Todos los días, las mujeres se enfrentan a un mundo diseñado que las excluye, las violenta o las ignora. Cuando la periodista Nobel de Literatura Svetlana Alexievich estaba escribiendo La guerra no tiene rostro de mujer dijo que solía llegar a las casas de  sus entrevistadas, pero que era el hombre que se sentaba en el centro para hablar desde nuestra posición de “prisioneros de las percepciones y sensaciones «masculinas». De las palabras «masculinas».”. El libro recoge los testimonios de las mujeres que pelearon por la Unión Soviética (URSS) en la Segunda Guerra Mundial. Unas voces omitidas durante décadas por la historia oficial que revelan una cotidianeidad de momentos estremecedores, crueles e incluso tiernos. Aún hoy, a más de treinta años de su libro, las narrativas viriles insisten en desplazar hacia el silencio a las voces femeninas. Estas cinco historias sobre mujeres que diseñan, ensamblan y comparten empresas, oficios, sistemas e ideas para ayudar a otras mujeres narrados en esas propias voces femeninas, que nos permitan sensaciones y percepciones femeninas.

“Aprender a defenderse no solamente es un tema físico, es de empoderamiento para las mujeres” Daniela Peralta, 33 años, emprendedora y voluntaria

Cuando tenía siete años, los padres de Daniela Peralta e hicieron elegir entre aprender ballet o karate. Sin pensarlo, demasiado eligió lanzar patadas en lugar de usar tutú. Esa decisión le cambió la vida. Su padrastro solía ser violento y maltrataba a su mamá. Un año después de empezar sus clases del antiguo arte marcial japonés, Daniela vio cómo le lanzaba un golpe en la cara a su madre y ella decidió aplicar sus conocimientos de karate y lo golpeó. “Las personas que agreden no se imaginan que tú vas a reaccionar así”, dice Daniela —un metro setenta, tiene el rostro redondo y la tez blanca— detrás de una sonrisa que se repite a menudo.

Daniela Peralta

Daniela Peralta

Lleva 25 años practicando karate y hoy ha llegado al nivel más alto: es cinturón negro tercer dan. “Saber defenderme me ha protegido de ser agredida muchas veces”—dice—“No solamente es un tema físico, es de empoderamiento”,. Por eso, cuando viajó a la provincia de Manabí, tres días después del terremoto de abril de 2016, que la devastó, la indefensión en la que encontró a mujeres y niños la motivó a enseñarles lo que sabía. Llegó a Canoa, un pequeño pueblo costero del norte ecuatoriano, con un grupo de amigos voluntarios: ellos construían casas, ella enseñaba defensa personal.

Empezó con niños y niñas de entre cinco y quince años, y de a poco se fueron integrando las madres. Al principio fueron diez, en la última clase ya eran cincuenta. Lo importante era que sepan cómo reaccionar ante un ataque, pues muchos —tanto niños como mujeres— habían sufrido ya algún tipo de abuso por las condiciones en que quedaron tras el desastre.

Una de las mujeres vivía la violencia en casa. Su marido bebía hasta embrutecerse de alcohol y la golpeaba. Ella asistía a las clases a pesar de que su esposo se oponía. Tímida, se dejaba pegar por Daniela, que le insistía en que devuelva el golpe. Poco a poco, se fue arriesgando, primero a frenar a la instructora, después a usar sus manos para defenderse. Un día, sonriente, le contó que su marido había recibido un puñete. “Esto sí sirve porque mi marido me quiso pegar borracho y yo no le dejé, le boté contra el piso”, le contó la mujer.  Desde entonces, no ha dejado de visitar la zona afectada por el terremoto: cada quince días viaja hasta allá con el grupo de voluntarios para enseñarle a las mujeres cómo utilizar manos y piernas para impedir ser abusadas o atacadas.

