Cuando tres periodistas ecuatorianos son secuestrados por criminales y luego masacrados, una persona razonable esperaría que la división política que define a nuestra sociedad desaparezca mientras lamentamos, unidos, su injusta e innecesaria muerte. Pero no. Ni una ejecución extrajudicial hecha por narcoterroristas es suficiente para conmover a todos y alcanzar la solidaridad completa.

Como vimos en las últimas semanas, aún hay personas que encuentran la manera de polarizar hasta los crímenes más ruines. El chef quiteño Carlos Fuentes perdió su trabajo después de usar su cuenta de Twitter para validar el secuestro e insultar a los secuestrados.

Omar Ospina García, un experiodista residente en Quito, armó su propio escándalo al decir que el secuestro era un montaje. Capturas de los comentarios rápidamente circularon en redes sociales pero en el contexto ecuatoriano no nos sorprenden: después de diez años de un gobierno que satanizó al periodismo y legitimó ataques en su contra (pero tuvo una actitud indiferente hacia las FARC) la receta para producir comentarios de ésta naturaleza estaba escrita.  

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Pero la tendencia de atacar a las víctimas no es un fenómeno que se limita a la geografía del Ecuador. En Estados Unidos, la presentadora de televisión Laura Ingraham cuestionó el registro académico de un adolescente sobreviviente del tiroteo en Parkland, Florida. Su ataque era una respuesta a la audacia del joven de exigir un mejr control de armas en su país. Aunque varios anunciantes desistieron de pautar en su programa, la audiencia de Ingraham aumentó un 20%: era el botín por llevar una teoría de conspiración marginal a un canal visto por millones de televidentes.

¿Qué le está pasando al mundo para que víctimas inocentes de violencia, personas que no eligieron ser protagonistas de debates políticos, sean blanco de comentaristas famosos y tuiteros comunes?

Al parecer, su crimen es existir en el lugar incorrecto al momento  incorrecto, o en algunos casos, de haber dejado de existir en las condiciones incorrectas. ¿Es esto el nuevo normal?

Como escribí hace poco, la ubicuidad de aparatos digitales ha propiciado la redistribución del poder en la sociedad. En lugar de estar concentrado en las manos de pocos, plataformas como Twitter hacen que el poder mediático está distribuído y descontrolado.

Grupos tradicionalmente marginalizados pueden proponer sus propias narrativas y dirigir conversaciones nacionales e internacionales. Así llegamos a tener movimientos como #MeToo que provocan conversaciones sobre acoso y abuso de mujeres, y #BlackLivesMatter, que llama la atención del racismo sistemático de la policía norteamericana contra afrodescendientes.

El otro lado de la moneda de ese empoderamiento colectivo es la creación de un sistema de incentivos para ganar poder mediático. Con nuestra atención como público fragmentada entre distintas plataformas y una abundancia de contenido, quien gane nuestra atención es la persona que dice las cosas más escandalosas.

El premio de comportarse mal en redes es alto: fue así como Donald Trump ganó la candidatura del partido republicano y luego volverse presidente del país más poderoso del mundo. Hasta el día de hoy, él controla el ciclo mediático diciendo cosas indignantes y a veces repugnantes a través de su cuenta de Twitter, que luego reciben horas de cobertura en los canales de televisión y columnas ilimitadas en los diarios globales.

Sus palabras no vienen sin consecuencias: por primera vez en años en Estados Unidos,  la cara fea del racismo organizado volvió a mostrarse cuando un grupo de neonazis organizó una protesta en Virginia que terminó en el asesinato de una activista antiracista. Trump creó el patrón para el uso del escándalo y antagonismo para ganar poder mediático y luego usarlo como vehículo hacia el poder gubernamental.

Al mismo tiempo, la abundancia de contenido digitales genera el impulso de relativismo en la interpretación de los eventos. El mismo Trump usa la frase “fake news” para clasificar cualquier narrativa que no obedece a sus interpretaciones o que no le favorece. Al igual que Rafael Correa cuando habló de “prensa corrupta”, Trump ataca a periodistas y al oficio, invitando a sus seguidores a hacer lo mismo.

