Latinoamérica es una tierra de extremos. Es así que, según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal),  América Latina sigue siendo la región más desigual del mundo en ingresos y activos. En otras palabras, es la región en donde la brecha entre la minoría rica y la mayoría pobre es la más grande y extrema. Pero la región también se destaca por los extremos ideológicos que empañan el diseño de política pública. Es así que, en Latinoamérica conviven aquellos que están irracionalmente convencidos de que el Estado debe participar e intervenir en todas las esferas de la economía; así como aquellos, que de manera igual de absurda, creen que el mercado solucionará todos los problemas socioeconómicos de cualquier conglomerado humano. Uso deliberadamente el verbo creer puesto que en América Latina tanto los de un lado  (izquierda) como los del otro (derecha) siguen sus preceptos económicos como si fuesen dogmas de fe, olvidando que en Economía la mejor respuesta para cualquier interrogante es: depende.

Para poder hablar de desigualdad, hay que dejar a un lado cualquier tipo de sesgo (en especial los mencionados). Sin embargo, en nuestro país, esto no es lo que sucede en realidad; ya que, el debate que se da en los medios ecuatorianos sobre este tema siempre está muy cargado de ideología. Frente a esta realidad, es muy interesante observar que en los medios de comunicación ‘independientes’ mucho se ha criticado las posturas de la izquierda con respecto a este tema, pero poco se ha dicho sobre los ‘analistas’ de la extrema derecha, capaces de escribir  en diarios de amplia circulación ideas tales como: “la desigualdad no perjudica al crecimiento económico”, “el bienestar de las personas no parece guardar relación alguna con el grado de desigualdad de la sociedad”, y hasta que “la desigualdad no constituye un problema del que debamos preocuparnos”. Realizar afirmaciones como estas demuestra una audacia que sólo es posible por un alto nivel de ignorancia o por un enorme sesgo ideológico. Por esta razón, es necesario —casi una obligación— presentar lo que la evidencia científica de calidad realmente nos dice sobre la desigualdad y desmentir los errores que estos opinólogos mediáticos propagan.

La evidencia empírica generalmente respalda dos ideas: que en el corto plazo los resultados son ambiguos pero en general la desigualdad está correlacionada de forma positiva pero débil con el crecimiento; y que en el mediano y largo plazo, inequívocamente, la desigualdad afecta negativamente al crecimiento, haciéndolo más lento y menos duradero.

América Latina es una muestra de esto último. Al mantenerse de manera lamentable en la punta del ranking de la desigualdad planetaria por varias décadas, la región se ha visto seriamente afectada por los efectos de este fenómeno. Entre las explicaciones con respecto al impacto y las consecuencias socioeconómicas que ha tenido la desigualdad en la región, se destaca el trabajo de Acemoglu, Robinson y Torvik, quienes encontraron que durante el siglo veinte la desigualdad en Latinoamérica permitió que las elites secuestraran al Estado y sus instituciones, debilitándolo y haciendo que trabaje para sus intereses. Este secuestro obligó a los votantes latinoamericanos (hartos del status quo cuasi-feudal) a elegir —a inicios del siglo actual— programas políticos sin controles ni contrapesos. Esta era una forma de aislar a los gobernantes de la influencia de las élites, para que los primeros pudieran establecer políticas en favor del bienestar general y no de unos pocos. En otras palabras, Acemoglu, Robison y Torvik encontraron que la desigualdad en Latinoamérica favoreció al secuestro del poder político por parte de las élites. En consecuencia,  los ciudadanos en su desesperación auparon el surgimiento de líderes autocráticos bajo una nueva corriente pseudo-política denominada ‘Socialismo del siglo XXI’, por la que se establecieron políticas públicas paternalistas insostenibles.

Este fenómeno no es patrimonio exclusivo de nuestra región. La extensa evidencia empírica recogida a lo largo del planeta demuestra que cuando la desigualdad no se corrige —y aún más, si esta es muy alta— en el mediano o largo plazo se observarán distorsiones que introducirán serias disfuncionalidades al sistema político y económico de una sociedad en particular. Esto es verdad, sin importar si el país afectado es subdesarrollado o no.

