Si hay algo que podemos celebrar de la Revolución Ciudadana es que –más allá de los criterios que se tengan sobre los beneficios y desastres que le ha dejado al país– nos ha permitido poner en evidencia algo muy propio de los ecuatorianos: definir la responsabilidad de todo lo que sucede y ha pasado en el otro. Ya sean unos tuits imbéciles acusando a los manabitas de cualquier tontería electoral o un peluche de borrego ahorcado afuera del Consejo Nacional Electoral. La culpa es del otro: del que odia, del que no entiende que esta es la oportunidad de salir del correísmo, del que apoya a un banquero, del que quiere votar en función de sus creencias, de quien apoya el “nulo” como alternativa, del que votó por Paco Moncayo en la primera vuelta –yo, uno de esos–, del que usa Chanel, de quien sigue ciego y no reconoce la corrupción del Gobierno, del que usa smartphones, del que hace fraude, del que lo justifica, del que tuitea, del que no tuitea, del que no debate, del que hace videos para redes en los que desenmascara la suciedad del contrincante político, del diario que se vende al Gobierno, del diario que no publica lo que el Gobierno quiere que se publique, del que se hace lustrar los zapatos por un niño…

Esas distancias siempre han existido y no solo son un fenómeno ecuatoriano. La sección de noticias de cualquier medio es la prueba de esto. Pero la característica local es que el adjetivo correísta ha determinado tanto sentido de confrontación que parecería que no tuviéramos manera de escapar. El correísmo incluso se confronta de manera violenta entre los suyos, con torpeza —la diatriba de Marcela Aguiñaga contra Juan Pablo Pozo es una muestra— y si se trata de mover una campaña electoral, pues no hay otra forma más que lanzar latas de atunes a fachadas de sedes del partido contrario y del Banco de Guayaquil. AP: Atunes País.

U organizar debates, cambiar las normas cuando han aceptado ambos candidatos y luego cancelarlo.

O usar el poder del Estado para irse en contra del otro candidato.

O anunciar que se tiene la lista de implicados en el caso Odebretch, como si de diera un golpe sobre el tablero.

El desgaste político es también la oportunidad de que movimientos y ciudadanos reflexionen sobre lo que han vivido, lo que viven y lo que quieren vivir.

Si hay una verdadera herencia de estos diez años —repito: por fuera de los triunfos, o no, en lo económico y en lo social— esta es la necesidad de la confrontación como único mecanismo de gobernabilidad y supervivencia en Ecuador. Ha funcionado, es verdad: sobre todo porque ha habido dinero, obras y un performance adecuado del aparato estatal en muchos aspectos como no pasaba en mucho tiempo. Y ese estilo agresivo, machista, está ahí, en nosotros. Se quedó en la superficie gracias a Correa y como había evidencias de un aparente correcto manejo del país, pues listo, lo dejamos. Somos una sociedad que acepta la violencia como forma de vida, que resiste los golpes, la corrupción, el robo y la sistemática exclusión de quienes no piensan o no son como nosotros.

Todo cambia cuando el dinero falta. Dejamos de justificar lo injustificable y reaccionamos con la violencia del caso.

Entonces, para la mayoría, la mejor manera de combatir al correísmo es usando las herramientas propias del  correísmo: la violencia se ataca con violencia; el insulto con insulto —cuántos detractores de Correa están en este momento insultando a los que no tienen decidido el voto o a quienes saben que van a votar nulo—, se rechaza la destrucción de valores y estructuras democráticas ejercida por la Revolución Ciudadana, y al mismo tiempo se critica con escándalo a posiciones electorales permitidas como el “voto nulo”.

La solución a todo este proceso de precarización de la convivencia es reducir la velocidad, es mirar las cosas con calma, es no caer en aquello que se rechaza. Parecía que Lenín quería eso, pero Atunes País no se lo permite y Moreno está, ya, en el sendero de la confrontación como estrategia de campaña. Porque desde el oficialismo la dureza es sinónimo de gobernabilidad. Quizás lo sea, pero ahora hay que dialogar, ¿no?

No sé si votar por Lasso. Sé que no podría votar por Lenín y sé que muchos de los triunfos sociales que se han dado en estos diez años van a desaparecer. Pero no por culpa del nuevo Presidente, sino por responsabilidad del mismo régimen que las creó, porque no se preocupó por construir políticas transversales que sostengan esos procesos, para que no pudieran verse en peligro por cambio de administración. La única preocupación que se percibe desde el poder político es la electoral.

Eso es todo para AP. ¡Ah! Y sobrevivir las investigaciones por corrupción.

Con todo esto quiero decir que ante un candidato que confronta, prefiero uno que dialogue. Quizás eso no permita una buena gobernabilidad —y en el caso de Lasso, con una Asamblea con mayoría de AP, la situación es compleja, mas no imposible—, pero al menos escucharnos o hacer un nuevo intento para escucharnos, luego de 10 años de falsa o incompleta inclusión, es una posibilidad real de cambio y de bajar las revoluciones. Un diálogo de acuerdos y desacuerdos, pero diálogo al fin.

Cuando Lasso hace público sus contactos con otros líderes políticos, cuando acepta invitaciones a todos los debates, cuando acepta que ha cometido errores en alguna declaración, hay algo interesante que se abre. Cuando desde el oficialismo se usan recursos públicos para seguir culpando al candidato contrario del Feriado Bancario —cuando otros “culpables” más directos han colaborado con la Revolución Ciudadana— leo lo mismo desde hace diez años, una y otra vez. La serpiente se muerde la cola.

¿Votar por Lasso? No lo sé. Pero al menos me da una alternativa para pensarla. Y la estoy pensando, como muchas otras personas, en estos días, en estas horas.