Todos tenemos una historia con un taxista. La mía es esta: hace poco me volví a subir, por primera vez en meses, en un taxi amarillo. Enfocado en enviar tuits sin mayor importancia y tratando de ignorar la radio a todo volumen, llegué a mi destino sin darme cuenta de que el chofer no había puesto el taxímetro.

—Tres dólares, me dijo el chofer, sin regresarme a ver.

—Pero la carrera cuesta 1,50. La hago dos veces a la semana.

—Son tres dólares señor, ya es de noche, me respondió, agregando datos adicionales de la hora para tratar de justificar su mini-estafa.

Juraría que me dijo “buenas tardes” cuando me subí, pero me di cuenta que la pelea no se ganaría con un informe técnico de lo sucedido.

—¿Y por qué no puso taxímetro?

—¿Por qué no me dijo que ponga?

—¿Cuántos años lleva usted de chofer?

—10 años.

—¿Y por qué después de 10 años aún necesita que la gente le recuerde que ponga taxímetro?


Al final nos pusimos de acuerdo en un precio que le favoreció. Antes de bajarme, le pregunté si entendía por qué los usuarios como yo preferimos Uber y Cabify. Me respondió que él ofrece un nivel de profesionalismo y seguridad que ellos no podrían ofrecer. “Atentan contra nuestros derechos”, me dijo.

Me bajé del auto reflexionado sobre una diferencia lingüística entre el inglés, mi idioma natal, y el español, mi idioma adoptado, de la palabra “derechos”.

En inglés, la palabra derechos puede tener dos acepciones: rights y entitlement. La primera se refiere a  los derechos humanos, propiamente, aquellos consagrados en la Declaración Universal de Derechos. La segunda, entitlement, se define como la creencia de que uno merece ciertos privilegios.

Los choferes de taxis en el Ecuador parecen confundir entre una definición y otra. Por eso es tan difícil llevar a cabo una conversación productiva con los miembros de ese gremio.

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Había una época cuando los choferes de taxis tenían el poder de paralizar Quito. Su poder de convocatoria podía poner de rodillas a los gobiernos de turno, pero su marcha de hoy convocó apenas a cientos (y no miles) y ha durado apenas un par de horas.

Antes de la época del Internet, los taxistas eran influyentes. Pasaban horas enteras evangelizando a sus clientes. Sus opiniones podían esculpir la opinión pública. Cuando un político tenía al gremio taxista de su lado era el equivalente a tener hoy un monopolio en redes sociales.

Pero a raíz del Internet, los taxistas son simplemente un sector más que perdió el poder. Sus historias ya no pegan porque su audiencia los ha abandonado. No importa la historia que cuenten los taxistas, su enemigo no es la tecnología: es la viveza criolla con que dominaron su negocio.

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La primera plataforma que entró a Ecuador para actuar como un intermediario entre la oferta y demanda de transporte fue EasyTaxi. EasyTaxi tuvo un éxito de corto plazo porque hizo más eficiente la búsqueda de un Taxi, pero muy rápidamente fue reemplazada por Cabify.

A diferencia de EasyTaxi, Cabify se preocupa por la experiencia de sus usuarios desde el instante que ‘pide’ un carro hasta que llega a su destino. Cabify se toma el tiempo de capacitar a sus choferes, y los mismos usuarios dan retroalimentación constante sobre la efectividad de aquella capacitación.

Los choferes de Cabify se preocupan por el volumen de la radio, que el usuario tenga agua, que la temperatura de la unidad sea de la satisfacción del cliente. Usan Waze —un posicionador satelital— para asegurar un viaje en el mínimo tiempo posible. Los precios de Cabify en general son predecibles y constantes. No hay necesidad de llevar monedas. Si pierdes alguna pertenencia en un Cabify, hay forma de rastrear la unidad y el chofer, y tratar de recuperarla. Las unidades están en buenas condiciones. Todos aquellos detalles son condiciones básicas de buen servicio que el gremio de taxistas no ha sentido la urgencia de implementar.

En lugar de gastar tiempo y energía organizándose para ofrecer un mejor servicio, los taxistas prefieren organizar una marcha y usar lo que queda de su poder político para presionar a las instituciones del Estado para proteger sus privilegios de otros tiempos.