Para poder tener un debate público constructivo, es indispensable revisar estudios científicos serios y dejar a un lado las biblias ideológicas. La evidencia empírica ha demostrado que las distorsiones de mediano y largo plazo, resultado de la desigualdad, pueden ser muy grandes e irreversibles (sino vayan a preguntarle a Venezuela). Existen muchas formas en que la desigualdad afecta negativamente el desempeño de una economía, entre las que se destacan: aumento de la criminalidad, deterioro de las instituciones, contracción y estancamiento del tamaño de mercado disponible, contracción de la productividad de los trabajadores, reducción del ahorro, entre otros. No obstante, por respeto al espacio disponible en este medio,  me enfocaré en tan sólo cuatro factores, y a través de su explicación espero que quede claro que la desigualdad es un problema que no debe descuidarse; ya que puede exacerbarse, y contrario a lo que creen los Paulo Coelho de la economía  (o sea aquellos que creen que el mercado por sí sólo conspira  para que todos seamos felices) dicho problema no se resuelve automáticamente o mágicamente.

Dinámica sociopolítica disfuncional a la luz de la democracia

Una alta desigualdad generará que el votante medio sea relativamente pobre. Consecuentemente, en un sistema regido por una democracia liberal la mayoría empobrecida tendrá un mayor peso en las elecciones. Esta mayoría tenderá entonces a exigir impuestos más altos para beneficiarse de políticas de redistribución de ingreso (como lo demostraron los investigadores Persson y Tabellini en 1994); además, darán una mayor preferencia a políticas públicas populistas contrarias a la liberalización económica, la globalización y reformas orientadas al mercado.

Existe también otra visión pesimista del impacto de la desigualdad sobre los resultados económicos a través del proceso político, pero en la línea del secuestro del gobierno por las élites. Esta visión alternativa fue ampliamente argumentada por Joseph Stiglitz  en su libro El precio de la desigualdad. En lugar de utilizar la teoría del votante medio, como lo hacen Persson y Tabellini, utiliza la teoría de la búsqueda de rentas. El argumento de Stiglitz es que el poder económico (desigualmente) concentrado en una élite conduce a la concentración del poder político y, a través de la búsqueda de rentas, dichas élites presionarán por cambios en las regulaciones de mercado y por el establecimiento de políticas públicas que favorezcan al grupo que se encuentra en la cima de la distribución del ingreso. Esto último incluye gastos públicos reducidos en Educación y Salud (mientras que los ricos usan atención médica y educación privada de alta calidad), liberalización de sectores económicos en beneficio de las clases más altas (particularmente el sector financiero) y un sistema tributario que beneficia a la porción más pudiente de la población. De ahí que, tal como predice la teoría de búsqueda de rentas, estos beneficios privados se logran con un costo social, que a su vez produce resultados negativos tanto en eficiencia (bajo crecimiento e inestabilidad económica) como en equidad (alta pobreza y reproducción de la desigualdad).

Falta de acceso a capital financiero

Los mercados de capitales son imperfectos. Debido a la información asimétrica (entre prestamistas y prestatarios) y el riesgo asociado de incumplimiento que afecta al bienestar del prestamista, estos mercados estarán influenciados y limitados por la riqueza de quien pide préstamo; puesto que, se necesita colateral (garantía) para acceder al crédito. Quienes no pueden ofrecer esas garantías —la mayoría de los pobres— quedan excluidos del mercado crediticio (o sea para ellos este mercado no existe). Con una mayor desigualdad en el acceso y propiedad de activos, cada vez menos personas tienen activos colateralizables, y muchos buenos proyectos de inversión, de empresarios pobres, quedan sin financiamiento. Como resultado, la inversión sufre y  por ende el crecimiento económico se reduce.

Si la riqueza determina el acceso al crédito y el crédito es la fuente de la inversión —y por ende del crecimiento de la riqueza individual—, entonces hay un proceso natural de concentración de riqueza que forma un círculo vicioso que degenera en un estancamiento económico y un aumento de la desigualdad.

Inversión deficiente en capital humano

La desigualdad afecta la cantidad y calidad de inversión en capital humano. Los mecanismos de esta relación son los siguientes: los pobres no pueden permitirse posponer la obtención de ingresos a cambio de mayor educación (en otras palabras, no pueden dejar de trabajar para ir a la escuela, el colegio o la universidad) por lo que se ven en la necesidad de renunciar a cualquier tipo de inversión educativa (que tiene como característica altos rendimientos pero en el muy largo plazo) con el objeto de obtener ingresos para cubrir sus necesidades inmediatas.

