Es difícil hacer un análisis de los avances y retrocesos en materia de derechos de las mujeres en los últimos 10 años porque vivimos en un país inventado. Al menos así se ve al Ecuador desde los discursos de sus gobernantes. Un ejemplo es la intervención de la la representante del Ecuador antes la ONU, María Fernanda Espinosa, quien a  raíz de las recomendaciones recibidas en Ginebra en materia de derechos humanos dijo que Ecuador es un país donde la pobreza prácticamente no existe, los derechos se cumplen fielmente, la violencia de género se combate a diario con resultados positivos, y las organizaciones sociales tenemos total libertad de expresión, movilización y participación efectiva. Hay más de una imprecisión en sus palabras pero aquí, con un ojo más crítico, me enfocaré en la situación de las mujeres en el país, que dista significativamente de ese Ecuador dibujado en el imaginario de nuestros representantes.

Las mujeres son las más afectadas por las condiciones socioeconómicas del Ecuador. Pese a que se anunció que la pobreza entre la población femenina descendió del 38,1 % al 29,3% ese dato no parece tan real cuando se revisa que el 42.5% de la población económicamente activa es mujer y el 60,4% de estas se encuentran en el subempleo (frente al 36,4% de hombres). Además el 63.8% de mujeres hacen trabajo del hogar no remunerado. En promedio en el país las mujeres trabajamos 15 horas 47 minutos más a la semana que los hombres, en las áreas rurales e indígenas esta diferencia supera las 24 horas, y son horas de trabajo no remunerado. Esta es una primera prueba que las mujeres no estamos mejor.

Todavía existe una importante brecha salarial entre hombres y mujeres: el promedio nacional de ingresos de un hogar con jefatura femenina es de 591 dólares, mientras que donde los hombres son jefes del hogar es de 758 dólares, y esto sucede en todos los estratos: a mayor instrucción académica más grande la brecha. Así las mujeres que cuentan con estudios superiores como maestrías y son jefas de hogar tienen ingresos mensuales del 1058 dólares mientras que los hombres con iguales condiciones ganan 1396. La explicación se reduce a la definición de políticas salariales basada en la asignación de roles de género. La respuesta del Estado a esta situación ha sido atractiva desde el punto de vista político y del discurso: se han puesto en práctica políticas que se podrían calificar como lo mejor que ha hecho el Estado por las mujeres en los últimos 10 años. Por ejemplo, la dignificación del trabajo doméstico y su inclusión como categoría ocupacional que recibe los mismos beneficios laborales que otros trabajos ha facilitado que miles de mujeres que brindaban servicios domésticos y de cuidado en condiciones precarias y de explotación laboral accedan a mejores condiciones y beneficios laborales como seguro social (atención en salud, préstamos, jubilación), vacaciones remuneradas, contratación y estabilidad laboral, permiso por maternidad. En general, su reconocimiento como trabajadoras y no como una extensión de su rol reproductivo con el fin de aportar a la economía de sus hogares.

En la misma línea, se analizó la condición de las mujeres que realizan trabajos no remunerados y se reconoció las tareas domésticas y de cuidado como un tipo de trabajo que el Estado no le puede dar un reconocimiento económico monetario (como sí pasa en los países desarrollados donde las mujeres que se quedan al cuidado del hogar y los hijos reciben un salario mensual) pero sí facilita y garantiza el acceso al seguro social para las “amas de casa”. Hay que ser críticos con las condiciones y exigencias para entrar en esta categoría y recibir el beneficio, sin embargo no debemos descartar que es un intento válido por mejorar las condiciones de vida de las mujeres.

Pero más allá de estos derechos ganados, en la cotidianidad las mujeres seguimos siendo ciudadanas de segunda categoría. No podemos hablar de una década ganada en derechos de las mujeres cuando la violencia de género crece en todos los espacios y en todos los niveles.  Como decía la feminista y activista mexicana Marcela Lagarde, en un sistema en donde la violencia está naturalizada difícilmente las mujeres podremos ser sujetos con derechos, más aún si el Estado también es violento. Las cifras evidencian que en el país 6 de cada 10 mujeres mayores de 15 años han sido víctimas de al menos una forma de violencia (sicológica, física, sexual o patrimonial), para las mujeres afro e indígenas esta cifra aumenta. El 76% señala como responsables de las agresiones a sus esposos, enamorados, novios o convivientes. Pero este parece un dato trillado.

La violencia sexual es la más cruel de las expresiones de control y poder sobre los cuerpos de las mujeres. Los datos del Ecuador vuelven a ser la prueba más clara: la media nacional de mujeres mayores de 18 años que han sido víctimas de violación es del 5.4%, en las mujeres afro es del 8.3%, en el quintil 1 (donde encuentran los más pobres) es del 6.5%.  Tan solo un 10.8% de mujeres que han sido violadas han denunciado el caso, el 26.8% continuó con el juicio, el 66% de casos fue sancionado. En palabras más claras: solo 2 de cada 100 mujeres violadas ha encontrado justicia en sus casos.

Las condiciones en donde la violencia sexual se perpetúa y concreta son en los supuestos espacios de protección y amor: el 11% de mujeres adolescentes en el Ecuador ha vivido alguna forma de abuso sexual, el 37% fue en el ámbito familiar, y en el 45% el victimario fue un amigo o enamorado. Una de cada diez víctimas dijo que el abuso sexual empezó cuando tenían 5 o 6 años.

