Esta es una historia de dicotomías. Dos partes y nosotros en el medio. Un enfrentamiento entre héroes y villanos, y de entrada sabemos que el hombre de los cameos, el que pareciera que siempre fue viejo, es el que sale ganando. Stan Lee como Steve Jobs. No es quien originó la movida, pero sí quien dotó de un aura de magia a ese universo de héroes, dioses y seres galácticos muy parecidos a la humanidad de los años sesenta. Esa magia que creó —no toda, desde luego— ha hecho que Marvel esté a la cabeza del mundo como una experiencia superior que la de ese otro monstruo de los cómics, llamado DC. Es más, ¿alguien, que no sepa de cómics, puede decir el nombre de otra persona importante en el desarrollo de estas narrativas?

La respuesta está implícita.

Tenía 95 años. Y es bueno que un cuerpo no resista para tanto. Lee junto a Jack Kirby consiguieron universos distintos, decidieron cumplir la orden de gerencia de enfrentarse a la santísima trinidad de los superhéroes —Superman, Batman y Mujer Maravilla— y buscaron un giro, algo que le diese más sentido a la obra que intentaban.

Stanley Martin Lieber quería ser un escritor serio, así que decidió usar un seudónimo en el mundo del cómic, el trabajo que le daba de comer a diario. De la desesperación surgen los cambios, los pequeños giros y guiños. Empezaron con Los 4 Fantásticos, donde los personajes no tenían identidades secretas y, además, había una relación amorosa entre Mr Fantastic y Sue Storm, y una relación fraternal entre Sue y Johnny Storm, la Antorcha Humana. El mundo estaba cambiando a mediados del siglo XX, ¿por qué no los superhéroes? Tanto Lee —como escritor— y Kirby —como dibujante— estaban en sintonía con el zeitgeist del momento.

En estos mundos que inventaron, los pies se asentaban muy bien sobre la tierra. No había Metrópolis, Ciudad Gótica o Ciudad Central. No. Estaba Nueva York, estaba San Francisco. Y estaban Spiderman, Thor, Ironman, Hulk…

Como un buen Steve Jobs, Stan Lee empezó a encargarse del negocio, a decidir desde la posición de editor, a mirar la big picture. La distancia con Kirby fue dura. Se dejaron de hablar, se pelearon, no decían cosas lindas el uno del otro. Escoja el héroe y el villano. Si me preguntan, el villano es Lee. Y Jack Kirby salió perdiendo y por creces —por el tema de las regalías y esas cosas. Pero hasta hoy ha corrido mucha agua debajo del puente como para mantener algún tipo de ira hacia Lee.

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La segunda parte de esta historia tiene como protagonista al repunte de Marvel a través del cine, también de la mano de Lee, quien dejó Nueva York en los ochenta y se fue a California. A insistir. La película de Superman (1978) fue un éxito rotundo, y él vio una nueva posibilidad. Pasarían casi 30 años para que esta mirada surtiera efecto real.

Y ahí lo tenemos. Ese anciano bonachón, gracioso: capaz de burlarse de él mismo, de ser un bibliotecario, mensajero de Fedex, conductor de bus, Larry King, un paciente en un asilo, el peluquero de Thor, un soldado de la Segunda Guerra Mundial. Lee se volvió marca y si bien ya estamos muy alejados de su influencia central en el mundo del cómic, queda claro que lloramos porque inició todo, reformuló las cosas. Fue el Martín Lutero que necesitaban los superhéroes, un contador de historias; alguien interesado en los conflictos personales, en que los seres que dibujaron tuvieran algún tipo de profundidad.

Es sencillo verlo como el responsable de eso.

Como el Alfa.

El One Above All —esa especie de dios dentro del Universo Marvel.

Por eso lloramos, porque cada vez hay menos como él. Y porque la galaxia —especialmente la creada por él— se seguirá moviendo.