El deterioro de los derechos fundamentales, especialmente, aquellos de naturaleza civil y política ha sido uno de las características de los 10 años del mandato de Rafael Correa. Es verdad que este gobierno hizo una significativa inversión en educación, salud e infraestructura, y lo sabemos de memoria porque Rafael jamás permitió que lo olvidásemos. Es más, nos lo sacó en cara en casi todas sus intervenciones públicas durante su mandato, especialmente cuando alguien le cuestionaba sobre cualquier aspecto de su gestión. Pero es igualmente cierto que, en estos diez años, Ecuador se convirtió progresivamente en objeto de preocupación internacional por las repetidas violaciones a derechos fundamentales cometidas desde las más altas esferas del poder.

Nunca entendí aquello de “pero, tenemos carreteras”. Primero, porque me parece que un gobierno tiene la obligación jurídica y moral de invertir en mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos, especialmente si cuenta con recursos para hacerlo, y aún si sus predecesores hubieran fallado en cumplir con ese deber. Con un precio del barril de petróleo que durante algunos años estuvo bordeando casi los cien dólares,  lo mínimo esperable era que la población contara con hospitales, viviendas y servicios viales dignos de un país del siglo XXI. Ningún presidente nos hace un favor cuando realiza el trabajo para el cual el pueblo lo eligió.

Segundo, porque en estos diez años, construir carreteras se convirtió en el mejor pretexto para restringir ilegítimamente el ejercicio de otros derechos, especialmente si dicho ejercicio suponía fiscalizar las gestiones de funcionarios o entidades públicas. Equivocadamente, Correa creyó que hacer puentes, inaugurar hospitales y comprar computadores, le daba una carta blanca para hostigar, criminalizar, insultar, perseguir, disolver y amedrentar a todo crítico u opositor que se atreviera a cuestionarlo. Al más puro estilo de la Guerra Fría, nos puso a decidir entre tener beneficios sociales o ejercer derechos civiles.

Así las cosas, y a pesar de las escuelas y  hospitales del milenio, esta década será recordada como una de las más hostiles y regresivas en materia de derechos humanos. Esto es evidente a través de varias situaciones que desarrollaré, y que pueden resumirse en el antagonismo del gobierno de Correa con los órganos de protección de derechos humanos, especialmente con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); la inobservancia sistemática de los estándares jurisprudenciales en la materia por parte de los jueces y otros órganos con facultades adjudicativas; y la falta de independencia judicial que propició y permitió la mayoría de los atropellos contra los derechos  que el Ecuador se obligó a respetar y garantizar mediante la ratificación de decenas de instrumentos internacionales tanto a nivel de NNUU, como en el sistema de la  OEA.

Una década de antagonismo con los órganos de protección de Derechos Humanos, especialmente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Por primera vez en su historia durante el gobierno de Correa el Ecuador se convirtió en uno de los principales detractores del trabajo de los órganos del sistema de protección de derechos humanos, especialmente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).  Al comienzo del gobierno de Correa, Ecuador parecía tener una excelente disposición para cumplir, incluso más allá de lo convencionalmente exigible, con sus deberes de respeto y garantía de derechos humanos. Una prueba de esto fue la emisión de un acuerdo Interministerial para el cumplimiento de las Medidas Cautelares otorgadas por la CIDH en favor de los pueblos indígenas Tagaeri y Taromenane, y la posterior emisión  el Decreto Ejecutivo 1317, donde se dotaba al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos con facultades amplias para cumplir las sentencias y recomendaciones de los órganos del SIDH. En 2010 fue la célebre audiencia pública —solicitada por el propio Estado de Ecuador a la CIDH— durante el 140 período de sesiones de la CIDH donde se presentaron algunos resultados del Informe de la Comisión de la Verdad. Esto demuestra que al menos en un comienzo hubo la intención del Estado de investigar y sancionar las graves violaciones a derechos humanos desde el 1980 hasta 2008, cometidas especialmente por las administraciones socialcristianas, y de reparar integralmente a las víctimas y familiares por desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura. En ese mismo período de sesiones, recuerdo, acudieron por primera vez Fundamedios y otros representantes de la prensa local para denunciar, ya en ese entonces, de una situación de deterioro en el ejercicio del derecho a la libre expresión. Nada queda de ese tiempo.

