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Hay una vieja tradición migrante de empacar humitas, muchines y chifles cuando se está de visita en el Ecuador. A más de un patriota nostálgico lo detuvieron los servicios antidrogas de los aeropuertos del mundo por la sospecha de que ese polvillo blanco que caía de su maleta era cocaína. En realidad, solía ser el almidón de los panes de yuca con los que achicaba la melancolía. Eso que parece un gesto de rebeldía, de amor nacional, es todo lo contrario: es la resignación —la palabra queda corta, es la capitulación— ante la muy triste verdad de que las recetas de este país de nombre imaginario son imposibles de encontrar fuera de sus estrechas fronteras.

La pregunta obvia es por qué. La respuesta más común es un amasijo de excusas: los ingredientes no se encuentran, el clima no ayuda, y —por supuesto, la reina de la mediocridad—: la comida ecuatoriana solo le gusta a los ecuatorianos. Si nos lo pensamos mejor, es probable que el problema radique en una suerte de chauvinismo gastronómico incapaz de repensar las tradiciones, reivindicar los ingredientes y celebrar las preparaciones locales transformándolas, y en una importadora pereza elitista. Eso parece estar cambiando para bien, aunque (aún) no sea suficiente.

La comida es el lenguaje de los pueblos. Es una forma de conectarnos con el resto del mundo, a muchos niveles. Un amigo alemán que vino a visitarnos, hace muchos años, solía  conversar con mi mamá en las sobremesas. Ninguno hablaba el idioma del otro, pero se entendían a través de los platos que ella le ponía en frente y las onomatopeyas aprobatorias con que él se los comía. Su visita al Ecuador tenía un eje alrededor del cual giraba todo lo demás: la cocina de mi casa.

Compartir la mesa nos acerca. A gran escala, nuestra gastronomía debería ser nuestra forma de saludar. No hay palabras que puedan decir bienvenido mejor que una cazuela de pescado humeante. Hasta hacía poco, en el Ecuador preferíamos callar. Había una división infranqueable entre lo que se consideraba alta cocina y cocina popular que nos enredaba la lengua y nos hacía titubear. El nacionalismo tenía dos caras: la de los que creían que hacer patria culinaria era traer solo comida extranjera para mejorar la oferta, y los que abanderaban con cívico estoicismo la eterna repetición de las recetas. Ambos estaban equivocados. Como en muchas cosas en la vida, pero especialmente con los alimentos, todo está en el equilibrio. En experimentar con los ingredientes, desafiar tradiciones y abordar las preparaciones locales con visión contemporánea. Hacer con ellos lo que nadie había hecho antes. Jugar con la comida.

Es lo que ha logrado que países como Perú o Italia se sirvan en mesas de todo el planeta. Massimo Botura es el creador de Osteria Francescana —el segundo mejor restaurante del mundo— y el primer chef perfilado en la maravillosa serie de NetFlix Chef’s Table. Según Raphael Ansón, Presidente de la Academia Internacional de Gastronomía, cuando la Francescana abrió en 1995, en Modena “toda Italia estaba en su contra”. La crítica culinaria Faith Willinger vive hace más de treinta y cinco años en el país del parmigiano y conoce de cerca el trabajo de Botura. “Todos sus platos están hechos con ingredientes tradicionales de Modena, pero usados en una manera diferente a las que lo usaría una trattoria”. —dice en el minidocumental—“Por eso, en los primos años no encontrabas a nadie de Modena en el restaurante. No era lo que hacía mamá,  y eso les molestaba”. En una tierra de taras latinas, reinventar fórmulas milenarias era, más que un desafío, un suicidio público. Como lanzarse desde el campanario de la iglesia.

La calidad de Bottura puso las cosas en su lugar. Poco más de una década después, en 2012, el país agradecería su genio creador: fue por una idea suya que se salvó la mitad de la producción de parmesano de la región, en peligro después de un terremoto. Diseñó un risotto Cacio e Pepe con las ruedas de queso golpeadas. Muy pronto todo el planeta lo estaba comiendo. Los productores salvaron sus negocios. Bottura creó una receta con un impacto social, y puso al ingrediente principal de su gente en la boca del mundo entero. Así es como habla un país: mientras come.

Que un país aprenda a hablar a través de su comida no es sencillo. Desarrollar una identidad culinaria es un proceso que toma décadas. Al Perú le tomó treinta años. A México, setenta. A Francia, un siglo entero. Exige no solo la imaginación inquieta de los cocineros, sino de personalidades carismáticas que logren transmitir la pasión y la importancia de los elementos. Sería un error pensar que vamos a dar con un Gastón Acurio propio: copiar no suele traer buenos resultados. Pero podemos tomarlo como un modelo a superar. En el caso de Acurio, hay una fijación con su éxito empresarial y su cualidad de embajador de la gastronomía peruana. Pero existen dos lecciones mayores que de él se pueden obtener: su vocación porque la cocina sea un arma para combatir la exclusión social —un propósito que comparte con Ferrán Adrià—, y que no haya espacio para la mezquindad. El crecimiento de uno es el crecimiento de todos. En el negocio de la gastronomía, no se compite, se comparte.

