Cuando se confirmó el asesinato de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra traté de imaginar cómo habrían doblado las campanas para anunciar su inverosímil cruel injusta innecesaria muerte.

Fue un recuerdo ajeno y de otro tiempo, solo vivido a través de la tradición oral: mi abuelo fue director del hospital de una compañía minera al sur del Ecuador, y mi mamá nos contaba que, cuando había una tragedia en la mina, las campanas tenían un tañido particular. Era un repique desesperado e incesante —el llamado de lo urgente, de lo impostergable. Pero no era solo el aviso del desastre (por lo general, un derrumbe) sino que, en su lengua bronza, pedían a quien sea que escuchara que hiciera algo.

No tardé en suponer que en la hora triste del jueves 12 de abril de 2018, las campanas habrían repicado con desesperación. Tardé unos días en entender que, como los tañidos de las tragedias de los pueblos mineros del Ecuador, esas campanas nos llamaban —nos siguen llamando— a hacer algo.

Suenan las campanas. Por Efraín. Por Javier. Por Paúl.

Suenan y no se cansan.

Nadie se cansa.

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Ahora lucen graves, solemnes y estáticas pero, durante siglos, las campanas fueron lo que hoy son los medios de comunicación. Su potente tañido llegaba lejos. Era inconfundible: las campanas hablan con la úvula. En esos tiempos, la golpeaban contra su paladar fundido a 900 centígrados y no había que saber leer ni hablar idiomas propios o foráneos para entender lo que anunciaban.

Había un toque para advertir que alguien se había perdido, otro para abrir los días de fiesta, otro para informar que un niño que no había hecho la primera comunión había muerto. El que se habría escuchado en la hora más triste del periodismo ecuatoriano tiene nombre propio: a rebato.

Se tocaba con la urgencia de quien pide auxilio, y era tal su apremio que no había que esperar al campanero: debía tocarlo quien primero llegara al campanario. María Moliner, en su diccionario del uso del español —al que García Márquez llamó el más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana—, dice que a rebato es tocar las campanas para alertar al pueblo de una incursión enemiga. “Hacerlo para avisar de cualquier otro peligro o siniestro; por ejemplo, para llamar a apagar un fuego. 2 *Avisar de una catástrofe inminente”.

Cuando el sentido común mandaba huir de Mataje porque los soldados —valientes, preparados, armados— caían a manos de las disidencias narcotraficantes de la guerrilla colombiana, el oficio ordenaba enfilar en aparente contrasentido: había que ir a la frontera.

Y había que volver para contarlo. Nadie se va pensando en que no regresará, porque parte fundamental de este trabajo es retornar: para dar aviso del peligro, del siniestro, para avisar de la catástrofe inminente que se cuece (quién sabe desde cuándo, quizá desde siempre) en Esmeraldas. Para escribir y publicar a rebato. Para que acuda el pueblo —el país el Estado la sociedad pongan ustedes— a hacerlo algo.

Porque  los medios de comunicación son lo que durante siglos fueron las campanas, que hoy lucen graves, solemnes y estáticas.

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A la una de la mañana del 27 de marzo de 2018, nos despertó el primer anuncio de la desgracia: el gobierno nacional confirmaba que Javier Ortega, Efraín Segarra y Paúl Rivas habían sido secuestrados por un grupo armado comandado por Walter Patricio Arízala, alias Guacho, un disidente de las FARC que opera en  —y aparentemente controla— buena parte del suroeste de Colombia.

Para el Ecuador, Guacho era un desconocido. Según el comandante general de la Policía del Ecuador, se enteraron de quién era en octubre de 2017, cuando sus pares colombianos les notificaron que era el responsable de una masacre de campesinos en Tumaco, un puerto colombiano cercano a la frontera. Tumaco, doscientos mil habitantes en una concentración virulenta de problemas, según un reportaje de la revista Semana, es un lugar donde “se juntan todos los males del país: narcotraficantes, guerrillas, bandas criminales, laboratorios para el procesamiento de coca, rutas ilegales de exportación, cultivos de uso ilícito y homicidios, muchos homicidios.” La masacre de los campesinos aún no se esclarece: la Policía de Colombia dice que fue Guacho, y algunos campesinos —y el propio Guacho— dicen que fue la Policía.

Desde entonces, Guacho es pieza de caza mayor para militares y policías colombianos. No habían podido capturarlo porque conoce bien la zona, y entraría y saldría con facilidad de Colombia a Ecuador, de Ecuador a Colombia.