Creo que el quiebre con la CIDH, y especialmente con la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión (RELE) fue en 2011, a partir del seguimiento que hizo la RELE al caso “El Universo”. Se agravó más tarde en 2012, cuando ese órgano otorgó medidas cautelares para evitar la ejecución de la sentencia contra Emilio Palacio y los hermanos Pérez.

No era para menos:  la decisión de los tribunales ecuatorianos de imponer una condena penal y una multa exorbitante por la publicación de un artículo de opinión donde se cuestionaba las decisiones del Presidente en el marco del 30-s, violaba de manera burda estándares  importantes que durante dos décadas había venido desarrollando el SIDH en materia de libre expresión. Estándares como que los funcionarios estatales están sometidos a un mayor escritorio público, y que por tanto, procesar penalmente a quien cuestione o critique estas gestiones, viola el derecho a buscar, recibir y difundir información de interés público. Correa, que hasta hoy no logra ver la línea que separa a Rafael-Presidente de Rafael-ciudadano susceptible, consideró particularmente ofensivo que la CIDH hubiera respaldado a los periodistas. El gobierno ecuatoriano arremetió contra la CIDH, la RELE, el Universo y Fundamedios, llegando incluso a solicitarle a la Comisión, de la forma más altanera y desubicada posible,  que explicara las razones para adoptar esa medida cautelar. Ese fue el principio del fin de las relaciones entre la CIDH y el gobierno correísta.

El contexto regional sirvió, desafortunadamente, para fortalecer la arremetida del correísmo contra la CIDH, pues por aquel entonces, también otros países estaban molestos por los efectos que a nivel interno tenía el trabajo de la Comisión. Ya desde 2011, se había formado en la OEA un grupo de trabajo para “reflexionar” sobre las mejoras que requería el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Siempre lo pongo entre comillas, pues estoy convencida que ese proceso, especialmente durante su fase final, tuvo como propósito encubierto mermar y reducir la posibilidad de la CIDH de denunciar de manera pública los actos de ciertos Estados de la región que violaban derechos humanos, y de exigirles frenarlos o enmendarlos.

Es necesario recordar que en junio de 2012, la Comisión le había ordenado a Brasil suspender la construcción de la presa hidroeléctrica Belo Monte para garantizar los derechos de los pueblos indígenas habitantes de la zona. Si bien la medida fue posteriormente reducida a causa de la presión del Estado y del entonces Secretario General José Miguel Insulza, el incidente dio cabida a que se empiece a cuestionar la facultad legal de la CIDH de otorgarlas, a pesar de que desde la década de los noventa habían sido fundamentales para prevenir violaciones graves e irreparables a derechos humanos en la región”. Perú en cambio había protestado ante el envío por parte de la CIDH a la Corte Interamericana del caso conocido hasta entonces como Chavín de Huántar, donde se responsabilizaba al Estado por las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del escuadrón de ese mismo nombre, en el marco de operaciones antiterroristas. Funcionarios peruanos dijeron, en esa oportunidad, que la CIDH había cometido una “patinada”, y se comprometieron a reducir sus facultades en la región. Venezuela, por su parte, ya tenía a su haber una década de enfrentamientos con la Comisión Interamericana, especialmente en el ámbito de la libertad de expresión y la independencia judicial y desde 2002, había ingresado al famoso Capítulo IV del Informe Anual de la CIDH, donde los países con mayores problemas en materia de democracia y observancia con las obligaciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos son minuciosamente analizados.  En la misma situación estaba Colombia por el conflicto armado interno desde el 2000, y a ninguno de los dos Estados les hacía gracia estar en esa que llamaban la “lista negra” de la CIDH.

El proceso de “reflexión” (yo le llamo “debilitamiento”) sobre la CIDH, liderado por Ecuador y esos otros Estados, pretendía, en resumen, disminuir las capacidades de captación económicas de la CIDH, debilitar el accionar de la RELE, limitar las facultades de la CIDH para emitir medidas cautelares, y entorpecer los procesos sobre peticiones individuales. En palabras del profesor Douglas Cassel, la CIDH estaba en medio de una “tormenta perfecta”. En marzo de 2013, y después de que Colombia, Brasil y Perú adoptaran una posición más moderada con respecto a las reformas, el proceso terminó sin que las pretensiones de los Estados del ALBA, liderados por el Canciller ecuatoriano Ricardo Patiño se vean realizadas, especialmente con respecto a la RELE. No obstante, me atrevo a decir, que el proceso dejó temerosa a la CIDH hasta hoy. Ello se ha agravado por la reciente crisis financiera que en 2016 casi forzó al órgano a reducir a la mitad a su personal. La CIDH nunca volvió a ser la misma, y ese debilitamiento, que afecta la posibilidad de millones de personas de la región de obtener justicia ante violaciones de derechos humanos cometidas en sus Estados, es atribuible, casi en su totalidad, al gobierno de Correa.

