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La primerísima sensación es el contacto de los dientes con una capa delgada de chocolate. Se rompe y el relleno del bombón se riega dentro de la boca y se mezcla con esos pedacitos de cubierta que alcanzan el paladar. No es un relleno tradicional —licor, pasas, maní— sino frutal, fresco, nuevo. Los cartelitos que los describen muestran su contenido: maracuyá, naranjilla, rosas, guayaba, cedrón, ishpingo. Su sabor revela que fueron elaborados con altísima delicadeza y su orden y disposición en una vitrina muestran esa misma dedicación. Los chocolates y bombones de Chez Tiff parecen más perlas y piedras preciosas exhibidas en una joyería que golosinas. A esta chocolatería artesanal en La Ronda, en el centro de Quito, llegué buscando un sencillo chocolate caliente, pero me quedé por convicción.

Entré a Chez Tiff y enseguida los colores —café, blanco, azul y amarillo— y forma —cuadrados marmoleados, espirales, bolitas granuladas— de los bombones llamaron mi atención. Cuando pregunté sobre su delicada elaboración, me invitaron a quedarme a una charla sobre el cacao, que duraría una hora. En este local es posible deleitarse con las preparaciones mediante la vista, el tacto, el gusto que una familia que fundó este espacio —con conocimiento de chocolatería suiza— donde transmite su devoción por este dulce. Como parte de la experiencia, puedes observar y tocar granos de cacao. Al hacerlo tomé conciencia de lo que pasé por alto durante años: estos son apenas una parte del grande y hermoso fruto —en el que se inspiró la botella de Coca-Cola— que guarda semillas cubiertas por una pulpa blanca. Me explicaron también que una tercera parte del cacao está compuesta de manteca. De ahí se elabora el chocolate blanco y un cosmético que lleva el mismo nombre —manteca de cacao— y se vende como barras humectantes (que dejaron mis manos más suaves de lo que las había sentido en mucho tiempo). De repente esa oscura golosina se tornaba más interesante. Ese día no alcancé a participar en la degustación didáctica, la molienda de granos de cacao y la elaboración de trufas. Todas estas actividades son parte del turismo vivencial —como lo llaman los dueños— que permite entender y ver cómo se transforma el cacao en chocolate. 

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Mientras salía del sitio, observé que también se exhibían esculturas de los cucuruchos de Semana Santa, barras pintadas con paisajes del Quito colonial y cajas con cuadros de Guayasamín en la tapa. Todo comestible. Observé el detalle de cada pintura y no me extrañó que para elaborarlas ya no se hablara solo de técnicas como armado, rellenado y recortado, sino de modelado, coloreado y mano alzada. El chocolate es arte.

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Foto: Cortesía www.cheztiff.net

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El local en La Ronda me recordó la película de Lasse Hallström —Chocolate— en la que la Vianne, protagonista —interpretada por Juliette Binoche—, llega con el viento del norte a un pequeño pueblo en la campiña francesa (muy aferrado a sus tradiciones) y causa revuelo cuando abre una chocolatería en plena Cuaresma, período de abstinencia para la religión católica. Pese a la prohibición de visitar el local, pronto los vecinos son atraídos por las exóticas vitrinas y Vianne, con sus chocolates, resucita matrimonios apáticos, levanta el autoestima de mujeres agredidas, reúne a familias resentidas, alegra la vejez de ancianos olvidados y despierta a todo un pueblo. “Quizá el viento del norte pasó también por Quito”, pensé. Desde ya algunos años sentía que algo está sucediendo con el chocolate en esta ciudad. En las perchas de los supermercados hay una decena de marcas que ofrecen barras de chocolate puro (sin la leche o el azúcar a los que estaba acostumbrada) o mezclado con ingredientes aparentemente incompatibles como el ají y la sal. En las calles y centros comerciales hay vitrinas que exhiben, casi como en una boutique, cajas, cuadros y hasta esculturas comestibles de chocolate. En la agenda cultural aparecen exposiciones que relacionan el cacao con la fotografía, la identidad, las orquídeas, la historia y hasta la antropología. También existe una Academia del Chocolate, y en Quito se organizan ferias gourmet de este producto. En Internet hay catálogos de bombones, trufas y otras golosinas que cambian según la temporada, como si fueran colecciones de ropa de una casa de modas.

