su casa ya no era un lugar seguro. Ella y su hijo, Adrián, fueron trasladados por la Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen) a una casa de acogida en Quito.  Pero las cosas no mejoraron mucho para Gaby ahí: su hijo era el recordatorio de la violencia que sufrió.

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Dos años después del nacimiento de su hijo, Gaby seguía sin quererlo. Sentía rechazo hacia él porque se parecía mucho a su padre. Las trabajadoras sociales y psicólogas de la casa de acogida escribieron en sus reportes que en las sesiones de terapia Gaby decía que quería darlo en adopción para que su hijo tenga un hogar donde lo cuiden mejor que ella, que en la escuela sus compañeros la molestaban diciéndole ‘señora’. Cuando le preguntaron cómo se sentía tener un bebé, respondió que no le gustaba, que ella no quería ser madre ni sabía lo que le pasaba. Ese rechazo a su maternidad comenzó a proyectarse en negligencia hacia Adrián: no le hacía caso cuando lloraba, no le tenía paciencia, lo maltrataba, no le daba el amor que el niño le pedía. Era una niña que no sabía  cómo ser mamá. La niñas no tienen por qué saberlo. Las trabajadoras sociales y psicólogas de la casa de acogida solicitaron judicialmente  la separación de Gaby y su hijo. Pero el juez la negó: dijo que no podía irse en contra del concepto de familia consagrada en la Constitución y separar a una madre de su hijo .

El juez que ordenó que Gaby fuese a terapia psicológica para que pueda “superar el posible trauma psicológico y propender que la madre acepte a su hijo”.  Según Mayra Tirira, abogada de Gaby, la decisión y la voluntad de Gaby quedaron completamente anuladas. “Es una maternidad forzada”. Como si querer ser mamá es un afecto que se pudiese generar por orden judicial.  

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La tragedia de Gaby y Adrián empezó mucho antes de que ambos pisaran este mundo: a finales de la década de 1980, hubo denuncias de que niños ecuatorianos eran entregados en adopción a extranjeros sin seguir el proceso de adopción establecido en la ley: llegaba un gringo, le entregaban al niño y se iba.  

En paralelo, crecía el número de denuncias de niños desaparecidos a manos de una banda que los secuestraba y los vendía fuera del país al mejor postor. Para detener la trata, el Congreso ecuatoriano aprobó una propuesta de reforma al código de la niñez impulsada por el Ministerio de Bienestar Social (hoy MIES), la organización sin fines de lucro Defensa de los Niños Internacional y Unicef. La reforma prohibía la adopción directa con tres excepciones: cuando el niño era adoptado por sus familiares, por el cónyuge del padre o la madre, o cuando había estado bajo cuidado de la persona en acogimiento familiar por más de dos años. “La idea es que los niños entran al programa nacional de adopciones para que sea este programa el que encuentre la mejor familia para el niño”, explica el abogado Farith Simon. “Pero la formalidad no significa que se respeten los derechos de los niños. En Ecuador se ha reemplazado la esencia por la forma”. Por seguir las reglas establecidas, se ha olvidado el objetivo principal de garantizar el derecho de los niños a tener un hogar donde sean cuidados, protegidos y respetados.

Desde la reforma de finales del siglo pasado, dar en adopción a un niño en Ecuador es un proceso más largo y, a veces, tedioso. Un niño o adolescente puede ser declarado ‘en adoptabilidad’ en cuatro circunstancias: si está en orfandad, si es que es imposible determinar quiénes son sus padres o familiares hasta el tercer grado de consanguinidad, si sus padres han sido privados de ejercer sobre él la patria potestad (derechos y obligaciones de los padres sobre sus hijos para su desarrollo integral), o por consentimiento del padre, la madre o ambos (si es que no han sido privados de la patria potestad). Una vez que un niño o adolescente está en una de estas circunstancias, las Unidades Técnicas de Adopciones manejadas por el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES)  y los jueces de Niñez, Familia y Adolescencia siguen un proceso para que el niño sea declarado apto para ser adoptado. El recorrido que se escribe tan breve en papel, en la realidad puede tardar meses, años, y los procesos no siempre funcionan sin fallas.

Si una mujer o una niña quiere dar a su hijo en adopción debe ir a la Unidad Técnica de Adopciones y decir que no quieren cuidarlo. Ahí, se supone, le dicen que el proceso no es revocable, el niño recibe una medida de protección —ordenada por un juez para evitar que sus derechos sean vulnerados— y es llevado a una casa de acogida. Según la directora de adopciones del MIES, Indira Urgiles, la madre solo tendría que presentarse dos veces para que el proceso avance: cuando se da el consentimiento para la adopción y en una audiencia en la debe ratificar su decisión ante el juez.

Si la mujer ratifica, el juez puede ordenar la reinserción familiar, e intentar que los familiares cercanos y lejanos cuiden al bebé.  Este proceso ocurre porque, según la declaración de los principios para la protección y bienestar de los niños en adopción de las Naciones Unidas de la que es parte el Ecuador, la prioridad del Estado es que los niños estén a cargo de sus padres. Para la abogada de de Gaby, Mayra Tirira, esto es “gravísimo porque si tú lo quieres dar en adopción es porque tu  no quieres ver al niño”.  Según el MIES, hasta junio de 2018 se lograron 330 reinserciones familiares a nivel nacional. Todavía hay más de 2 mil 200 niños en proceso. Cuando los familiares no responden a la reinserción de forma positiva, y  no hay las condiciones necesarias para que un niño pueda desarrollarse en ese entorno, el Estado declara  la privación de patria potestad y el niño es declarado ‘adoptable’.

