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Sentados en una mesa de madera de picnic, en el jardín de una casa de campo y bajo un árbol de duraznos que seguían verdes, tratábamos de aguantar uno de los días más calientes del verano austríaco. A las cinco de la tarde, los 35 grados y la falta de viento en el viñedo Man Hermenegild —al noreste de Austria— empezaban a sofocar. Para calmarnos, los dos guías nos sirvieron una copa de agua y otra de vino blanco, que llegó con una explicación: sabor frutal, sale de la máxima maduración de la uva, no es dulce pero tiene una alta concentración de azúcar. Casi no la escuché, solo quería refrescarme. Después de algunos sorbos, dejé la copa y aún tenía calor. En la mesa de al lado, tres turistas se reían a carcajadas. No era un escándalo, era, más bien, una risa ahogada, nerviosa y contagiosa. No podían hablar sin antes ponerse rojos y sofocarse. Mucho vino, pensé. Me pregunté cómo iban a manejar de regreso. No habíamos llegado hasta este viñedo del Valle Wachau en auto, sino en bicicleta. Todavía nos quedaba media hora de pedalear para llegar a nuestro destino, después de siete horas de bicicleta y vino.

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El viaje había comenzado en un parqueadero sucio y desordenado de Krems —a cincuenta minutos al oeste de Viena, la capital austriaca— donde recogimos las bicicletas. Ellas, como el paisaje, eran verdes, con un canasto en la parte de atrás y campana adelante. Empezamos  el recorrido por la zona antigua de la ciudad y por el empedrado, la primera parte es una cicleada con saltos. Veinte minutos después llegamos al camino rural, es como entrar en el paisaje de un cuento: colinas y planicies fértiles donde crece la uva verde. El río Danubio divide el paisaje: a sus lados, pueblitos con calles empedradas y angostas, casas de estilo alemán —tejados de ladrillo, paredes blancas o pasteles, y balcones de madera con macetas de flores rojas y rosadas—. El recorrido será en el Valle del Wachau, que está entre Krems y Melk, en una zona que se conoce como Baja Austria.

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El camino —de unos dos metros de ancho, donde entran tres bicicletas en la misma fila— se pedalea en medio de los viñedos. Es de pavimento pero está lleno de polvo. Hay algo de brisa cálida pero nada de sombra porque solo hay arbustos y árboles bajos. A la izquierda y a la derecha, sobre la colina y la ladera —que están a lo lejos— se ven largas filas de verjas de madera en las que se han enredado las hojas de parra y las uvas. Es un trayecto casi plano, con leves subidas y bajadas. Muy silencioso. Por esta angosta vía, prácticamente no pasan autos, sino un par de tractores que trabajan en las plantaciones. A veces cruzan deportistas trotando o en bicicleta. A pesar del sol que cae directo sobre nosotros, pedaleamos sin mucho esfuerzo, y un poco de viento llega directo a la cara.

Hacemos la primera parada en medio de la vía. Al lado izquierdo, detrás de una cerca de piedra y junto a una casa de teja, hay una plantación. El terreno es inclinado y termina a orillas del Río Danubio. Hay hojas de parra —grandes y de verde intenso— que como una enredadera, cubren los alambres y los palos de madera que forman paredes naturales. Provoca comerse las uvas porque están grandes y parecen dulces, pero aún deben madurar. Estarán listas para la cosecha en dos meses.

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No tomamos nada, es una visita para conocer la plantación, la cata vendrá después. Volvemos a la bicicleta: a la derecha del camino está la vía del tren y junto a esta, las colinas y las terrazas donde crecen más uvas. Es un paisaje geométrico, cada plantación forma cuadrados o rectángulos en la pendiente, como enormes parches. Luego de una hora de pedaleo, llegamos a la primera parada: Domäne Wachau, una fábrica de vino. Desde las ventanas del almacén se ven las prensas, pero no podemos ver de cerca el proceso de creación del vino, solo probamos el producto listo. Hay cientos de botellas en las repisas: vino blanco y tinto, rosé y hasta vinagres. Tomamos uno de los tres vinos más comunes en Austria: el que sale de la uva Grüner Veltliner. Si madura bien, tiene tonos cítricos, de lima o de toronja, e incluso de pimienta blanca y eneldo, pero si no lo hace, su sabor puede recordar a alverjas o apio. Es una bebida perfecta para cualquier comida por su equilibrio: no es tan dulce, ni tan ácido, ni tan pesado, ni tan liviano. Los guías nos sirven las copas que queramos. Yo tomo dos, quiero pedalear sin marearme.

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Desde esa primera parada, esos tres turistas que al final del día no paran de sonrojarse, ya han empezado a reír sobre las bicicletas. Seguimos pedaleando junto a extensos viñedos bajo un intenso sol. Otra hora después llegamos a Durnstein. El pueblo tiene una iglesia blanca y celeste que sobresale entre las tejas ladrillo de la mayoría de casas, y las ruinas de un castillo medieval donde el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, fue prisionero hace ochocientos años. Desde el castillo, al que hay que subir a pie, se ve todo el valle del Wachau: el cielo con nubes como pinceladas, las colinas robustas de árboles y las planicies alfombradas por las viñas, los tejados rojos de los pueblos que rompen con el tono del paisaje y el Danubio verde. Además de unos pocos pájaros, se escucha el viento y el silencio. Los vinos del Wachau tienen un sabor especial y único por la mezcla de climas que se juntan en el valle: por el oeste entran vientos del Atlántico y por el este, de los Alpes. A pesar de los veranos secos y los inviernos muy fríos, el Danubio crea una brisa que tiempla la temperatura especialmente en los meses previos a la cosecha —junio, julio y agosto—. Este microclima —generado por el Danubio en la zona—,  la inclinación de la ladera y la forma en que recibe el sol, son características muy sutiles que permiten que las uvas consigan aromas tan específicos.   

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Hemos probado al menos cinco tipos de vino y han transcurrido unas tres horas, entre el castillo, el almuerzo —también acompañado de vino— y este viñedo en el que miro a unos turistas ahogarse de la risa. Para los que aún tienen energía, habrá un viñedo más; los otros, pueden ir en bicicleta a bañarse al río. Provoca más vino, pero después de siete horas de pedalear —con la cara caliente y el cuerpo cansado— elijo el río. El agua está muy fría, a 10ºC, y cuando me sumerjo, mi cuerpo se sacude de un golpe: baja el calor, se refresca la cabeza y entonces puedo mirar las montañas imponentes frente a mi, junto al río. Es abrazar a la naturaleza, desde el agua, rodeado de millones de uvas y el cuerpo lleno de vino.

 

Bajada

Un recorrido por los viñedos del valle austriaco Wachau

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