La estocada final a la ya golpeada trayectoria de Carlos Ochoa, fue asestada por la Asamblea Nacional: poco después de la medianoche del lunes 12 de marzo de 2018, el juicio político al que estaba sometido terminó en su censura. No en la censura velada que ejercía un hombre que llegó a decirle a los medios cómo titular, sino en la acepción de esa palabra que significa reprobar. En una sesión de casi nueve horas, Ochoa fue juzgado y censurado, lo que —para efectos prácticos— implica que no podrá ejercer cargos públicos por los próximos 2 años.

Pero antes de que la suerte de Carlos Ochoa fuese echada, la asambleísta de Alianza País Norma Vallejo tenía una urgencia: pedir un cambio del orden del día para emitir una resolución que reconozca el arte del mazapán como patrimonio cultural. Dio un discurso enredado y su moción se aprobó el 99 afirmativos y 5 abstenciones.

Tras decidir el solemne destino del mazapán, los 97 asambleístas presentes siguieron con el orden de la sesión. Antes de concentrarse en el juicio político al primer Superintendente de Comunicación que tuvo el Ecuador, la Asamblea negó dos pedidos.

María Mercedes Cuesta, asambleísta de Fuerza Ecuador, mocionó que la Ministra de Justicia, Rosana Alvarado, comparezca para explicar lo ocurrido en la cárcel de Turi, donde el 6 de marzo, una persona fue asesinada con un arma de fuego. En ese mismo centro, murió —supuestamente se suicidó— uno de los testigos clave del caso de Emilia Benavides, niña desaparecida y asesinada en Loja. El pedido de Cuesta fue rechazado por votos y abstenciones de una mayoría de Alianza País. Lo mismo ocurrió cuando el socialcristiano Carlos Falquez quería que se vote una moción para pedir la renuncia de las autoridades nombradas por el Consejo de Participación Ciudadana que fue cesado por la consulta popular del 4 de febrero. No todo el mundo tiene la suerte del mazapán.

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La asambleísta Norma Vallejo, impulsando esolución que reconozca el arte del mazapán como patrimonio cultural. Fotografía de la Asamblea Nacional bajo licencia CC BY-SA 2.0.

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Carlos Ochoa ya no era superintendente hacía cuatro días: lo había decidido el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) el 8 de marzo, acogiendo y ejecutando una decisión de la Contraloría. Pero la censura era importante para los legisladores de oposición, no solo como reprobación política ante la ciudadanía, sino por la inhabilitación de dos años. “Hay que destituirlo para que la recicladora Moreno que está en Carondelet no le dé una embajada” le dijo al pleno Mae Montaño de CREO. Luis Fernando Torres, del Partido Social Cristiano, también estaba convencido: “Algunos han dicho que no hace falta destituirlo, porque el Consejo de Participación Transitorio ya lo hizo: esa cesasión es de orden administrativo y por ello, el licenciado Ochoa va a recurrir a los tribunales de justicia para impugnar esa decisión, a la Asamblea le corresponde censurarlo y destituirlo, sabiendo que la destitución de esta Asamblea es inapelable”.

Eran casi las seis de la tarde cuando empezó la monótona lectura del informe para el juicio político de Ochoa. Dos horas después, el secretario Diego Torres —apenas 4 días en el cargo, por la renuncia de  Livia Rivas para no firmar el acta de destitución de José Serrano— había leído 57 de las 84 páginas. La novatada de Torres, su dificultad para leer, cómo se enredaba entre palabras, la respiración inadecuada, y la velocidad de la lectura produjo burlas. El abogado de la Secretaría, Diego Ruiz, lo relevó y aceleró la lectura: 49 minutos después, concluyó la letanía.

Diez minutos antes de las nueve de la noche, compareció Carlos Ochoa. Traje oscuro, camisa blanca y corbata celeste, mirando desafiante a los legisladores, les dijo que él no se debía “a esta Asamblea que pretende ver la paja en el ojo ajeno sin darse cuenta de la viga que tienen en el propio”. Hubo gritos y protestas. Carlos Bergman, encargado de la presidencia de la Asamblea, le pidió que se “limite a defender lo que ha señalado la Comisión de Fiscalización, para llevar con altura este debate”.