Hace poco, Daniela fue incluída en un grupo de Facebook No Callamos Más, en el que muchas mujeres contaban sus experiencias de abuso y violencia. Se se sorprendió al encontrarse con historias de muchas amigas suyas. “Yo no tenía idea de nada de eso y eran panas, panas”, dice. “Mientras leía cada episodio, se me aceleraba el corazón, relata Uno de los que más le impactó fue el de un ginecólogo que había abusado de una chica. No podía no hacer nada. Recordó que varias veces estuvo en situaciones abusivas, en las que se sintió en riesgo y fue gracias a sus habilidades para defenderse que pudo sortearlas. Entonces se ofreció para dar clases de defensa personal para mujeres, sin cobrar nada. Muchas mujeres se interesaron, le escribieron y asistieron todos los sábados de febrero, en tres horarios distintos en la iglesia La Viña, en el norte de Quito y en la sede del Cuerpo de Bomberos de Quito. Más de doscientas mujeres de todas las edades fueron a tomar las clases.

Desarrollar la habilidad de defenderse con las manos tiene un efecto catalizador: genera la habilidad de defenderse con la palabra. “Es chévere ver cómo al principio solo reciben el golpe, cierran los ojitos, se dejan dar de una y luego ya dicen No” —dice Daniela— “La palabra no también causa un impacto hacia la persona que te agrede, pone una barrera un límite”. A las clases gratuitas en Quito asistió una señora de unos 65 años que pocos meses antes había sido raptada en una modalidad delictiva llamada secuestro express (los delincuentes retienen a una persona durante horas, mientras la obligan a vaciar sus cuentas de banco y finalmente la abandonan en barrios lejanos). Ella le preguntó cómo defenderse si la ahorcan como lo habían hecho los asaltantes. Para enseñarle la técnica, Daniela tenía que poner sus manos alrededor del cuello de la señora y apretarlo. Mientras eso pasaba, los ojos de ella se llenaban de lágrimas recordando el episodio traumático que había vivido. “Pégueme”, le decía Daniela, “no se deje”. Y finalmente la golpeó.

Daniela dice que para hablar y enseñar defensa personal también hay que romper un estigma machista. “Aquí, especialmente en Quito, la gente piensa a veces que una dama no debe pegar”. Ella sabe que no es cuestión de golpear por golpear —como le criticó alguien en redes sociales— sino que, como toda arte marcial, el karate ayuda a cultivar una disciplina paciente, una concentración aguda y una persistencia de fierro. Por eso es una herramienta útil para que las mujeres combatan la violencia en su contra, que en el Ecuador —según estadísticas oficiales— tiene niveles alarmantes: seis de cada diez mujeres dicen haberla padecido en alguna de sus formas. Además, recurrir a las artes marciales como una estrategia de defensa femenina no es algo nuevo: cuando, a principios del siglo veinte, las sufragistas británicas peleaban por el derecho al voto —una historia popularizada por la película protagonizada por Meryl Streep y Helena Bonham-Carter— aprendieron jiujitsu para enfrentarse a los policías que intentaban desbandar sus manifestaciones.

Los cursos van a continuar en Quito con un costo simbólico que Daniela y su grupo de amigos van a utilizar para continuar viajando a Esmeraldas y Manabí. “Lo que más me motiva es saber que ayudo en algo, que lo que enseño puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Veinticinco años después de haber elegido el kárate por encima del ballet, cuando ya es cinturón negra tercer dan —el más alto de los niveles— sabe que tomó la decisión correcta.

“Es importante entender que en el Ecuador y en la región el reciclaje es un tema de género”, Paula Guerra, 36 años, voluntaria en ReciVeci

Paula Guerra habla con pasión y casi sin pausas del reciclaje: parecería que no toma aire mientras dice las palabras que identifican cada parte del proceso. Su memoria parece acompañarla con la rapidez con la que mueve sus labios. Es más bien delgada, su cabello es corto, liso y oscuro, tiene ojos verdes que miran a todas partes mientras habla. Ella es ingeniera agrónoma pero lleva diez años vinculada a proyectos de reciclaje inclusivo. Desde marzo de 2016 es parte de ReciVeci, una iniciativa ciudadana para visibilizar el trabajo de las mujeres recicladoras en Quito y ayudarlas a organizarse para mejorar su calidad de vida y las condiciones de trabajo.