Mientras en la academia y en la salas de justicia aún se discute si el femicidio debe estar en el código penal como tal, o si es o no un homicidio agravado, en lo que va del año se han registrado 55 mujeres asesinadas en el país, todas relacionadas a crímenes “pasionales”, en donde el presunto culpable tenía o tuvo una relación afectiva o familiar con la víctima. Un canal para evidenciar esta realidad es que más de 23 mil mujeres en el país se han sumado al grupo cerrado de Facebook Primer Acoso donde escriben públicamente de sus casos de violencia. Y a pesar de las estadísticas y los testimonios, aún llama la atención la naturalización de la violencia sexual en las relaciones de pareja y familiares y el silencio y temor que existe.

Lo que necesitamos aquí y ahora no son más datos. No queremos radiografías de un sistema que ve a las mujeres como objetos sexuales, objetos de control, cuerpos en donde desfogar sus frustraciones y rabia, lo que demandamos son medidas de justicia reales, no más planes y discursos políticamente correctos. Como cuando Gabriela Rivadeneira hizo su rendición de cuentas como presidenta de la Asamblea Nacional y destacó la participación de mujeres que lideran las secretarías de la Asamblea. Cuando todos recordamos que las pocas veces que las mujeres asambleístas  quisieron proponer algo distinto al “acuerdo político” fueron humilladas públicamente y sancionadas.

En estos últimos años, el gobierno tomó todo lo avanzado en materia de justicia a favor de las mujeres víctimas de violencia (que por cierto significó años de trabajo e incidencia del movimiento de mujeres) y lo asignó a la categoría penal. Esto significó un retroceso centenario. Entre las peores cosas que ha tenido el Estado en los últimos 10 años está la eliminación de la Ley 103 de atención a la violencia intrafamiliar que disolvió las Comisarías de la Mujer, es decir causó la desinstitucionalización de la atención inmediata a mujeres víctimas de violencia. Las mujeres volvimos a estar desamparadas.

Ahora la violencia hacia las mujeres está “penalizada” pero pregunten a cualquier perito en el Juzgado de la Mujer y la Familia cuán fácil es demostrar que hay daños psicológicos. Para tomar medidas cautelares frente a agresores físicos es otro cuento: hay que demostrar que la golpiza provocó daños que requieren mínimo tres días de hospitalización, caso contrario no hay tal violencia. En este caso hasta los servidores de justicia dicen “estamos atados de manos”.

Y la lista de errores en los que el Estado cree que entiende un problema y lo soluciona con un mal peor, continúa. Como cuando en un momento de lucidez le importó la salud sexual y reproductiva de las mujeres, en concreto el tema del embarazo adolescente —que hoy supera el 21%—, y definió como tema prioritario su prevención y atención con la Estrategia Nacional Intersectorial de planificación familiar y prevención del embarazo adolescente (ENIPLA), que contó con un presupuesto interesante. Hubo pocos avances: era ilógico esperar que un plan trianual reduzca un 25% el embarazo adolescente. Pero el tema se posicionó en lo público y en lo político, se crearon metodologías y se inyectó en los sistemas de salud y educación recursos materiales y económicos para trabajar el tema. Sin embargo, hubo la intromisión frontal de grupos fundamentalistas en las decisiones del Estado y la ENIPLA fue sometida a una evaluación sesgada por una posición conservadora y moralista que calificó a una estrategia nacional enmarcada en los derechos humanos como algo falto de valores. Así se concretó —mediante decreto presidencial— la creación del Plan Familia que definió que la prevención del embarazo se debe trabajar desde la abstinencia sexual, que el rol de la familia como ejemplo de valores es impartir educación sexual, y que el sistema educativo no puede ni debe hablar sobre la homosexualidad pues es aceptar este fenómeno como algo normal.

Se eliminó todo lo que se había avanzando con la ENIPLA, se sacó de circulación el material didáctico y promocional que se había producido en el tema, se censuró el uso de metodologías participativas para educar en prevención a adolescentes y niños y niñas, y se llegó a prohibir que en los centros educativos se enseñe el uso del condón.  Claro que, igual que la propuesta política y técnica de Plan Familia, en ningún lado quedó la constancia de estas prohibiciones, todo se hizo vía oral.

Así, lo más rescatable en materia de salud sexual y reproductiva en los últimos 10 años a favor de las mujeres es la Guía de práctica clínica para la interrupción del embarazo que permite poner en marcha una ley que no se cumplía desde 1972. Es el instrumento para que médicos y otros profesionales de la salud faciliten a las mujeres la interrupción del embarazo en los casos que la ley lo permite, es decir cuando está en riesgo la vida o la salud de la mujer, o cuando una mujer con discapacidad mental ha sido violada.

Pero aún hay una deuda pendiente con la salud de las mujeres y la prevención de la muerta materna. En el Ecuador la discusión por la despenalización del aborto en casos de violación no pasó de un día, las asambleístas que pusieron el tema en discusión fueron sancionadas públicamente: el Presidente Correa dijo que renunciaría si esto se aprobaba, y pese a que el 65% de la población se manifestó a favor de este punto, la propuesta de ley fue archivada y sepultada. Ahí se ve claramente otro de los desaciertos en materia de derechos, la instrumentalización de las mujeres en cargos de decisión y la violencia política que viven constantemente las mujeres que los ostentan.

El Ecuador sí se puede dibujar como un país de avanzada cuando se lee su marco normativo: la paridad en cargos públicos y de decisión es un tema saldado en lo formal  pero en lo práctico es otra cosa. Las mujeres que lo viven algún rato tendrán que contar públicamente esta verdad vergonzosa que muchos no la ven —porque no quieren hacerlo o porque están más cómodos con este sistema patriarcal y aberrante que se vive en el país.

Como escribí al principio, complicado hacer un balance cuando sabemos que aunque hay avances en papel, el resultado es negativo.