Los intentos de que la reinserción funcione puede tardar meses o años.  “Nos demoramos mucho en darnos cuenta de que una familia no responde a restituir los derechos de los niños entonces son intentos fallidos tras fallidos de reinserciones familiares”, dice Urgiles.

Según el abogado Simon, como los jueces no confían lo suficiente en el trabajo previo que se realiza en las casas de acogida hay muchos retrasos. Además, dice que como los jueces son de ‘niñez, familia y adolescencia’, los asuntos de niñez son menos importantes. “En un divorcio es dos adultos disputando, pero en el caso de protección de niños no hay quiénes empujen esos procesos”, explica el abogado. «Entre la desconfianza en el sistema y falta de prioridad de los casos de niñez y adolescencia hace que esto sea un nudo, una traba”.

Mientras dura el proceso para la declaratoria de adoptabilidad, la mujer o niña sigue al cuidado del bebé, obligada a cuidarlo, siendo ignorada en su deseo de no hacerlo.  “La ley de adopción está diseñada para que la madre en algún momento decida quedarse con su hijo”, dijo Virginia de la Torre sobre este proceso en una entrevista en GK. Dice que es brutal: no solo es violencia para la mujer sino para el niño que espera por un hogar.

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Gaby no está sola: como ella hay dos mil setecientas niñas menores de 14 años son embarazadas cada año. Según la ley ecuatoriana, cualquier relación sexual con una menor de catorce es una violación. Ninguna de ellas podía abortar porque está penalizado en Ecuador. Tampoco podían dar en adopción a sus hijos antes de que nazca porque tampoco está permitido. No les queda más que parir y hacerse cargo de un niño que nunca quisieron.

La directora de adopciones del MIES, Indira Urgiles,  acepta que hay  dificultades en el proceso. Ella dice que son necesarias varias reformas en el Código de la Niñez y Adolescencia, en especial a cómo se aplica la reinserción familiar porque “debería existir una excepcionalidad en los casos en los que haya sido producto de violencia sexual”. Además, considera que debe haber un número límite de intentos con los familiares para que el proceso no se demore tanto. Cuando le hablé del caso de Gaby, respondió que se debería dar la “supremacía del interés superior del niño y en este caso al niño debería asegurarsele una familia”. Agregó que la reinserción no funciona si es obligada. Es exactamente lo que pasa con Gaby.

A pesar de las terapias ordenadas por los jueces, Gaby seguía rechazando a su hijo. Lo ignoraba, lo maltrataba, le gritaba. Después de un año, Gaby ahorcó a su hijo porque no paraba de llorar. La casa de acogida solicitó al juez que se revise la negativa de la separación. A comienzos del 2018, el juez aceptó separarlos temporalmente, no sin antes decir que “el Estado garantiza y protege a la familia como célula fundamental de la sociedad”. Adrián fue enviado a una casa de acogida diferente y Gaby se quedó en la que estaba. Todo mejoró para ambos.

Gaby estaba mejor sin Adrián, ni siquiera preguntaba por él. Se sentía libre, más relajada, contenta.  Adrián también estaba mejor: cuando estaba con su mamá se ponía tenso y retraído pero lejos de ella, era más alegre y relajado. Era evidente que la separación es lo mejor para los dos. Pero llegó el día de la última audiencia a finales de agosto y el juez no les concedió la separación definitiva. “El día de la audiencia Gaby estaba nerviosa, y cuando el juez le preguntó, ‘¿quieres ver a tu hijo?’, ella dijo que sí porque se sentía presionada y confundida”, explica la abogada Tirira.

Esa única respuesta  bastó para que el juez ordene visitas entre Gaby y Adrián. Dijo que “no separaría a una madre del seno de su hijo”, y que no le habían puesto suficientes informes de que fuese necesario. Ignoró todo: los maltratos, la negligencia, los reportes de las psicólogas que confirmaban que los dos están mejor separados, los deseos constantes de Gaby de darlo en adopción.

El problema, según Tirira, es también que la maternidad es glorificada en el Ecuador. La ley vigente y las decisiones que toman los jueces lo demuestran. Una mujer (o niña) es madre antes que nada más. Por su discapacidad mental, Gaby recibe el bono de desarrollo humano. Pero el dinero era cobrado por su padre. Cuando él fue a la cárcel, por su madre. No le daban nada a Gaby por lo que, en la misma audiencia, Tirira solicitó que se le entregue directamente a Gaby. El juez dijo que no porque seguía  siendo menor de edad. “No puede cobrar el bono porque es una niña pero no es una niña para ser madre”, dice Tirira. Ahora están buscando qué estrategia utilizar para que Gaby y su hijo puedan acceder a una reparación integral.

La imposición de la maternidad en Ecuador sucede casi a diario. No importa si es una niña de 11 años, como Gaby, víctima de incesto, o si es una mujer pobre de 40 años que no puede mantenerse sola. Si quedamos embarazadas, el Estado nos obliga a ser madres: no podemos abortar de forma segura, si abortamos vamos a prisión, y si queremos dar en adopción, los procesos son tan enredados que el simple paso del tiempo nos obligará a llevar esa maternidad. La realidad que nos obliga a ser madres. Como Gaby. Como las más de dos mil niñas que son madres cada año en Ecuador. Seremos madres o no seremos.

*Los nombres de Gaby, su padre y su hijo son nombres protegidos.