A partir de 2013, Ecuador ha desistido de participar en la mayoría de las audiencias públicas solicitadas por la sociedad civil en la CIDH.  En octubre de ese año, declinó a última hora de acudir a una audiencia sobre libre expresión y asociación mediante el envío de un oficio donde reprochaba a la CIDH por llevar a cabo la misma, algo que en su momento el periodista quiteño Jean Cano definió como un yucazo diplomático la CIDH”.  En días posteriores, quienes acudimos esa audiencia en calidad de peticionarios, fuimos objeto de estigmatización, ataques e insultos por parte del aparato de información del Estado.  Lo mismo siguió pasando durante los años siguientes.

Con respecto al sistema de derechos humanos de las Naciones Unidas, el Ecuador ha demostrado una posición menos confrontativa. Recientemente, durante el 27mo Examen Periódico Universal, la delegación ecuatoriana presentó su versión sobre la situación de derechos humanos en Ecuador, donde mostraron al país como un paraíso en materia de su ejercicio y observancia, y resaltaron los avances en materia de beneficios sociales. No obstante, persistieron las descalificaciones a los miembros de la sociedad civil que presentamos informes al Comité de Derechos Humanos, y rechazaron las recomendaciones que, de manera concreta, criticaban al Estado en asuntos como independencia de la justicia y libertad de expresión.  En síntesis, el 27 EPU para Ecuador fue una muestra más del ya tradicional, “pero tenemos carreteras”.

Una década de atropellar los estándares internacionales en materia de derechos humanos.

En materia de derechos humanos esta década será recordada, además, por la práctica sistemática de tergiversar y atropellar estándares jurisprudenciales desarrollados por los órganos del SIDH y NNUU —para dar sentido y alcance a las obligaciones establecidas en la Convención Americana o el Pacto de DCPs— por parte de las tres funciones del Estado: Ejecutiva, Legislativa y Judicial. Esto es especialmente cierto en el ámbito de derechos como la libertad de expresión, asociación y derechos sexuales y reproductivos, donde la postura del presidente y altos funcionarios públicos ha sido, en sí misma, contraria a las obligaciones estatales con respecto a ese derecho: romper un periódico crítico al Gobierno en plena sabatina, o llamar a ciertos periodistas  «sicarios de tinta», disolver organizaciones sociales que han cuestionado la gestión pública en materia de política extractivista o amedrentar a asambleístas del partido de gobierno para evitar que voten a favor de reformas legales que favorecían al ejercicio de derechos sexuales de millones de mujeres, son solo algunas muestras de cómo, desde las más altas esferas del poder, el gobierno ecuatoriano ha hecho tabla rasa de los estándares internacionales en materia de derechos humanos.

Posiblemente la peor parte se la ha llevado el derecho a la libre expresión. La sola existencia de campañas de hostigamiento a la prensa en sabatinas y cadenas, se consideran ataques al ejercicio de la prensa libre. La aplicación de la figura penal de injurias para proteger el honor del presidente (falsamente actuando como ciudadano en esos procesos), y las sentencias con indemnizaciones exorbitantes eran, cada una de ellas, un deterioro al deber de control de convencionalidad del Ecuador con los estándares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la materia.