Una mujer recicladora es, por lo general, una señora que no ha tenido acceso a la educación, que es cabeza de familia y que ha optado por esa forma de vida porque no ha tenido oportunidades. ReciVeci es el acrónimo de un quiteñismo puro: recicle, vecina. Veci es —junto con caserita— tal vez el modismo más usado en la capital del Ecuador: si uno va a la tienda,  la señora que atiende le dice hola, veci, si uno se cruza con el vecino del apartamento, usa el mismo saludo.  ReciVeci funciona en dos barrios del norte de Quito: la República del Salvador y la Floresta. Nació  de un grupo de voluntarios que decidieron generar un cambio en sus barrios. La idea es ayudar a las recicladoras a organizarse para tener mejores condiciones laborales. Participan cerca de treinta mujeres recicladoras y ha podido ser sostenido gracias al trabajo voluntario, crowdfunding y algunas donaciones.

De las cuatro millones de toneladas de residuos que se producen en el país al año, un millón son potencialmente reciclabes —papel, cartón, plástico, vidrio y chatarra—. En 2014, un estudio de la Iniciativa Regional para el Reciclaje Inclusivo determinó que en Ecuador existen 20 mil recicladores de base —los que recogen los residuos antes de que pase el camión de la basura— que aportan con cerca de la mitad de todo lo que se recicla en el país.  De esos 20 mil, más de la mitad son mujeres. En Quito, son tres mil cuatrocientos recicladores. Y de cada diez, siete  son mujeres. “Es importante entender que en el Ecuador y en la región el reciclaje es un tema de género”—dice Paula— “Son madres de familia que recolectan acompañadas de sus hijos”.

Uno de los componentes más importantes es la información: los ciudadanos deben saber qué se puede reciclar y qué no. Para eso, ReciVeci desarrolló una aplicación —disponible para Apple y Android— en la que se explica a los dueños de casas, restaurantes y, en general, a cualquiera que produzca y acumule basura, qué se puede reciclar y cómo se debe entregar. Además, se establecen las rutas por las que van las recicladores en los dos barrios que se aplica el proyecto en Quito: La Floresta y la República del Salvador. Haciendo clic en una ruta específica —indicadas con diferentes colores—, aparece el rostro de la recicladora, con su nombre y un poco de su historia. En la ruta roja, una de las mujeres es Mercedes, que recicla hace 31 años, tiene ocho hijos y un sueño: tener una casa y que sus hijos estudien. En la aplicación están los horarios y días en los que pasa recogiendo el material, para que los vecinos sepan qué día pueden sacarlos. Paula cree que esto le pone una cara a un oficio por lo general invisible y anónimo.

La organización les ha permitido hacer que el trabajo sea más eficiente: al establecer horarios han podido mejorar la cantidad y la calidad de tiempo que les dan a sus hijos, dice Paula con sus palabras de entusiasmo: “También ha incrementado la cantidad de residuos sólidos recuperados, hasta en un 200%, lo que ha generado un mayor ingreso económico para sus familias”. El esfuerzo porque las recolectoras dejen de trabajar de forma individual para hacerlo colectivamente ha dado frutos. Han logrado, además, construir un centro de acopio que tiene mejores condiciones: el anterior era pequeño, húmedo, sin ventilación, sin un espacio adecuado para ubicar lo recolectado, todo se amontonaba. Para construirlo colaboraron voluntarios, entre ellos arquitectos de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y el colectivo Con lo que hay, que utiliza materiales reciclados para construir viviendas. Sin embargo quienes dirigieron y organizaron la construcción fueron las propias recicladoras. Paula dice que todo eso influye en la autoestima de las mujeres que participan. “Aprenden a verse diferente, a proyectarse con otra visión del futuro”, dice y queda claro que ReciVeci es un asunto de plásticos pero, mucho más, de derechos para mujeres pobres.

ReciVeci quiere crecer. Una donación de un organismo internacional les permitirá plantear un modelo de gestión que podrá ser replicado por otros barrios. “El proyecto ReciVeci es un ejemplo para el resto de ciudades del país, para el resto de proyectos colectivos barriales”, dice Paula. No solamente mejoró las condiciones de trabajo si no también permitió que las recicladoras se asocien, y puedan sentarse en la mesa de funcionarios a hablar sobre políticas públicas, mujeres trabajadoras y, por supuesto, toda es basura que producimos.

