El periodista Rafael Cuesta parecía no entender lo que su entrevistado, el expresidente de la República Abdalá Bucaram, le estaba diciendo. “Me treparon a un caballo”, dijo Bucaram para explicar un dolor de espalda causado —según él— por el trajín de su breve retorno al Ecuador en 2005. “El caballo empezó a escupir espuma”. Cuesta asentía con la cabeza. “Me tocó darle respiración boca a boca”, le dijo Bucaram. Cuesta no se detuvo en la inverosímil imagen de un expresidente de la república resucitando un equino, sino que vió, sonrió y siguió cortésmente a preguntar sobre el futuro del país. “¿Qué puede hacer Abdalá Bucaram ?, ¿qué quiere hacer por el Ecuador?” fue su siguiente pregunta, como si todo cupiese dentro del relato normal. Ahora que el gobierno de Lenín Moreno lo recibió en Carondelet por el aniversario de la firma de la paz con el Perú, el silencio mediático sobre esa invitación evoca a aquella vez donde, también, lo inverosímil sucedía y era pasado por alto.


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En retrospectiva, aquella vez fue una omisión entendible: Bucaram conversaba rápido (como siempre), fue digresivo (como siempre) y su timbre de voz subía a agudos inesperados cuando se emocionaba (como siempre). En relación con el resto de la entrevista, la anécdota de “boca a boca a un caballo”  —que pudo haber sido un chiste o una ficción piadosa para compartir entre amigos— perdió importancia. Un comentario así, de otro político, difícilmente habría sido ignorado. Pero era Bucaram, y después de hablar de la división de la tierra entre los hijos de Abraham, de la inflación, del éxodo judío, de la Revolución Cubana, de imitar a Álvaro Noboa (llamándolo “patuchito, pipón y feo”, y pidiéndole disculpas a Cuesta por lo de patuchito), de la dolarización, entre otras cosas en una primera ráfaga de nueve minutos, la omisión de Cuesta adquiría sentido. No cabía indagar más, porque no faltaría el show y el absurdo. Era una omisión freudiana, que revelaba y delataba, como un desliz de boca, lo que Cuesta ya esperaba o pensaba de su entrevistado.   

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Así también fue la omisión (y el gesto) del gobierno al invitar a Bucaram a la ceremonia por la celebración de los 20 años de la suscripción del Acuerdo de Paz de Brasilia, con el que terminaron 170 años de conflictos territoriales entre Ecuador y Perú. No fue nada muy conspicuo, nada que parezca merecer la atención de los medios. Bucaram no dio declaraciones a la prensa, ni gritó, ni hizo proselitismo. Y de los medios, supuestos escrutadores minuciosos de los movimientos del gobierno, un mutismo equivalente.

El silencio mediático pero, sobre todo, el gesto del gobierno, fueron también un desliz freudiano: revelaron el tipo de motivaciones detrás del discurso anticorrupción del gobierno. La invitación a Bucaram, como pasar por alto su historia del rcp al caballo, es delatadora: desde el inicio de su administración, el presidente Lenín Moreno ha sido ambivalente en temas sociales y económicos, pero estridentemente enfático en el frente de la lucha contra la corrupción del gobierno anterior (del que hizo parte por seis años como Vicepresidente).

Aferrado a ese discurso, el todavía incipiente morenismo buscó diferenciarse y definirse, a pesar de no tener un proyecto político claro. Ha sido una administración reactiva: sensible al hastío y a la indignación que generaron los escándalos de la época de Correa, cada vez más frecuentes, dramáticos y determinantes.

El (relativamente) mayor de todos estos casos sucedió el 21 de octubre de 2018, cuando el exsecretario de Comunicación Fernando Alvarado se sacó el grillete electrónico y despareció de los radares policiales. El escape detonó la respuesta más virulenta del gobierno de Moreno. Era otro escándalo —hasta ahora el de la trama más dramática. Tras la fuga del ex secretario de Comunicación de Correa hacia un país que le habría dado asilo (aunque lleva días aún sin anunciar cuál es) Moreno avisó que no habría tregua: toda la cadena de responsabilidad de Rehabilitación Social del Ministerio de Justicia, incluyendo a los operadores del ECU-911 que estaban a cargo del monitoreo del grillete electrónico de Alvarado, fueron destituidos. Se puso en mora a los altos funcionarios del ex gobierno (curiosamente, tanto Moreno como la vicepresidenta Vicuña entrarían en esa categoría). Parecía que se declaraba una guerra de ribetes cinematográficos, con espías e infiltrados incluidos. La última gota había rodado por el borde de la copa del gobierno de Moreno: se declaraba en guerra con la corrupción correísta.

