En Puerto La Boca hay un restaurante que existe por apenas un par de horas al día. Sobre unas rocas milenarias, a poquísimos metros del mar de la erótica provincia de Manabí, unos grados al norte del ecuador, el chef Rodrigo Pacheco ha armado dos mesas y un fogón en el que cocinará un pulpo recién sacado del agua. Eran las once de la mañana y la marea había comenzado a subir. Seis botellas de champagne después, el Pacífico nos mojaba los pies con una advertencia: si no nos levantábamos, nos devoraría. Es lo más cercano que he estado de comer en un lugar imaginario: antes de regresar a Las Tanusas en el balde de madera de una camioneta de pescadores, volví los ojos a esos breves metros cuadrados de felicidad, pero se había ido para siempre: solo quedaba agua marina e hilvanes de sal. Fue uno de esos instantes en los que podría caber toda la eternidad.
Y había terminado.
Rodrigo Pacheco tiene su propia versión de la felicidad. La ha diseñado en forma de un hotel de lujo en una de las playas más hermosas del Ecuador, a cuarenta y cinco minutos del puerto de Manta. Se llama Las Tanusas, retreat and Spa. Pacheco tiene treinta y tres años, estudió en Francia (donde trabajó en varios restaurantes con una, dos y tres esterllas Michelin) y —como todo buen cocinero— es un filósofo: detrás de lo que prepara hay una idea mucho más grande que la simple construcción de sus platos, que él ha definido como cocina astroancestral: inspirada en las culturas precolombinas de la zona pero proyectada en un concepto contemporáneo, universal y libre. El resort que Rodrigo dirige es una proyección de esa convicción: alojarse ahí es un momento feliz y efímero compuesto de otros momentos felices y efímeros. Como una matrioska de la buena vida.
La alegría en Las Tanusas está, también, en la reducción física. En el hotel —bautizado por las hijas del primer dueño de la casa principal— lo único que viene de lejos son los huéspedes. El resto —Pacheco y su familia, los treinta empleados del hotel— en la pequeña comuna de Puerto La Boca. La tarde del mismo día en que vi desaparecer al restaurante en la playa, fuimos a la huerta donde crecen los ingredientes que uno se llevará unas horas después —en estado de gloria— a la boca. Caminamos entre las especias y las hierbas, entre el amaranto —que Rodrigo llama caviar de tierra— y los guayabos cargados. Nos habían preparado otra mesa, bajo un árbol portentoso, donde nos sirvieron infusiones de palo santo y cedrón, guayabas caramelizadas a la parrilla en una croqueta de queso ricota. Escuchamos a los insectos zumbar en el cerro, y vimos al sol ponerse entre vetas de un rosado fulgurante. Ya en el carro de regreso al hotel, quise ver por mi retrovisor el huerto de productos amables por el que habíamos paseado: era como si se hubiese esfumado. No hay oscuridad como la rural. El efímero festín al costado de la plantación multicolor —como el que tuvimos sobre las rocas marinas— bien podría sido una alucinación, un espejismo febril.
En este hotel al pie del océano Pacífico, en la exuberante Manabí, nada ha sido echado a suerte. Por el contrario, Rodrigo Pacheco lo ha planeado —y lo ejecuta– con un cuidado tan meticuloso que pisa la brumosa área entre el perfeccionismo y la obsesión. Un asesor neurocientífico llega cada cierto tiempo a Puerto La Boca, y analiza cómo se puede mejorar la experiencia de los huéspedes de Las Tanusas. Su arquitectura está diseñada para no obstaculizar la relación de los visitantes con el entorno y rescatar los materiales de la zona. Por eso predominan los grandes ventanales, la caña guadua, la teca el bambú y el mimbre. Su decoración minimalista tiene planificadas interrupciones de murales de diseños precolombinos. De las paredes cuelgan sombreros de una marca local que tiene un acuerdo de comercio sustentable con los artesanos de Pile, el pueblo donde viven los ancianos guardianes de la confección tradicional con paja toquilla. En el área común hay una piscina que empata su borde con el horizonte, un bar bien surtido y unas perezosas irresistibles. Los cuartos son cómodos y bien ambientados —como cualquier otro hotel de lujo—, y el personal ha logrado fusionar la eficiencia en el servicio con la amabilidad costeña: no recuerdo staff hotelero de cinco estrellas más amable y profesional que aquel.
La belleza de Las Tanusas radica en que se parece mucho al lugar al que elegiría para huir —por un instante o para siempre— del mundo. Han pasado ya varias semanas de mi visita y aún puedo relatar —cuadro por cuadro, olor por olor, sonido por sonido— la felicidad que Rodrigo Pacheco ha diseñado como un cúmulo de momentos efímeros e irrepetibles y, por ello, perpetuos. La respuesta del conejo blanco a Alicia en el País de las Maravillas cuando ella preguntó cuánto era para siempre bien podría habérsela dado sentado frente al mar de Las Tanusas:
—A veces, solo un segundo.
¿Es posible diseñar la felicidad?