Yo tenía celos de Anthony Bourdain. Hace años, cuando empezamos a ver su programa juntos, mi pareja de entonces me advirtió que, sin importar qué pasara con nuestra relación, ella me dejaría sin pensarlo por él. De tener la oportunidad, me abandonaría por una travesía a tierras desconocidas o por una noche de pasión, cócteles y recetas extravagantes. Para ella daba igual. Para mí, era entendible. Bourdain era un Indiana Jones gastronómico, un chef carismático que podía escribir y describir al mundo y toda su complejidad desde la sazón, los aromas y las texturas de la comida. Incursionaba en huecas sin miedo a las repercusiones estomacales —yo todavía sufro los efectos devastadores del colon irritable— y llegaba a lugares de contextos tan opuestos como la franja de Gaza, en Palestina, y Virginia del Oeste, un estado conservador de los Estados Unidos. Comiendo y conversando sobre lo más cotidiano, Bourdain — quien se suicidó la mañana del viernes 8 de junio de 2018— nos recordaba, casi sin que nos demos cuenta, de una verdad tan redundante como necesaria: “Todos comemos”.
Cuando Bourdain probó el ceviche de Puerto López, en Manabí —para un episodio de No Reservations sobre Ecuador— parecía casi ofendido al ver que se servía con salsa de tomate. “¿Qué diablos es eso en mi ceviche?” dijo impresionado. Bourdain no tenía pelos en la lengua.
Aunque decía lo que pensaba de los platos que encontraba y de las realidades que visitaba, también escuchaba y aprendía. Sus viajes no eran los del observador o del voyerista antropológico típico. Comiendo y sentándose a comer, Bourdain desafiaba la dinámica del hombre blanco que se aventura al mundo de lo exótico a estudiarlo o descubrirlo. El no descubría a nadie, excepto quizás, a sí mismo. Tampoco pretendía hacerlo. “Dios no quiere que pongamos ketchup en el ceviche”, bromeó con el actor ecuatoriano Andrés Crespo, que lo guiaba por la cocina playera. Después de probarlo, Bourdain se desdijo: “Está rico”, reconoció risueño.
Dios no quiere que pongamos ketchup en el ceviche, pero es lo que hay.
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Es lo que hay. Bourdain demostraba de forma amena lo que la antropología ha tratado de decir por años de formas mucho más densas y enredadas: que la cultura no es más que nuestra forma de dar sentido, significado, a nuestra realidad material.
Lo hacía con encanto pedagógico y conciencia política, contando historias de la cotidianidad de la gente que conocía. “Soy siempre el más tonto en el cuarto donde sea que vaya”, decía en una entrevista para la revista New Yorker. Esa actitud es palpable. Su honestidad no se sentía arrogante, sino espontánea y amigable. En Islandia, en un episodio de No Reservations calificó al tiburón fermentado que prueba como ‘asqueroso’. Sin rodeos ni corrección política, su humor honesto tiraba al piso a la relación entre el visitante y el anfitrión, y la dejaba en un plano totalmente horizontal: era siempre de tú a tú.
Bourdain nos contó los secretos que escondía el mundo de la alta cocina neoyorquina. Fue en un ensayo que publicó en la revista New Yorker que se titula No comas sin antes leer esto en el que el chef le quitaba el velo glam a lo más conspicuo del panorama culinario de su ciudad.
La franqueza total de su texto —donde describía a las cocinas como espacios enclaustrados violentos, ebrios y tóxicos, y comparaba a sus ocupantes con una banda de marineros malditos sin lealtad a ninguna otra bandera que la propia— lo lanzó al estrellato. La industria restaurantera está basada en un truco: la ilusión del disfrute sin preocupaciones. Se suponía que nadie quería saber cómo la comida del plato terminaba siendo la comida en el plato, pero cuando Bourdain lo contó, el mundo se fascinó al punto que lo convirtió en uno de los más célebres autores gastronómicos Su cara pasó de televisor en televisor, sin perder su cercanía y frescura.
Helen Rosner lo dijo el mismo fatídico viernes en que lo perdimos: “La fama de Bourdain no era la distante y laqueada de los actores o los músicos, empaquetada y vendida como un catálogo de estilo de vida. Bourdain era como tu hermano, tu tío chévere, tu papá en su imposible versión cool, tu amigo más real e inteligente, que salía caminar tras unas cervezas una noche y terminaba en frente a unas cámaras de televisión y decía quedarse ahí”.