Corrupción correísta: es una especificación importante. El proyecto por erradicarla ha estado repleto de símbolos y de proclamas. Desde el inicio, con la salida del exvicepresidente Jorge Glas, Lenín Moreno ha convertido a la cirugía para extirpar la corrupción en su proyecto principal. El proceso ha sido profundamente mediático. Al serlo, replicó la dinámica del escándalo que caracteriza al mundo actual. Correa, en ese sentido, intuyó una estrategia (atribuida a Jaime Durán Barba) del gobierno actual para deslegitimar al suyo : “un escándalo por semana” para distraer a la ciudadanía de los problemas de fondo. La culpa, a 18 meses de gobierno, sigue siendo de Correa.

La invitación a Bucaram no es solamente ausencia de memoria histórica. Es una delación: no existe tal “lucha contra la corrupción”, sino tácticas cortoplacistas y coyunturales para desmontar el entramado de corrupción anterior. Pero solamente el anterior, porque el gobierno de Abdalá Bucaram fue uno de los más cortos y más corruptos en la historia del país. Si el Loco volvió, fue solamente por un tecnicismo legal, ya que los juicios en su contra prescribieron. La ley vigente en esa época decía que no se podía juzgar a una persona en ausencia y, como Bucaram pasó casi ininterrumpidamente los últimos 20 años en Panamá, sus casos se estancaron. Sin embargo, ahí estaba, de terno y serio, entrando al palacio del que rehuía cuando debía habitarlo porque, decía, lo espantaban los fantasmas que lo habitaban. La presencia de otro expresidente, Rodrigo Borja, que terminó su mandato y al que muchos podrían endilgársele, menos corrupto, daba la talla de la indiferencia del Ecuador: no hay cargos históricos de larga data para nuestros políticos, sino solo conveniencias —de la regalada gana pasando por la revolución ciudadana y llegando al enigma del morenismo que vive del día a día.

La forma es fondo en la política. Mientras el gobierno dice combatir la corrupción del correísmo —con intrigas al estilo de Game of Thrones incluídas—  reivindica simbólicamente a Abdalá Bucaram. No fue por olvido. Los escándalos a los que hemos estado expuestos han mitigado el efecto del bucaramato, lo han anulado. La criticidad de ciertos medios parece también tan fijada en Correa que los actores de la política actual (por más sórdidos que puedan ser) pasan desapercibidos.

No se trata de liberar de responsabilidad al gobierno anterior en la corrupción que lo atravesó. No se trata de aceptar las disculpas de las cantidades mínimas o de los acuerdos entre privados, sino de no ser ciudadanos desde el miedo: tan preocupados de que no vuelva un mal del pasado, ¿qué estamos permitiendo hoy?

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Es otra cara de la posverdad. El término, inventado por David Roberts, para describir políticos que negaban el calentamiento global a pesar de las evidencias científicas, cobró vigencia en 2016 entre periodistas y pensadores como una forma de entender la estrategia mediática del presidente de Estados Unidos,  Donald Trump: cuando el escándalo se normaliza y produce serialmente, pierde valor. Nos acostumbramos a consumirlo. Al hacerlo ignoramos información importante, y nos obsesionamos temporalmente con datos superficiales.

Quizás Bucaram nunca juntó labios con ningún caballo. Eso nunca lo sabremos. Lo que sabemos es que en seis meses después del 10 de agosto de 1996, su gobierno acumuló casos de corrupción legendarios incluyendo a una ministra de Educación que plagió una tesis doctoral, el primer millón de su hijo Jacobito tras encargarse brevemente de aduanas, sin contar la violencia retórica y real de  Alfredo Adum, su ministro y hombre de confianza. Sus espectáculos lo llevaron al poder y sus escándalos y corrupción lo sacaron en febrero de 1997.

El Bucaramato fue un periodo descaradamente corrupto en la historia del Ecuador. El regreso de su figura protagónica a Carondelet no puede ser ignorado como un detalle anecdótico, o una cortesía de un Presidente a otro. Si para el gobierno invitarlo fue un desliz freudiano (como la omisión de Cuesta), para nosotros debería ser una alerta.