Por otro lado, está también el caso de que aunque los pobres deseen estudiar es posible que no posean el capital necesario para hacerlo, y tengan que pedir prestado para invertir en educación, pero debido a su bajo nivel de riqueza y consecuente falta de activos colateralizables, no podrán obtener dichos fondos; y por ende, no serán capaces de obtener una educación que mejore su capital humano y su ingreso futuro.

Pero no solo eso, está también el hecho de que la calidad de educación que reciben los pobres sea menor que la de los ricos. La baja calidad de educación que reciben los pobres los coloca en desventaja permanente en relación con los ricos, quienes asisten a instituciones educativas más afluentes y de mejor desempeño académico. Esta diferencia, al final, produce una trampa de pobreza que es difícil de superar. Si el crecimiento es en parte impulsado por el capital humano, y la desigualdad afecta la formación de capital humano, entonces la desigualdad será perjudicial para el crecimiento.

Adicionalmente, si el capital humano en una sociedad es exiguo, la economía lo sustituirá con capital físico (maquinarias y tecnología) lo que limitará el empleo y aumentará aún más el nivel de desigualdad. Aquí nuevamente, la desigualdad engendra más desigualdad y eventualmente pobreza.

Efectos psicológicos

Si bien es verdad que cierto nivel de desigualdad es importante para incentivar el trabajo, la inversión y la capacidad para asumir riesgos, también es cierto que altos niveles de desigualdad crean resentimientos en la población. En una sociedad desigual las personas tendrán una percepción de injusticia social, lo que puede reducir los incentivos al trabajo y a la superación, pues las personas se percibirán como en una bicicleta estática en donde por más esfuerzo que se haga no habrá desplazamiento social.

Otro efecto psicológico de la desigualdad se deriva del hecho de que el mayor daño de ser pobre, es sentirse pobre y por ende desesperanzado de un futuro mejor. Este sentimiento es más dañino mientras mayor sean los niveles de desigualdad y por ende mientras más notables sean las diferencias interpersonales en los niveles de riqueza.

La desigualdad también dificulta la aceptación de las reformas que requieren austeridad. Con respecto a este tema Hirschman y Rothschild (1973) plantean la existencia del ‘efecto túnel’, una analogía en la que un individuo acepta estar atrapado en  el tráfico cuando todos los carriles están estancados, pero pierde la paciencia si los autos en los otros carriles distintos al de este comienzan a avanzar. La desigualdad disminuye la voluntad de cooperar y por ende es más difícil que la población acepte los sacrificios requeridos para reformas políticas austeras. Esta falta de coordinación y compromiso social producto de la desigualdad es perjudicial para el crecimiento ya que impide realizar ajustes dolorosos que son necesarios en tiempo de crisis (¿alguien dijo Ecuador?)

Está claro que la desigualdad afecta negativamente el crecimiento y el desempeño económico de una sociedad. Y aunque no es el único problema, o el más importante, sus efectos nocivos pueden tener un impacto nefasto e irreversible sobre la sociedad. Además, pese a que existan casos casi excepcionales en los que la desigualdad no genera problemas, ese no es un argumento para desatenderla; puesto que sería tan absurdo como argumentar que, como hay individuos que son inmunes al SIDA, en general no nos deberíamos preocupar de esa enfermedad.

Existe otra afirmación inexplicable con respecto a la desigualdad que generalmente es dicha por los opinólogos de extrema derecha en América Latina: “la desigualdad es tan solo la posición relativa de grupos aleatorios de la sociedad respecto a otros grupos igualmente aleatorios”. La alta repetición de este argumento es directamente proporcional a su carga de ignorancia. Tal vez si lo dijera algún escandinavo sería permisible, pero si un latinoamericano se atreve a argumentar esto, o no conoce el mundo afuera de los muros de su urbanización o sus sesgos ideológicos son tan fuertes que lo ciegan ante la realidad. En Latinoamérica la desigualdad y la pobreza afecta en mayor grado a los pueblos indígenas y afrodescendientes; por lo que, se puede afirmar que la desigualdad en Latinoamérica tiene un color de piel específico. Decir que la desigualdad afecta aleatoriamente a los individuos de una sociedad es una irresponsabilidad —además de una muestra de insensibilidad para con la realidad de estos pueblos.

El problema no es tanto que estos opinólogos digan y crean estas cosas, sino que los medios de comunicación lo difundan como verdad y sin derecho a réplica, distorsionando el pensamiento de la población y haciendo que las políticas en favor de una sociedad más justa sean más difíciles de alcanzar (debido a su aceptación). Esto solo se lo puede calificar como  perversidad e indolencia.