Ochoa dijo que no había sido convocado “ni por peculado ni por asociación ilícita ni tráfico de influencias, ni nada ilegal”: lo habían llamado, dijo, por “cumplir la Ley que aprobó la Asamblea y que algunos de los que la aprobaron aún ocupan su curul”. Atacó a los medios, de los que dijo se han vuelto “los juguetes de unos cuantos hombres ricos”, que “el capitalista y el editor son los nuevos tiranos que se han apoderado del mundo, ya no hace falta la censura, los medios mismos son la censura”. Citó a Chesterton, Kapuscinski, Malcom X y Unamuno.

Luego se declaró, en tono de ironía, culpable de sancionar “con mano firme pero con sentido de justicia” a quienes cuestionan el poder de los medios y a aquellos que han usado lenguaje vulgar para ofender a las mujeres. Dijo también que era responsable de reducir la violencia en los medios ecuatorianos.

Siguió varios minutos, alabándose, muy poco de periodista, mucho de político tarimero: defensor de los desvalidos, salvador de los periodistas y la comunicación. Que ha regulado, no censurado. Que ha defendido a los grupos vulnerables, que ha regulado al poder mediático porque sesga la información o la invisibiliza, o la subordina al poder económico o político. Repitió la muletilla del poder mediático que llevó a la “hoguera bárbara” a Alfaro, dijo que no ha traicionado a nadie y que concluye sus funciones con la frente en alto.  “¿Pueden ustedes hacer lo mismo?”, les preguntó a los legisladores. “¡Siii!”, gritaron en el pleno.

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El pleno de la Asamblea votando por la censura a Ochoa. Fotografía de la Asamblea Nacional bajo licencia CC BY-SA 2.0.

Ochoa anunció que volvería a su pueblo a ser el sencillo periodista que es —aunque sus ingresos nada tienen de sencillos—, y dijo que “la verdadera motivación de este juicio es la negativa del poder mediático a cualquier regulación”. Terminó diciendo que el tiempo y los ciudadanos serán sus verdaderos jueces . Se fue del pleno, sin esperar la intervención de los interpelantes de Creo, Fabricio Villamar y Homero Castanier, en reemplazo de Lourdes Cuesta, ausente por enfermedad.

Salió de la Asamblea, sin dar una sola explicación de las acusaciones que pesaban en su contra: adulterar la Ley Orgánica de Comunicación, impedir el acceso a la correcta información, entre otros.

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Luego fue todo trámite: intervinieron 17 asambleístas, incluído Villamar y Homero Castanier como interpelantes, y todos estuvieron de acuerdo en que Ochoa debía irse. La censura se decidió de forma casi unánime: la única abstención fue de la correísta Amapola Naranjo.

Los argumentos giraban entorno a lo mismo: abusó de su poder, coartó las libertades, pretendió utilizar la Ley para cambiar la información por propaganda. Nadie fue capaz de defenderlo. Ni siquiera aquellos que votaron en favor de esa Ley  que creó la Superintendencia de Comunicación y le dio las facultades puntivas a Ochoa.

Gabriela Rivadeneira, asambleísta correísta, volvió, como es su costumbre, a atacar a los medios de comunicación y a defender vehementemente la ley que se aprobó bajo su presidencia en la legislatura. Habló de una ley pensada para “terminar con los monopolios de la información”. Dijo que la discusión de la asamblea ha demostrado “los verdaderos intereses” de algunos legisladores, que la bancada de la Revolución Ciudadana advirtió que “este era el inicio para derogar la Ley de Comunicación”. Unos pocos —muy pocos— aplausos hicieron estela a su discurso.

María Mercedes Cuesta, asambleísta y expresentadora de televisión, también habló. Con la voz en un vibrato emotivo relató un desencuentro con Ochoa, cuando ambos trabajaban en Gama. “Debo confesarles que tiemblo porque yo le tenía terror a Carlos Ochoa.” Casi llorando, discurso impreso en mano, Cuesta continuó: “El ciudadano se paró ahí y dijo que defendió a las mujeres. Les pido disculpas por las palabras que voy a utilizar: yo no me olvido cuando me dijo que yo era una gorda tetona que me desbordaba por la pantalla”.

La señora del mazapán no se dio ni por enterada. No intervino, no opinó, no la vimos. Prioridades de cada legislador, me imagino.