Además, Trump promueve a gente como Alex Jones, un presentador de radio que encontró una audiencia masiva a través de YouTube. Jones ha hecho carrera con sus emotivos discursos y legitimando teorías de conspiración. Empoderado y celebrado por Trump, está siendo actualmente enjuiciado por difamación por un grupo de padres de las víctimas de la masacre de Sandy Hook.

Jones ha insistido en varias ocasiones que el asesinato de 20 niños entre 6 y 7 años es una falsificación de los padres. De perder, no sería la primera vez que Jones tendría que pedir disculpas por desinformar: hace poco tuvo que pedir perdón después de compartir una teoría de conspiración que decía que Hillary Clinton gestiona una red de prostitución infantil en una pizzería en Washington D.C. Una persona que creyó la historia llegó a la pizzería, y disparó una arma pensando que iba a salvar la vida de los niños esclavizados por Clinton.

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Las personas que se empoderan diciendo cosas escandalosas requieren de un respaldo epistemológico para poder construir su interpretación del mundo. Dependen del relativismo para generar dudas sobre versiones oficiales de eventos y promover sus teorías alternativas.

La muerte complica este deber. Mientras otros eventos pueden sujetarse a interpretaciones creativas, la muerte es objetiva y definitiva. Cuando la muerte de alguien contradice una interpretación del mundo, los promotores de esa visión sienten la necesidad de buscar un hilo que ayuda descalificar y descartar las verdades inconvenientes. Por ejemplo, las personas que resisten control de armas en Estados Unidos empezaron un rumor que los sobrevivientes del masacre de Parkland eran “actores de crisis”. La desesperación por contrarrestar información que contradiga su cosmovisión hace que nada sea sagrado. Ni siquiera la vida.

El correísmo también fue —es— una epistemología en evolución. Parte crítica de aquella epistemología es la idea que los periodistas son malos. Por ende, son blanco legítimos de violencia. Otro componente es que cualquier persona que profesa una ideología de izquierda merece simpatía y defensa.

Por eso Nicolás Maduro puede causar una crisis humanitaria que Rafael Correa luego niega. Es así que una banda de narcoterroristas pueden operar en nuestra frontera durante diez años sin molestias.

Aquellos dos hechos, combinados con la idea que cualquier cosa que pase en el Ecuador es parte de un complot de Lenín Moreno para sabotear la leyenda de Rafael Correa, generan la epistemología que respalda las declaraciones de fieles sirvientes del correísmo, como Fuentes y Garcia Ospina.

A pesar de haber perdido su aparato estatal mediático, o tal vez debido a ello, el correísmo depende de declaraciones aún más escandalosas y antagonistas para mantener su relevancia entre sus últimos creyentes.

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En el mundo predigital, los medios eran controlados por pocos. Aquella escasez brindaba a los medios una legitimidad, merecida o no, como fuentes válidas de información. Hoy, vivimos inundados por medios e información, en una maraña mucho más difícil de penetrar y manipular.

Parte de la fórmula para volverse mediáticamente relevante es usar el poder del escándalo para controlar y dirigir la conversación pública. Ese escándalo requiere de un respaldo intelectual que emerge con la producción de interpretaciones  de sucesos diarios para respaldar las epistemologías alternativas.

El objetivo es controlar la agenda política, preferiblemente alcanzar el poder y usar el púlpito del Estado, para descalificar las verdades incómodas.

Como hemos visto en Ecuador y en Estados Unidos, ni las víctimas de violencia se salvan de esta  batalla descarnada. Hoy más que nunca necesitamos buen periodismo para sostener la idea de la realidad objetiva. No hay paso atrás, y no está claro que viene después. Ésta batalla apenas comienza. Esta batalla es la batalla de nuestra generación.