Cómo olvidar a la juez Mercedes Portilla, que en la sentencia del caso “Gran Hermano” creó el estándar del “daño espiritual” supuestamente perpetrado por los autores de ese libro contra el presidente-ciudadano Correa, como excusa para imponerles al pago de indemnización civil exorbitante, cuando los estándares internacionales en la materia claramente prohíben ese tipo de sanciones para la emisión de información sobre posibles actos de corrupción desde el sector público. O la figura de la “responsabilidad coadyuvante” por la cual se condenó a la empresa Diario el Universo para poder exigirle una indemnización descomunal en el caso de Emilio Palacio. Cómo olvidar que la Corte Constitucional, en la sentencia donde analizó el código de la democracia, declaró constitucionales los artículos donde se censuraba al trabajo de la prensa en época electoral, cuando es precisamente en ese contexto cuando se vuelve más necesario que puedan informar y opinar con libertad. Cómo olvidar, ya más recientemente, a Karen Matamoros, quien, escondida atrás de un papel, y como quien no entendía bien la cosa, leía una sentencia donde condenó a nueve ciudadanos intachables, para proteger la honra de un funcionario público cuestionado por éstos, miembros todos de la Comisión Nacional Anticorrupción. Ese posiblemente, fue uno de los episodios más vergonzosos, pero también claros, de cómo las cortes nacionales tergiversaron el contenido de los derechos a los cuales somos titulares todos, y que surgen desde el Derecho Internacional.

Constituyeron también atropellos a estándares internacionales la adopción de la Ley Orgánica de Comunicación (LOC) y el Decreto 16. En el primer caso esa norma violaba estándares que prohíben al Estado imponer contenidos a los medios, y establecer figuras ambiguas para sancionar su trabajo, como el linchamiento mediático. Con respecto al Decreto 16, una de las normas más restrictivas a nivel mundial en materia de libre asociación, la imposición de requisitos engorrosos y extremadamente burocráticos para el registro de OSCs, así como la prohibición de participar en asuntos de interés público constituyeron violaciones a las obligaciones estatales de garantizar y asegurar el trabajo libre de defensores y activistas de derechos humanos. Las demandas de inconstitucionalidad de este decreto no han sido respondidas desde 2013 que fueron planteadas, hasta el cierre de esta nota.

En esta línea, la disolución de Fundación Pachamama y la Unión Nacional de Educadores, ambas organizaciones críticas al gobierno, bajo esa norma, constituyeron violaciones al derecho de las OSCs de defender derechos humanos. La criminalización y detención de cientos de indígenas en el marco de protestas públicas por las políticas extractivista del gobierno, han violado el estándar internacional sobre el derecho a protestar pacíficamente, especialmente protegible cuando quienes lo ejercen son grupos tradicionalmente marginados y excluidos, como diría la Corte IDH en el caso Norim Catrimán v. Chile.

A nivel de la función administrativa, la entrada en vigencia de la LOC y la creación de Supercom institucionalizaron la política estatal sistemática, de reprimir por todo y nada a la prensa. Las sanciones emitidas por ese ente administrativo  tienen a muchos medios en una situación económica tan precaria que, sin que el gobierno los cierre directamente, deberán cerrar o reducir operaciones a causa de ese perjuicio económico. Esto es lo que la CIDH ha llamado “restricciones indirectas” al ejercicio de la libre expresión.

La Función Legislativa ha atropellado las obligaciones internacionales del Ecuador en diferentes áreas. Además de los ejemplos citados durante esta parte del artículo debemos recordar la penosa discusión sobre la despenalización del aborto por violación en el Código Orgánico Integral Penal. Cuando la propuesta contaba con el apoyo de varias asambleístas del partido oficialista Alianza País, el presidente, el secretario ejecutivo de la presidencia y  otros funcionarios de alto nivel reprocharon públicamente y sancionaron a las proponentes, quienes finalmente desistieron de la moción. Esto, a pesar de que contaban con respaldo jurisprudencial abundante, en el sentido de que la prohibición del aborto por violación constituye, en palabras de Juan Méndez, Relator Especial de Naciones Unidas Contra la Tortura, un trato cruel, inhumano y degradante. Imposible olvidar que en esa oportunidad, el secretario jurídico de la presidencia Alexis Mera declaró, con la mayor desfachatez, que “el Estado debe enseñar a la mujer a postergar su vida sexual”, cuando normas y estándares jurisprudenciales exigen justamente que en estos ámbitos no existan intrusiones abusivas en a vida privada de las mujeres y jóvenes.

Una década de meter la mano en la justicia, y usarla como medio de persecución a quienes son críticos al gobierno.

