Leo tiene un bigote breve y la piel curtida por el sol de Olón, una pequeña comuna costera del Ecuador donde nació hace más de cincuenta años. Leo tiene, además, una carreta de parasol multicolor que empuja durante nueve meses por la orilla del Pacífico, donde lleva los ingredientes del mejor ceviche que recuerde.
Olón

El ceviche se hace al instante. Si esto no es alta cocina, ¿qué es? Fotografía de María Isabel Valarezo

Si la alta cocina no es otra cosa que utilizar los ingredientes en su mejor momento, el ceviche de la discreta carreta de Leo es una de las más preciadas exquisiteces de este país de nombre imaginario. Salvo las conchas –traídas desde la provincia de Esmeraldas, unos pocos grados al norte del ecuador–, todos los mariscos (pulpo, camarones, ostras y pescado) tienen pocas –poquísimas– horas fuera del agua. El pescado ha sido encurtido con limón (si dios existe, que perdone a esa gente que lo cocina para el ceviche), el camarón y el pulpo están en ese preciso punto en que mantienen el salino regusto a mar. Las ostras se abren en ese mismo momento. Se ven tan frescas y vírgenes que uno solo puede pensar en cosas hermosas: un carrusel de Zinedine Zidane, el abrazo de un amigo que vuelve, una mujer desnuda.

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El grito de un vendedor de cervezas me saca de mi abstracción. Le pido una –no se me ocurre con qué más se pueda acompañar un ceviche. Mientras le doy un sorbo, pienso lo difícil que es encontrar un bueno ceviche en el Ecuador. Como es un plato tan popular, ha sido vulgarizado: se cuecen de cualquier manera los mariscos, lo que debería ir crudo no lo está –para que no se enferme nadie, es la fútil excusa–, se exagera en la sal, se abusa del aceite. Los peores son los de las barras de buffet en los hoteles. Como el ceviche es un “guiso frío” –según el diccionario de ecuatorianismo de Carlos Joaquín Córdova– hay gente que lo sirve casi helado. Un crimen. Pocas semanas antes de toparme con Leo, pasé por un conocido restaurante playero y pedí uno mixto. Fue una experiencia triste, rematada por el robo de una mochila que dejamos en mi carro en el parqueadero del local. Ceviche malo y vidrio roto. “Una tragedia que estoy a punto de vengar”, pienso mientras Leo ordena los ingredientes. Es como ver un mago a punto de iniciar su acto.

ceviche mixto

El ceviche de Leo, servido y listo para dar cuenta. Fotografía de María Isabel Valarezo

En ese instante, uno empieza a comer con los ojos. En un plato sopero –a diferencia del peruano, el ceviche ecuatoriano no se sirve sobre plato tendido–, Leo vierte un cuarto de caldo de cabeza de camarón, exprime media naranja, echa los trocitos de pescado, el pico de gallo que lleva en un frasquito, una generosa porción de camarones, las conchas de Esmeraldas (que abre, también, en ese momento), el pulpo y la ostra. Al final, una gota de aceite vegetal, tres de limón; lo revuelve apenas, lo entrega con chifles. El ceviche de Leo es una obra de breves gestos, simples y precisos.

playa de Olón

Leo empuja su carreta rumbo al infinito de la playa (y a su próximo cliente). Fotografía de María Isabel Valarezo

Mientras lo prepara, cuenta que recorre la playa vendiendo ceviches desde hace dos décadas. Hasta hace un par de años –dice– había solo un par de carretas. Hoy hay cinco. Del otro lado del peñón, en Montañita –otrora refugio de surfistas y hippies, hoy enclave de raves y carros tuneados–, hay veintitrés triciclos de ceviches. A seis dólares por plato, parece haber suficiente demanda. De cualquier forma, al menos los de Leo, se pagan con gusto. Ese día –que era sábado, pasadas las once y media de la mañana– ya había vendido once. Mientras yo daba las últimas cucharadas y decidía si completarle la docena con uno de ostras (algo que recomiendo con vehemencia), se me cruzó una idea que tomé como una revelación: un ceviche de mariscos frescos, con cerveza helada, en una mañana soleada, a sesenta centímetros del mar, junto a la gente que uno ama, bien podría ser la definición de felicidad.