Verdadero pero

El asambleísta de Alianza País Pabel Muñoz dijo en su  cuenta de Twitter  que el presupuesto de Defensa del Ecuador se había multiplicado casi diez veces en la década de gobierno de Rafael Correa. Apuntando a un aparente contrasentido tuiteó: “Primero se quejaron de mucha inversión pública, ahora dicen que se mermó a las Fuerzas Armadas. ¡Qué pérdida de credibilidad en 10 meses! Lo cierto es que la inversión en defensa pasó de 185 millones entre 2000-2006 a 1.686 millones de dólares entre 2007 y 2016”. La aseveración del asambleísta es verdadera, pero el gasto militar no fue eficiente y tiene una consecuencia directa en la violencia actual de la frontera norte.

En el Resumen Ejecutivo Justificativo Proforma Presupuesto General Del Estado 2016, del Ministerio de Finanzas, se explica que los 1686 millones de dólares se destinaron a la “Protección y vigilancia del territorio ecuatoriano” y a ‘Seguridad integral’. Es una inversión que podría considerarse histórica por su monto, pero también por su erróneo direccionamiento: como lo explica el experto en operaciones militares César Cedeño, en términos estratégicos, el legado de Correa es negativo.

Correa nombró a ocho civiles como ministro de Defensa. Según Cedeño, la medida era un acierto: reintroducía la autoridad civil sobre los militares, un principio que se había perdido después del desastre de la guerra de 1941, cuando el gobierno no escuchó a sus jefes militares y el país perdió estrepitosamente la guerra con el Perú. Sin embargo, ninguno de los civiles tenía conocimientos militares. “Era como si una persona que nunca en su vida ha construido una losa hubiese sido nombrada maestra de obra en una construcción”, explica Cedeño.

El gran presupuesto que el Estado asignó en la última década para Defensa no sirvió para modernizar las Fuerzas Armadas, sino para pagar sueldos. César Cedeño explica que el 88% de la inversión se destinó a pagar la nómina, manteniendo tropas que no cumplían tareas militares, algo que Cedeño llama “un subsidio muy caro”.

Bajo el concepto de “seguridad integral” se le dieron a las Fuerzas Armadas cerca de 18 tareas que no le deberían competer, como control penitenciario, asistencia social, de la seguridad ciudadana, seguridad de la Presidencia, vacunar vacas, entregar sillas de ruedas, entre otras.

Como resultado de esta acción se redujo el presupuesto para que las Fuerzas Armadas realicen tareas militares como por ejemplo luchar guerras y brindar asistencia humanitaria de emergencia, rastrear, detectar, y neutralizar a los irregulares.

Durante esos 9 años no se priorizó la compra de mejores equipos militares que podrían haber servir precisamente en crisis de seguridad como la actual: el dinero que se usó para los sueldos podría haberse destinado a aviones de vigilancia electrónica, oceánica, o helicópteros de transporte táctico.

Cedeño explica que los aviones de vigilancia tienen “sensores infrarrojos y radares de apertura sintética que pueden penetrar el follaje selvático” y rastrear siluetas humanas. Los helicópteros de transporte servirían para que las tropas respondan más rápidamente a la presencia de grupos insurgentes. Los helicópteros artillados permitirían eliminar efectivamente grupos irregulares que estén fuera del alcance de las tropas en tierra.

Un plan de modernización serio de las Fuerzas Armadas habría contemplado la reducción de su personal. Pero se mantuvo el tamaño de las fuerzas, y no se invirtió en entrenamiento —especialmente las terrestres, las mismas que conservan su tamaño original desde la firma de la Paz con el Perú.

El asambleísta Muñoz tiene razón: aumentó el gasto, pero se gastó esos recursos de muy mala manera. Es difícil determinar con precisión qué es peor: gastar casi nada, o gastar mucho pero mal.