A las puertas de un año electoral, los políticos que se asustan con facilidad, como el invertebrado Alcalde de Quito, les prometen seguir acosando a las multinacionales invasores con multas. Y como no tienen el coraje de cerrar servicios que son buscados y celebrados por la ciudadanía, esos políticos prefieren multar e incautar autos de gente honesta para que parezca que hacen algo. Y sí están haciendo algo: castigando la innovación.

Las plataformas de Uber y Cabify no son perfectas. Una vez, por ejemplo, me subí en un Cabify y me di cuenta de que había dos personas adentro, el chofer y un pasajero. Me sentí incómodo, pero como mi viaje no era largo, puse la dirección y seguí con los dos. Me bajé del auto y califiqué con la nota más baja posible (1 de 5) al chofer.

En pocos minutos, me llamó alguien de servicio al cliente preguntando sobre mi evaluación. Expliqué el escenario y me dijeron que iban a suspender inmediatamente al chofer hasta investigar qué pasó. Era un domingo de noche, y aún así estaban pendientes de mi bienestar.

Esa es una diferencia clave entre los taxis amarillos y sus adversarios: cuando un usuario tiene una mala experiencia en un taxi amarillo, no hay quién se responsabilice. El gremio taxista quiere los beneficios de la formalidad, pero no quiere aceptar la responsabilidad de brindar un servicio responsable, seguro y de alta calidad. Cuando un taxista en Guayaquil me amenazó con violencia por insistir en el uso del taxímetro (“aquí no usamos” fue su excusa), no hubo un número al que llamar, una evaluación que realizar, un agente de servicio al cliente que se preocupe del caso.

En el imaginario del transportista urbano, los taxistas y los choferes de bus tienen el derecho de abusar. Lo piensan porque ciertos políticos, incluyendo los alcaldes de Guayaquil y Quito, prefieren sacrificar el bienestar de sus ciudadanos con tal de mantener el decreciente poder del gremio taxista. Muy pronto su mezquindad les pasará factura.


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Hay varias historias que podemos contar sobre la pelea entre el gremio de taxis y las empresas multinacionales Uber y Cabify. Podemos hablar de los choferes de taxis amarillos que sienten que su bienestar y el de su familia está amenazado por poderosas multinacionales que se aprovechan de la informalidad para ofrecer una competencia desleal.

Podemos hablar de la gran cantidad de personas desempleadas o migrantes venezolanos que han encontrado en Cabify y Uber una boya salvavidas en tiempos difíciles. Podemos conversar de los choferes honestos de taxis amarillos que son manchados por sus compañeros abusivos.

Podemos hablar de los políticos debiluchos que piensan en la seguridad de los ciudadanos sólo después de contar votos.

Podemos hablar de casos de éxito como Uruguay que logró encontrar soluciones a través de políticas públicas que permiten la operación de empresas como Uber junto al gremio de taxis formales, evitando la pelea innecesaria que ahora vemos en Ecuador.

Todas son historias verídicas y válidas.

Pero al final, la historia que cuentan los ciudadanos es una historia de abuso por viveza criolla, y ese antagonista nace aquí, en el Ecuador. No es un invasor extranjero: en el mundo de negocios las empresas no mueren, se suicidan. Se matan por no adaptarse al cambio que se da a nivel mundial, a nivel social, y también a los cambios que se dan dentro de su industria.

En el caso de los taxistas que se tomaron las calles de Quito para hacerse escuchar, la tecnología es una distracción, una narrativa que no produce un fin creíble: no son las aplicaciones las que los están golpeando, es el abandono de sus usuarios que ahora tienen una alternativa a su mal servicio.

En el corto plazo puede ser que sus tácticas de intimidar a un débil Municipio funcionen. Capaz los funcionarios harán eco de sus llantos: a ellos les encantan las historias del ecuatoriano como inocente explotado por fuerzas extranjeras; sus militantes incluso pueden grafitear “¡Fuera X del Ecuador!” en los muros de la capital. Pero en el largo plazo los taxistas encontrarán a su enemigo en el único lugar que no han buscado: el espejo.