Finalmente, es importante mencionar que las violaciones a derechos humanos mencionados durante este breve recuento han sido en gran medida atribuibles a la ausencia de independencia en la  función judicial, y el progresivo  deterioro de las garantías constitucionales de tutela de derechos humanos. En especial de la acción de protección que, en muchos casos, terminó siendo usada por el propio Estado para tutelar supuestos derechos que no posee, pues éstos son exclusivamente atribuibles a las personas y grupos humanos. Como cuando en 2012, Diario La Hora fue obligado a rectificar una información publicada desde una tercera fuente, después de que la Secretaría de la Presidencia presentara en su contra una acción de protección por presuntas afectaciones al derecho a la honra…¡del gobierno! Cuando La Hora quiso protestar públicamente ante este contrasentido legal, fue objeto de una segunda sanción, donde se le impedía habla sobre el proceso o la sentencia. Igualmente, ciudadanos han activado la acción de protección en casos donde su derecho a la honra se ha visto conculcado en el contexto de un Enlace Ciudadano, sus peticiones han sido sistemáticamente negadas, argumentando, que no son la vía idónea para la tutela de esos derechos.

Ello ocurre en un contexto de progresivo control del Ejecutivo sobre la Justicia. El génesis de ese control surge en 2011, tras la consulta popular que habilitó la famosa “metida de mano en la justicia”. Las reformas fueron cuestionadas desde el inicio: varios magistrados no contaban con los requisitos mínimos para el cargo, o eran extremadamente cercanos al Ejecutivo. En años posteriores, los casos de alto perfil eran abiertamente discutidos en sabatinas y cadenas;  el presidente declaraba culpables a quienes le contradecían (acordémonos del Coronel Carrión, procesado por cuestionar la versión oficial sobre el secuestro al Presidente el 30-s) y condecoraba a sospechosos si éstos pertenecían a su círculo cercano (Como cuando el homenaje a su primo Pedro, acusado en el caso Duzac).

La confianza en la independencia de la justicia ha ido en detrimento por estas injerencias abusivas, y ello se ha reflejado en lo que los propios practicantes del derecho opinan. En una encuesta de enero de 2017 realizada por el Colegio de Abogados de Pichincha, se determinó que 90% de los abogados en libre ejercicio de esa provincia dudab de la independencia e imparcialidad de los jueces y magistrados.  Ello se agrava ante la ambigua figura del “error inexcusable”, contenida en el artículo 109 del Código Orgánico de la Función Judicial, que no establece de forma clara y concreta las razones por las cuáles podría un juez ser removido de su cargo. Sobre este particular, varios Estados solicitaron a Ecuador revisar y reformar la norma en el marco del Examen Periódico Universal, pero el Estado rechazó dichas recomendaciones alegando la supuesta compatibilidad de la norma con estándares internacionales, que, por supuesto, establecen exactamente lo contrario.

Una década de retrocesos en materia de derechos humanos: a modo de conclusión.

Hacer un recuento sobre las varias violaciones a derechos humanos cometidos en la última década no es simple por el tiempo y espacio. Si bien he tratado de abordar los casos más sonados o emblemáticos, aquellos que se quedaron fuera no son menos graves: Mery Zamora, el Capitán Ortega, la niña violada por Glas ViejóManuela Picq y Carlos Pérez Guartambel, Polibio Córdoba, los Diez de Luluncotolos alumnos del Central Técnicolos migrantes cubanos, los presos del Turi, la Universidad Andina y varios, varios tantos que no quisiera dejar por fuera, son muestras vivas de lo que sucede cuando no existen frenos al poder desmedido del Estado. Cuando las cortes se convirtieron en instrumentos de criminalización y cuando los estándares sobre derechos humanos no son sino letra muerta en un papel.

El gobierno de Correa no se conformó solo con restringir derechos humanos puertas adentro. Se aseguró además de crear un contexto internacional donde esas acciones no fueran objeto de oprobio o sanción, y en así hacerlo, le dio una estocada profunda —por suerte aún no de muerte— a los mecanismos regionales de protección que durante décadas, fueron la última esperanza de quienes sufrían el atropello e indiferencia de sus propios gobiernos. Todo ello se hizo mediante un doble y engañoso discurso que nos quiso hacer creer a todos, tanto en casa  como hacia el exterior, de que nuestra posibilidad de expresarnos, de protestar, de decidir sobre nuestros cuerpos, y de fiscalizar al poder, podía intercambiarse por algunas cuantas carreteras.