“Es un proyecto hecho por y para mujeres. Lo sentimos, sabemos qué es lo que necesitamos, qué es lo que queremos.” María Cecilia Holguín, 31 años, emprendedora en Lila Working Moms

Cuando nació su hijo, María Cecilia Holguín se enfrentó al dilema de quedarse con él en casa o volver a trabajar. María Cecilia Holguín es ambateña, de cabello largo y rizado, usa lentes y hace diez meses tuvo a Tomás, con quien llega a la entrevista. Cuando tuvo que volver a la empresa donde trabajaba acordó con sus jefes estar medio tiempo en la oficina y medio tiempo desde su casa, pero al cabo de un mes se dio cuenta que no iba a funcionar  porque tenía un puesto directivo que implicaba reuniones sin planificación previa a las que no podía asistir. Entonces renunció. “Me di cuenta que no estaba haciendo bien ninguna de las dos cosas”. Convencida de que había una forma de equilibrar su vida familiar con su vida laboral, empezó a investigar sobre la posibilidad de trabajar desde casa. Vio que el teletrabajo funciona desde hace años en países México y Reino Unido y decidió crear proyecto que permitiera a las mujeres ser madres y profesionales. Así, seis meses después de Tomás, en noviembre de 2016 nació Lila Working Moms.

María Cecilia Holguín

María Cecilia Holguín

La idea era simple: una bolsa de trabajo flexible que ofrezca a las mujeres las posibilidad de trabajar desde casa, por proyectos o a medio tiempo.  Tiene dos socias, Isabel Jácome, arquitecta y paisajista y Rafaela Mera, economista a cargo de Recursos Humanos.  Ambas son madres y también habían dejado de lado sus carreras para poder ocuparse de sus hijos. Es un negocio virtual que funciona a través de una  página de Facebook. Ya han recibido 1590 solicitudes, han publicado seis vacantes —de empresas que las contactaron al enterarse del proyecto— y hay una persona contratada. “Apenas estamos empezando”, dice Holguín, y explica que el trabajo que se hace con las empresas es sostenido. “Hay que reunirse y explicarles cómo les puede beneficiar incorporar este tipo de trabajo”. En el Ecuador, es difícil a acceder a cifras sobre la cantidad de mujeres que han dejado de trabajar para dedicarse a sus hijos y el impacto que eso tiene en la economía familiar.

Es un proyecto hecho por y para mujeres. “Lo sentimos, sabemos qué es lo que necesitamos, qué es lo que queremos.”, dice Holguín, convencida. Lila se ha asociado con Mujeres por Ecuador Women for Women, dos organizaciones que potencian el liderazgo femenino. Para ella, es importante que las mujeres sepan que pueden combinar dos aspectos fundamentales de su vida: sus hijos y su trabajo. “Dejar lo uno de lado, para dedicarse a lo otro, nos afecta psicológicamente”, dice. Por eso, Lila también las apoya asesorándolas en distintas áreas: manejo del tiempo para el trabajo desde casa, presentación de una hoja de vida, uso de herramientas digitales, entre otras.

Los ingresos de Lila vienen de las asesorías que ofrece a las empresas para que implementen el trabajo y de las membresias mensuales o anuales que pronto empezarán a cobrar para que puedan tener acceso a las hojas de vida.

Lila también ha organizado encuentros entre empresarios interesados en esta modalidad de empleo, Ministerio de Trabajo y mujeres: el Café Lila. La idea es que los actores involucrados se interesen y se informen. En esas rondas, participa también Bolsa Rosa, la organización mexicana que inspira a Lila y que las asesora.

“Hay que entender que se puede sanar a partir de la palabra, hay que contar historias para que a otras mujeres no les pase lo mismo”, Nelly Valbuena, 49 años, periodista en Mujeres Contando

Hace doce años, Nelly llegó hasta Coscuez, en la región de Boyacá en el centronorte de Colombia, una zona conocida por sus minas de esmeraldas y la presencia de paramilitares. Ella no iba ni por armas ni piedras preciosas, sino a dar un taller de radio para mujeres. Conversando con el cura del pueblo, supo que había un problema grave: el control de la natalidad. Las mujeres tenían seis, ocho, diez y doce hijos, los últimos cuando ya estaban cerca de la menopausia. “Aquí lo que necesitamos es condones”, le dijo el cura del pueblo, un muchacho joven y pragmático. “Yo se los consigo”, le respondió Nelly. A los pocos días, regresó con los preservativos, se los entregó al cura y él, en un carrito viejo que tenía, los repartió en el pueblo.

