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El más bacán de todos es aquél capaz de ofrecer el licor que él mismo produce. En otras partes del mundo, el enólogo es casi un científico y su ritual es altamente respetado. Siempre me interesó el aura de prestigio que rodea a esta profesión. Ese interés casi se transformó en vocación cuando mis ahorros para la universidad se esfumaron durante la crisis bancaria de 1999. En medio de esos brotes de creatividad producidos por la desesperación, empecé a indagar sobre el proceso de fabricación de licores en Ecuador, a ver si encontraba una salida alegre a mi crisis económica. Mi estudio de mercado no duró mucho: en este país, la degustación de lo que llamo alcoholes nobles —entendidos como ese proceso holístico de mezclar sabores y aromas con los destilados como una manifestación del sentir de sus pueblos en diálogo con su música, tradiciones y cocina— no es una prioridad. Aquí se chupa. Y punto. 

Desde tiempos de la Colonia, cuando se empieza a documentar la vida de nuestras ciudades, beber equivalía a emborracharse. Nada edificante, solo llegar a la inconsciencia. Es una herencia histórica que aún padecemos. Las tendencias mundiales apuntan hacia la producción de licores finísimos de manera artesanal, con inmenso cuidado. En Ecuador podemos encontrar un par de buenos esfuerzos industriales, pero lo cierto es que —aparte de mistelas y macerados, cuya tradición está casi perdida— Ecuador no tiene un alcohol noble que aglutine, aporte a la construcción de identidad y le posicione internacionalmente. Los “puros” —como se les llama a los destilados directos de producción artesanal, sin azúcar o aditivos, de elevadísimo grado alcohólico— cumplen un único propósito: embriagar de la manera más eficiente posible.

Después de mi fugaz paso por el mundo de la producción alcohólica, me dediqué a la búsqueda. Quería encontrar lo mejor que los alambiques artesanales producían en los lugares más exóticos del mundo. La muestra bajo cuya influencia escribo este texto incluye anisados como el Arak levantino, que se replica en todo el Mediterráneo con nombres tan bonitos como chinchón, grappa, ouzo o raki. El Eau de vie o «agua de vida» remonta fronteras y mares en la Europa germánica, y su nombre se convierte en Aquavit en Escandinavia o Uisgeagh (whisky) en los territorios celtas de las islas británicas. Caté también —con el único propósito de darlo a conocer aquí, faltaba más— la cidra, que en manos inglesas es una bebida espumante fermentada de bajo contenido alcohólico y que en la Normandía francesa se destila en el fino y potente bajativo conocido como Calvados. Fino, fuerte, dulzón y aromático, destaca también el aguamiel, cuyo origen abarca varios países, tomando el nombre de Midus en Lituania y el resto del Báltico y de Medovina en Croacia, Bosnia y otros países eslavos. No me podían faltar tampoco los licores macerados de hierbas, tan diversos como la Becherovka checa, el Genever neerlandés o el altwater austríaco. La riquísima cultura del vino ha llegado solo de manera precaria a nuestro país. La enología de Wikipedia todavía es rentable para un fin de semana de conquista o un almuerzo con clientes. No es tan importante analizar las fratricidas conflagraciones entre peruanos y chilenos por la propiedad del pisco. Pero sí su condición transnacional: da perspectiva de la inexistente contribución ecuatoriana al armario global de licores. Todos los nombrados son alcoholes nobles y a través de ellos podría recorrerse el planeta. Pero no habría ninguna parada en el Ecuador. 

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Foto: Dani Vásquez

Aquí lo que había era «sieteletras» o Trópico Seco. Un aguardiente sin personalidad alguna —aún en la memoria de borrachitos reformados— pero con alto grado alcohólico. Servía para combatir el frío andino y aceleraba el desenlace de amores de juventud. A los rones locales no había que acercarse. Algunos, más osados, reafirmaban su hombría con el casi tóxico Norteño, licor de varones. Los más aventureros le entraron sin miedo al Brandy Naranja Lima, el trago que te anima, que tenía de brandy lo mismo que de naranja: nada. Los que tenían acceso a canales apropiados ostentaban los mucho más civilizados Zhumir y Cristal, procedentes del sur del Ecuador. Todos creados con un fin único: descerebrar a quien lo bebía. Las antípodas de los alcohol nobles: pura bellaquería líquida.

Nuestra producción nacional nunca pasó de lo utilitario. El licor nunca fue compañero de sobremesas sino incitador de bajomesas. En las chicherías locales —a la que hace referencia el sociólogo Eduardo Kingman Garcés en su estudio sobre higienismo y control en la vida de Quito—la consigna era la inconsciencia. Es una tradición que se reprodujo en toda la población. Pocos bebían sin el solo propósito de emborracharse.

La práctica de degustar licores finos y saborear la experiencia más que el grado alcohólico es profundamente occidental. Desde Gibraltar a Levante, la usanza de aprovechar el ocio como tiempo de crecimiento intelectual —opuesto al negocio o tiempo de trabajo productivo— con ayuda de un buen bajativo acompaña casi siempre la producción filosófica, científica y artística. 

Nosotros no. Acá se chupa. Punto. Ese utilitarismo, tan bienvenido por destilerías locales por igual en tiempos de guerra, de crisis o de paz, ha hecho poco rentables para el mercado local la creatividad, el ingenio y el tiempo que toma investigar, diseñar empaques innovadores y recipientes propios, y producir destilados de calidad. Es un poco ingenuo suponer presupuesto que las empresas productoras locales dedican a investigación y desarrollo vayan a ser alentadores.

Tal vez haya que apostarle a la solución no corporativa. Necesitamos destilerías locales que se dediquen a experimentar. Creo que es momento de trascender las versiones locales de destilados europeos, las de empaques folklóricos como el Espíritu del Ecuador y las botellas en el borde de las violaciones de copyright. Tampoco estaría mal dejar de ponerle frutas locales al vodka para proclamar la supuesta creación de un nuevo Martini. Podríamos aprovechar el inmenso trabajo que hacen las facultades de gastronomía de nuestras universidades y la incansable labor de los hubs de emprendimiento que valoran la curiosidad y la búsqueda de identidad local en los negocios que incuban. 

La primera condición es que reconozcamos la importancia del ocio, de la producción intelectual que genera y de la degustación. Hay que apreciar la sutileza del descubrimiento de los sabores, aromas y paladares y de su relación con el origen del licor, con el sentir de sus pueblos, con su música, tradiciones y cocina. La experiencia de la ingesta alcohólica arma el escenario ideal para reflexionar sobre quiénes somos. La cuidadosa atención a los detalles que implica la fabricación de alcoholes nobles propiciaría la curiosidad de los productores y encontraría la respuesta a muchas preguntas. Degustarlos nos permitiría pensar más nuestra identidad, nuestro lugar en el mundo y nuestro aporte al diálogo global.

Bajada

¿Por qué en el Ecuador se “chupa” y no se producen y degustan licores de calidad?