Nadie estuvo fuera del alcance de la franqueza de Bourdain. Cuando el reconocido chef Mario Batali, acusado de acoso sexual, intentó regresar a la escena pública, Bourdain, quien lo admiraba y consideraba su amigo, le dijo, públicamente: “Retírate y considérate afortunado. Lo digo sin malicia, o sin mucha malicia. No perdono. No puedo pasarla página. No puedo, y ese soy yo, alguien que realmente lo admiraba y pensaba lo máximo de él”. Bourdain, el cocinero con aspecto de chico malo, había escogido a la verdad y las víctimas antes que a las celebridades y las poses.
Es quien era. Porque Anthony Bourdain, lo dijo Rosner pero lo pensábamos todos, construyó su carrera diciendo la verdad.
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Después del suicido de Bourdain, los tributos en medios destacaron virtudes tan diversas como los lugares que visitó. Su storytelling, su humor, la filosofía detrás del viaje y la aventura. Era un hombre que encantaba. Sus sitios eran las huecas, los rincones gastronómicos de cada país donde se comía cotidianamente. Podía sentarse a conversar con el presidente Obama en un banquito de plástico en Hanoi, Vietnam, tomando una cerveza de dos dólares, probar los platos, reir y a la vez hablar de los efectos de la Guerra de Vietnam en ese país. Así como había retratado la cruda realidad detrás del fine-dining y de la industria gastronómica de Nueva York, sus encuentros con frecuencia celebraban el encanto, el sabor, de los comedores populares en el mundo.
Esas experiencias lo habían convertido en alguien sensible y atento a las realidades de los desprotegidos e ignorados en general. Sobre los migrantes en Estados Unidos, por ejemplo, Bourdain siempre destacó su admiración por su trabajo y compromiso. Después del triunfo de Trump, su voz en defensa de ellos fue aún más vigorosa. “Hombre, mujer, gay, hetero, legal, ilegal, país de origen— ¿qué importa? O puedes hacer un buen omelet, o no.” Tampoco le interesaban los clichés y aunque denunciaba firmemente violencias como las de Israel sobre la franja de Gaza, sus entrevistados no eran retratados como simple víctimas. En la comida, Bourdain encontraba la resistencia y el poder de lo cotidiano.
Como dice el escritor Damon Young, las virtudes de Bourdain eran destacables porque no deberían ser destacables. Bourdain no era un benefactor sino un hombre decente, empático, auto-crítico. Pero a través de la comida, de lo particular de los mundos que visitaba, volvía inconfundible, imborrable a esa humanidad de todos. “No somos tan diferentes” es la paradójica observación que hace en una entrevista para la New Yorker.
En Virginia del Oeste, el corazón del voto republicano, conservador, Bourdain dijo haberse sentido sorpresivamente cómodo, feliz. Siéntate a comer con alguien, escucha, y te das cuenta de que “todos hacemos lo mejor posible”.
¿La salsa de tomate en el ceviche? Hacemos lo que podemos con lo que hay. A veces esto resulta en platos deliciosos, otra veces no. Algo así pasa con la política y la religión. Como una versión más poética, del libro infantil Todos hacemos caca de Tarō Gomi. Todos comemos.
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Cuando yo vivía en Nueva York trabajé por meses en un restaurante etíope. La mayoría de los platos se servían sobre una cerámica redonda que se colocaba en el centro de la mesa, cubierta de pan injera. El pan —ligero, poroso y un poco dulce— se utilizaba para comer con la mano. Según la chef, comer con la mano es una forma distintiva de relacionarse con la comida y, por eso mismo, con el mundo. La experiencia táctil era tan importante como el sabor. “Chuparse los dedos” es darse cariño a uno mismo, bromeaba. Todos de un mismo plato, comiendo con la mano.
No todos quienes llegaban se sentían cómodos con la experiencia y muchos pedían cubiertos. Para la chef esa gente “probablemente era pésima en la cama”. Lo decía medio en serio, medio en broma, pero para ella demostraban que no eran capaces de sentir con su cuerpo al otro, de arriesgarse y disfrutar de hacerlo.
Eso es lo que hacía Bourdain. Anthony Michael Bourdain, hijo de un francés y una estadounidense, jamás habría pedido cubiertos, jamás habría querido imponer sus cánones en las mesas ajenas. Él comía como comen los otros, a los que siempre nos dijo la verdad, mientras nos enseñaba el mundo, y nos recordaba que todo estamos haciendo lo mejor que podíamos.