Nelly Valbuena

Nelly Valbuena

Nelly es una periodista apasionada por contar historias, pero también una activista por los derechos de las mujeres. Mide menos de un metro sesenta, es de tez blanca y lleva el cabello corto. Como buena periodista es habladora. Una vez que empieza a contar, difícilmente se detiene. Mueve sus manos mientras recuerda que sus primeras coberturas estuvieron relacionadas con el conflicto armado y la paz en su país, Colombia. Una vez reportó la historia de una mujer que había sido desplazada con sus cuatro hijos pequeños, luego de ver morir a su esposo y a su hijo asesinados por paramilitares que los acusaron de colaborar con la guerrilla. En otra ocasión, la de Francia Elina, que perdió una pierna, de una mina antipersonal. En un instante perdió una pierna, al bebé que llevaba en el vientre y a su esposo por una mina antipersonal. Vio una realidad de la guerra que pocas veces se relata: las mujeres son las que más estaban padeciendo el conflicto. Eso la hizo repensar su programa radial  Mujeres Contando, que había empezado transmitiéndose en emisoras comunitarias y en Radiodifusora Nacional de Colombia (RCN): decidió que debía involucrar a esas mujeres a hacer radio, a tomar la palabra y hablar por ellas mismas. Empezó a dar talleres y a enseñar el oficio a organizaciones de mujeres desplazadas, víctimas de violencia intrafamiliar o del conflicto armado. El género es un eje transversal de su vida y su profesión. “Hay que entender que se puede sanar a partir de la palabra, hay que contar historias para que a otras mujeres no les pase lo mismo”, dice. Por eso, cuenta sus experiencias, escribe, capacita, forma y educa.

En 2011 Nelly llegó al Ecuador. Se casó con un ecuatoriano y comenzó a dar clases en la Universidad Salesiana de Quito. Logró que se incorpore la cátedra de Comunicación, Género y Derechos Humanos: es la única carrera en Ecuador que lo ha hecho. “Eso es súper importante porque los estudiantes se forman desde ahí para aprender que los temas de género no son solo una sección en los medios”— explica Nelly— “Si aprenden a mirarlo así, podrán contar las historias de otra manera”, dice.

Hace cinco años Nelly la vida le puso delante otra batalla relacionada con ser mujer: le detectaron cáncer de seno, que luego se convirtió en metástasis en huesos, hígado y páncreas. Sobrevivió y fundó, junto a otras sobrevivientes, la Liga de Cáncer del Seno que no solo difunde información sobre la enfermedad, sino  se va consolidando como una comunidad de apoyo para pacientes y sus familias.

El periodismo le ha permitido a Nelly conocer una realidad que se esfuerza en cambiar. Ha trabajado con muchísimas mujeres: infectadas de VIH, víctimas de violencia sexual, jóvenes periodistas. “El tema de los derechos de las mujeres está presente siempre en mi trabajo académico y periodístico, porque es una opción de vida”, dice.  Recuerda que en septiembre de 2010, estaba en Tibú, Santander, en la frontera entre Colombia y Venezuela. Dictaba un taller para mujeres víctimas de los paramilitares, guerrilla y soldados del Ejército regular y las historias eran tan dolorosas que en un momento todas lloraban. Pero una mujer —que había sido violada frente a su marido— las interrumpió: “Nosotras hemos llorado toda la vida, o hacemos algo para no llorar o yo me voy”. Pusieron música y todas se pusieron a bailar y a reír. Entonce Nelly pensó en cómo algo tan simple como la música puede romper con el dolor. Y eso es lo que Nelly busca con su trabajo: romper con historias dolorosas para evitar que se repitan.

