En la raída euforia de la noche
le amontonan la sombra las estrellas,
eructa, como un dios, hacia el olvido
y queda tambaleando en la insolencia.
¿Asó que agonizando, Guaquinchay?
¿Con que echándole ají a todas las penas?
¿Noviando con la muerte? ¿Has olvidado
que la muerte se acuesta con cualquiera?
         —Tejada Gómez. El hombre del ají
 

Hildita, señora esposa de mi padre, suele decirnos siempre ‘perdone el malhechito’ cuando le agradecemos por la comida, no importa si es una cena de diseño o una sencillo motepillo de la tarde.  Es una muletilla de modestia propia del protocolo familiar cuencano para esconder el encendido orgullo que da ver a la familia comiendo feliz en el brete de uno. Lo mismo ocurre con la frase “comida mala con ají resbala”.  Fue hecha para amagar.  No tiene que ver con la comida in stricto sensu —a una comida mala no la salva ni un ají servido en el santo Grial—, sino con la forma de encarar la vida.  Si tienes ají corriendo en tus venas, carajo, se te aclara la mente, se templan los nervios, tus pulmones agradecen y tienes unos centímetros de ventaja en la desbandada.  Arrarray. Por eso los quichuas llevan semillas de ají en el morral, para que los cucos, los ladrones y el mal aire se hagan a un lado. Nadie puede detener a un dragón que echa fuego tan sabroso por la boca.

Los abuelos también dicen que no hay que fiarse de una persona que no le gusta el ají, porque seguramente es cobarde, hipócrita y mentiroso. Cuando menos, está claro que es gente que no le gusta probar, correr riesgos, aventurarse, quedar al descubierto.  El ají es una comida pecaminosa, lujuriosa, porque tiene relación con la lengua, con el órgano más concupiscente que nos surge del alma. La lengua es la embajadora de la pulsión sexual.  Con la lengua amamos, seducimos, insultamos, provocamos y degustamos.  El vínculo del ají con la lengua es de una obscenidad arraigada.  ¿Acaso muchas de las variedades de bayas de ají no parecen una lengua insidiosa, colorada, decidida, abochornante, salida de una gárgola libertina?  Esos colores, ese brillo.  Aún tengo en la cabeza esos retratos eróticos en blanco y negro de pimientos desnudos fotografiados por Weston en el desbocado México de los años 20. Virgen santísima.  La lengua y sus papilas enhiestas son la plataforma de despegue del sacudón ajisíaco, neologismo que me acabo de inventar, ahorita, mientras tengo un subidón casi lisérgico accionado por ingentes cucharadas de ají ahumado con quinua. El Amauma es el mejor. Una combinación matemática que solo le falta ser ilegal para constar en los inventarios personales de los exploradores de paraísos artificiales. Exagero, claro, pero no es mi culpa, es del ají.

El ají recuerda las dualidades, el binomio del humano: pasión y serenidad, rostro y máscara, prosaico y sublime, dionisíaco y apolíneo, difícil y sutil, carnal y platónico.  Depende del maridaje planteado.  Personalmente lo prefiero en sopas, calientes o frías, pero un buen ají es ese compañero querido que saca a bailar a todas las del curso con el mismo entusiasmo.  A los locros, caldos con yucas, granos y demás comidas gazmoñas, les viene bien el alegre ají con chocho y tomate de árbol.  A la comida del mar, más disipada, turgente, le acompañan bien los ajíes en vinagres y maníes, y a las comidas con maíz, mote y plátanos repes, deleites más bien tucos, el ají con pepa de sambo les aporta decoro y suavidad.  Para las papas cocidas, las ensaladas duras y los tentempiés sanos pero obtusos, el ají en salsa de queso o con yogurt elimina los malentendidos. Para las pizzas y pastas está bien el ají en aceites o en polvo, para empanadas y arepas el ají con aguacate es coteja y para la comida chatarra en general el ají en salsas licuadas ayuda a mantener la dignidad. De todas formas no existen fórmulas ni claves, las combinaciones y recetas varían tanto como los paladares y las ganas de probar sabores.  Eso sí, restaurante o cucho que se respete, debe considerar a su ají como parte integral de la impronta y la personalidad del local.  Es su huella digital.  Como una pila bautismal en una iglesia, el pozuelo de ají debe exhumar la identidad del lugar.  Otra vez exagero, pero el ají es sinónimo de exageración también.

El ají o el chile es tan americano como el café y el chocolate —hay un chocolate con ají de Pacari que es vitamina de superhéroes—, que cuando Colón llegó a estas tierras las confundió aún más con las Indias por el haxi, palabra con la que los taínos de Quisqueya llamaban al fruto de marras. El conquistador creía que era la pimienta negra del oriente.  Pobre insulso.  El ají confunde. El ají aturde y conquista, desde el Puerto de Palos hasta la gran China, y la única lengua en común que tenemos es esa que se las apaña febril con el ají ubicuo y universal, de tantos colores, calibres e intensidades.

Y el ají es a la comida como el humor es a la vida. El que se pica, gana. Todo lo picante nos devuelve el vaivén arrebatado por la monotonía. En la literatura, en el cine, en la pintura, en el teatro, en el sexo y por supuesto en la comida.  Por eso, no se hable más, póngale ají a lo que nunca antes le ha puesto y verá cómo, si no le agrada, al menos se sacudirá los estreses y las brumas grises del día a día. Le doy una receta simple, en una sartén a fuego medio dore ají cocido, sin semillas, y pepas de sambo, luego licue con sal, aceite y agua, al final añada cebollita picada más cilantro.  Listo, luego cante todos los días en la ducha y pruebe más cosas que la vida es corta y el ají disuelve la espera.