A inicios de 2015 decidí que parte mi tiempo libre lo dedicaría a actividades que lleven la palabra chocolate. Ha sido un recorrido pausado y no muy planificado que me ha ayudado a entender el proceso, a disfrutarlo, olerlo, palparlo, escucharlo y saborearlo. Sin empalagarme. Me empecé a guiar por recomendaciones. Una de las primeras fue la torta de chocolate de República del Cacao: húmeda, oscura, deliciosa. Cuando llegué al local de la Plaza Foch sentí el aroma del chocolate desde la puerta, y al entrar comprendí —en todo el sentido de la palabra— por qué le dicen Boutique. Todo lo imaginable que se puede hacer con cacao está en las perchas: barras de chocolate puro, barras de chocolate con pétalos, con chifles y con uvillas, cacao en polvo, chocolate para repostería, frutas cubiertas con chocolate, crema de cacao, licor de cacao. En empaques individuales y en elegantes paquetes de regalo. Ahí también hay degustación, y cata con inscripción previa, y grandes fotografías sobre el cultivo del cacao te recuerdan que estás en un lugar donde se honra esa pepa. 

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Foto: Cortesía republicadelcacao.com

El espacio tiene un poquito de museo. A través de un MP3 se accede a una audioguía con datos históricos del cacao, como cuando era el motor de la economía ecuatoriana: la pepa de oro. Las explicaciones permiten entender cómo actualmente marcas de chocolate intentan tener una relación más directa con el productor. Esta experiencia busca rescatar ese tesoro agrícola del país.

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Al chocolate en Ecuador no solo se lo vende de otra manera —como en Boutique— sino que se lo hace de otra manera (a la que habíamos estado acostumbrados). Esta reflexión fue posible solo luego de que un jueves, Pacari —la empresa familiar que lleva ya trece años y tiene decenas de premios internacionales como el mejor chocolate del mundo— me recibiera, junto a otros interesados, para una cata de chocolate gratuita. Es una experiencia completa, no hay sentido que no intervenga. Los ojos se fijan en el color y el brillo; el tacto percibe la textura; el oído registra cuando se rompe la barra; y la nariz y boca se encargan de asociar los olores y sabores con las cincuenta opciones disponibles en un mapa organoléptico. ¿Puede un chocolate saber a rosas? ¿A pino? ¿Y a melcocha? Cada impresión se registra en una ficha. Si un chocolate puro sabe o huele a algo no es porque tenga ese ingrediente, me explicaron. Esos olores y sabores son una mezcla del impacto que tienen el ambiente, el sol, la cantidad de lluvia, el tipo de suelo, la altitud en cada cosecha. Por eso, las barras llevan el nombre de la provincia donde fue cosechado el fruto. Un trago de agua separa la degustación de cada uno de los ocho pedazos. La lectura (o acaso puede llamarse análisis) de cada barra toma cinco minutos. Cada barra sabe, se siente diferente: unas cremosas, otras astringentes. En los chocolates puros —a partir de 60% de cacao— el sabor cambia mientras está en la boca y la sensación que dejan el primero y el último bocado son diferentes. En las barras mezcladas sucede algo similar: el picante se siente más al final, cuando se la traga. Cada sabor aparece en pedacitos de sal o mortiño en sensaciones port-mordisco como la barra con ají. 

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Fuente: Cortesía pacarichocolate.com

En la película de Hallström, Vianne invita a cada cliente a decir lo que ve en un antiguo plato que hace girar. “No hay respuestas tontas, solo dime lo que ves”, aclara. Y según la respuesta le da su chocolate favorito, tras explicarle que “el cacao revela los anhelos ocultos y el destino”. No sé cuál sea mi favorito, pero para encontrarlo quizá baste hacer girar el mapa de Quito una vez más.

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Tres lugares en la capital que veneran al cacao

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