“Para cambiar la vida de una persona no hace falta hacer algo enorme, a veces solo basta que alguien les escuche”, Mayra Jaramillo, 51 años, trabajadora social y mediadora familiar en la Pontificia Univesidad Católica del Ecuador

Hace unas semanas, una mujer de 72 años fue a buscar a Mayra Jaramillo en su oficina de los Consultorios Jurídicos de la Pontificia Universidad Católica, PUCE para contarle algo de lo que jamás antes había hablado en su vida: “el abuso sexual del que fue víctima cuando era niña”— dice Mayra— ”El miedo de que su nieta pasara por algo similar, la hizo contar su experiencia.” En 19 años, ha escuchado cientos de historias: “Yo tengo oído de confesor”, dice sonriendo.

Mayra Jaramillo

Mayra Jaramillo

Escucharlas es una parte fundamental de su trabajo diario: ayuda a romper silencios que ayudan a mantener círculos de violencia y dolor. Aunque los consultorios reciben casos de todo tipo, la mayoría son de mujeres. Ella es la encargada de escucharlas, acompañarlas en sus procesos, hacer informes sociales que guíen al área legal. En sus manos está el lado más humano de la acartonada tramitología que implica buscar justicia. “Lo importante es que cuenten sus historias, que sepan que tienen derechos, que sepan que pueden acudir a alguien”, dice Mayra. Para ella, los casos más duros son los de violencia. Ha recibido mujeres víctimas de abuso sexual, golpeadas, que incluso están en riesgo de morir. “Cuando identificamos que  hay amenazas para la vida, se busca casas refugio, a las que se les direcciona para que estén protegidas. Eso evita que sean asesinadas”—explica—“ese trabajo preventivo les salva la vida”.

Después de escuchar, viene la intervención y el acompañamiento personal y familiar. “Las mujeres deben saber que siempre tienen la oportunidad de mirar sus historias de manera diferente” —dice Mayra— “La clave es que sanen sus heridas para liberarse. Yo les doy herramientas, pero ellas son las dueñas de sus decisiones y de sus elecciones”. A su oficina llegan muchas mujeres que han sufrido violencia desde muy pequeñas, lo que les impide ver y entender las relaciones humanas fuera de ese círculo tóxico. Esa es otra de las aristas de su oficio: hacerlas ver que otras realidades son posibles.

Hay un proceso para lograrlo: cada caso ingresa con una ficha, se coordina con las áreas legales porque el trabajo social es de apoyo. Ahí arranca: puede ser investigación de los casos, calificación de idoneidad para los casos de tenencia de niños, informes para los abogados, o intervenir cuando un juez ordena se presente un informe social. Lidiar con durísimas realidades a diario no es sencillo. “La experiencia no deja de sobrecogerte” —dice Maya— “Sería una muy mala señal si dejara de hacerlo porque querría decir que perdiste la humanidad”.

Hace diez años tuvo un caso particularmente duro. Un hombre drogó y violó a su hija de doce años. “El proceso penal fue muy duro, el hombre movió todo para exculparse, fue un juicio muy peleado que debe haber durado cerca de un año”, recuerda. “La madre era una señora costeña de pocos recursos, de poca educación, pero muy fuerte. Ella y su hija necesitaron mucho acompañamiento. Nosotros; los abogados, yo, estábamos amenazados por la contraparte y teníamos que testificar, algunos tenían miedo y no iban a las audiencias, yo fui a todas. La sentencia fue finalmente favorable a la niña”. La señora volvió a los consultorios hace un par de años por otro caso y la buscó en su oficina para agradecerle.. Muchas mujeres han vuelto a darle las gracias. “Usted se jugó por mí”, le dijo hace uno meses otra mujer que había sido golpeada por su esposo por años y que finalmente se divorció. “Para cambiar la vida de una persona no hace falta hacer algo enorme, a veces solo basta que alguien les escuche, con que puedan hablar de lo que han vivido se liberan y eso puede marcar un antes y un después”, dice Mayra, que en 19 años de experiencia ha perdido la cuenta del número de mujeres que ha recibido en su oficina, pero recuerda meticulosamente la mayoría de los casos. La clave está en romper el silencio y escuchar una perspectiva distinta. Eso les permite empoderarse, saber que hay otras alternativas.