El resto del Ecuador se enteró de su existencia a finales de enero de 2018, cuando voló un cuartel policial en San Lorenzo, el cantón esmeraldeño al que pertenece la pequeña parroquia de Mataje. Volvió a saber de él cuando atacó un destacamento militar, y cuando asesinó con un tanquero bomba a cuatro soldados de una patrulla que vigilaba la zona: Wilmer Álvarez Pimentel, Jairon Sandoval Bajaña, Sergio Elaje Cedeño, Luis Alfredo Mosquera Borja.

El 26 de marzo, los de Guacho —que sumarían, según expertos, al menos 500 combatientes— se llevaron a Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra. 

El 12 de abril supimos que era para siempre. Que no volverían. Que se quebró la regla esencial de volver para contarla. De vivir para contarla.

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Durante los días eternos del secuestro, a muchos nos cruzaron por la cabeza las mismas cinco palabras: me pudo pasar a mí. Pensamos en eso. Lo escribimos a todas manos, a todas voces. En un coro de tristeza y preocupación frente al espejo: pensamos en nuestras madres padres parejas hermanos hermanas hijos compañeros amigos amigos amigos viviendo la ausencia inexplicable de los que deben volver. Como la vivían madres padres parejas hermanos hermanas hijos compañeros amigos amigos amigos de Efraín, Javier y Paúl.

Pensamos en ellos. En la soledad del secuestro. En la humedad de la selva, en cuya inmensidad todos los sonidos se amplifican en ecos interminables. Eso es cierto.

Pero también pensamos que volverían. Cubríamos sin descanso lo que pasaba, esperando que cualquier rato, en el momento menos pensado, apareciera César Navas, ministro del Interior, Lenín Moreno, presidente de la República, diciendo que ya, que aquí estaban, flacos golpeados cansados pero vivos.

Nadie pensó que este desenlace inverosímil era una posibilidad. He perdido la cuenta de las veces que he dicho y escuchado que esto es materia de las pesadillas. No nos imaginábamos que esto era posible porque después de todo, a pesar de todo (muchas veces a pesar de sí mismo), cuando está bien hecho, el periodismo es el oficio de la esperanza.

El último fotoreportaje que Paúl Rivas hizo era, precisamente, sobre los destellos de esperanza en lugares donde es difícil imaginarla. Se publicó dos días después de que el presidente Moreno confirmara su asesinato bajo el titular Palma real, la cuna de la concha.

https://www.facebook.com/NosFaltanTres/posts/211987302908155

Son seis imágenes cotidianas de la población fronteriza de Palma Real, donde mil quinientas personas viven junto al conflicto colombiano. El sumario del reportaje dice “Su gente mira en el turismo la única forma de evadir los problemas de Colombia”. Aún en esas circunstancias había esperanza. Aún en el secuestro, había esperanza.

Por eso estábamos convencidos de que volverían. Cómo habrían sonado esas campanas. Qué maravilloso repique de gloria habría sido.

Cuánto lo esperamos.

Tal vez por eso estábamos tan poco preparados para las noticias que llegaron desde Colombia.

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Fue en la vigilia del viernes 13, en medio del lucernario que amigos compañeros y colegas encendieron al pie de la catedral de Quito, cuando caí en cuenta que las campanas nos llamaban a hacer algo.

Avisados de la tragedia, las campanas de Efraín, Paúl y Javier nos piden que actuemos. Nos hemos asomado a un vacío que no pensamos que existía. Ahora tenemos que contar que es real, hay que mostrarlo, hay que tocar  las campanas para que nadie más camine hacia el abismo. No podemos hacer nada más, no se nos ocurre nada mejor para honrar su memoria.

El gobierno del Ecuador ha desclasificado la información sobre el secuestro, y ha ofrecido entregarla para que podamos contar qué pasó. Eso es lo que vamos hacer: con lo que nos entreguen —y con lo que encontremos en Colombia, en la frontera. En quién sabe dónde.

Suenan las campanas.

Y la obligación es acudir a su llamado para que en un día —que ahora de tan lejano parece imposible—, las campanas doblen con la alegría festiva de quienes no descansaron hasta que se supo todo todo todo todo lo que pasó con Efraín, Javier y Paúl, y su cruel injusta innecesaria muerte.

Suenan las campanas. Por Paúl. Por Javier. Por Efraín.

Suenan y no se cansan.

Nadie se cansa.