Para fortuna de los migrantes contrabandistas de piqueos congelados, el Ecuador ha empezado a hablarle al mundo. Desde hace unos años, jóvenes chefs lo hacen pronunciar sus primeras palabras. A ellos se ha sumado la aparición de productos que son cada vez mejores. Los procesos artesanales se están reemplazando por sistemas técnicos. Como las ostras japonesas que se crían en Palmar. O la mermelada de frutilla con pétalos de rosas de Nevado Roses, una exquisitez reciente de una compañía floricultora de más de cincuenta años. Las salsas de Don Joaquín son un gesto de equilibrio entre el dulce frutal y el picante ají: umami —ese sabor indefinible que le da cuerpo a la comida— hecho en Manabí. El galardonado Enigma del viñedo Dos Hemisferios no solo sorprende por su calidad, sino por su procedencia improbable: el suelo calizo de San Miguel del Morro, al pie del océano Pacífico. El chocolate Pacari está calificado entre los mejores del mundo, y la cerveza Club y el agua mineral Güitig fueron reconocidas, otra vez, con tres estrellas, la máxima calificación del International Taste and Quality Institute. Si a todo esto se le suma la facilidad para encontrar productos frescos, recién salidos del agua o la finca, y la responsabilidad social y ambiental con que trabajan la mayoría de estas marcas, es claro que tenemos una gastronomía privilegiada.

De los que llevan el delantal, se puede hablar mucho. Conozco a varios, y he conversado largamente sobre su oficio. Hay quejas y divisiones entre algunos, pero más valdría que tomen el consejo de Acurio y entiendan que a la hora de comer bien, el mercado premiará a los talentosos. Y ellos saben quiénes son.

Hace unas semanas estuve en Lima, comiendo todo lo que me caía en la mesa, pero no hubo nada que superara el calamar fresco en mermelada de zanahoria blanca, y el capuchino de concha prieta, crutones de yuca bresada y emulsión de palo santo que preparó Rodrigo Pacheco en una noche maravillosa en Las Tanusas. La minuciosa atención para seleccionar sus productos y la devoción por rescatar los ingredientes locales y proyectarlos de manera contemporánea de Juan Carlos Solano en el Tiestos de Cuenca te devuelven a detalles olvidados pero maravillosos, como la sémola de sidedish. La ternura del lomo fino que sirve es sobrecogedora. En Guayaquil, Jaime Buendía está llevando la pastelería a otro nivel: su cuidado por los ingredientes en una rama vulgarizada por la gran afición por lo dulce es esperanzadora. Los libros de los chefs Carlos Gallardo, Édgar León y Felipe Rivadeneira aparecen en el prestigioso Gourmand World Cookbook Awards 2014. Hay más. Tal vez la esperanza del Ecuador no esté en un solo hombre, sino en una suerte de escuadrón gastronómico, que lleve la palabra a continentes distantes. O quizá lo nuestro sea un producto insigne, una bandera que se entierre en cada reino que colonicemos. Podría ser el banano verde y versátil. Sería saldar una deuda que tenemos con las culturas que encontraron los conquistadores españoles.

Hay algo más en este gran gesto social que es preparar alimentos con pasión y responsabilidad. En un país en que la política insiste en partirnos en opositores y gobiernistas —en buenos y malos, aunque no se sepa bien quién es quién—, tal vez sea en la mesa el único lugar donde podríamos descubrir que los que no son como nosotros, son como nosotros. Esta es una de las pocas áreas donde los objetivos parecen estar por encima de las coyunturas. El Ministerio de Turismo ha decidido apoyar a las iniciativas privadas como el festival Latitud Cero, y la participación de varios chefs nacionales en el Global Chef Challenge. Además, ha corregido un error: le quitó la palabra ‘mundial’ al campeonato del encebollado organizado como parte del Festival Ecuador Destino Culinario. Era un alcance desproporcionado suponer que se podría organizar un mundial de un plato que se prepara en un solo país. Después de los dos torneos —del hornado y del encebollado—, sería mejor no insistir por ese lado. Hay otros aspectos menos obvios de nuestra gastronomía que podrían ponerse a prueba: la comida de los mercados, los restaurantes que tienen sus propios huertos, los emprendimientos de economía popular y solidaria que producen platos de altísimo nivel. El que el Estado esté apoyando con capacitaciones en salud, limpieza y productos a los dueños de pequeños negocios de comida es valioso. Que trabaje con el sector privado, alentador.

¿Podría ser que alrededor de la reinvención del encocado encontremos los matices que nos permitan una convivencia más pacífica? Quizá, cuchara en mano, a través del humo que sale de una variación del sango de camarones perfumado con hierbas amazónicas, podamos tranquilizarnos y pedirle al otro, al diferente, al adversario, sin cinismos:

—Come mientras me hablas.

 

Bajada

¿Por qué no se entera el mundo de lo buena que es la gastronomía del Ecuador?