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Recuerdo que hace más de diez años mi amigo Emilio Misale cultivaba ostras japonesas (Crassostrea Gigas) y las vendía por docenas en la planta baja del Edificio El Delfín, frente al desaparecido Hotel Tívoli de Salinas. Uno las podía consumir también en Oyster Catcher, un pequeño restaurante al inicio del Malecón. De un tiempo a acá, aquel molusco bivalvo se me volvió accesible solamente errando por el mundo: las de Grand Central Station en NY o de G&B en Ft Lauderdale son de campeonato. Hace pocos días leí en algún diario que ofrecían ostras en la comuna costera de Palmar, al norte de la Península de Santa Elena. Para alguien que come y cocina como yo, probarlas era un compromiso ineludible.

Jóvenes y adolescentes de la comuna se han organizado en la Fundación Neo Juventud para enfrentar su futuro bajo la brutal premisa de aprender a manejar pequeños negocios, entre ellos el de cultivo de ostras japonesas. Adquieren las semillas en el Centro Nacional de Acuicultura e Investigaciones Marinas (CENAIM-ESPOL) de San Pedro, las siembran, cuidan durante ocho meses, y te las entregan de ocho centímetros de largo, la talla precisa para su degustación comercial. El producto es fantástico. Si todos somos por dentro lo que comemos, no me quiero imaginar consumir un bivalvo crudo que filtre su alimento en manglares muy cercanos a centros poblados (aunque de hecho sí lo hago… moriré en alguna otra contradicción). En todo caso, las ostras japonesas de Palmar se alimentan de plancton en alta mar. Su pureza es garantizada, y su sabor es lo más parecido a la profundidad marina.

El estero de la comuna de Palmar, en la península de Santa Elena

La salsa para acompañarlas lleva rábano picante –Horseradish–, un poquito de Ketchup, ají, limón y la tradicional salsa Worcestershire, que brinda ese toque al mismo tiempo dulce-amargo-salado, y que por casualidad inventaron los químicos Lea & Perrins a inicios del siglo XIX. Como no tenía Horseradish, lo sustituí con una buena cantidad de Wasabi, tocando de oído (o mejor dicho de papilas) porque sus sabores son similares, al igual que la sensación de remedio para la sinusitis que causan a los no acostumbrados (solo cuando escribía estos párrafos descubrí que la mayoría del Wasabi comercial es Horseradish, por lo rara que es la raíz Wasabia Japonica de donde extraen el verdadero). El resultado con las ostras fue genial. Desde el primer bocado amé a los chicos empresarios de Palmar, mis nuevos mejores amigos.

Por su acidez mejor maridaje hubiese sido un Sauvignon Blanc, pero para mantener la experiencia lo más ecuatoriana posible, acompañé las ostras y su salsa con una botella del galardonado Enigma, Dos Hemisferios, 2011, un Chardonnay vinificado en San Miguel del Morro, Playas, que no le pide favor a nadie. Pensar que huí de Salinas cuando la masa humana la volvió infrahumana, allá cuando desaparecieron las ostras del mercado, para volver una década después a encontrármelas en el norte de la Península, donde no solo se disfruta la tranquilidad y la frescura de muchos productos del mar, sino los mejores trillos de bicicleta, que si los sabes buscar, también te conducen al mar.

Bajada

Un secreto entre dos conchas

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