Guaraguas de Navidad
En Quito, las fiestas navideñas adornan la ciudad con símbolos de todas partes, todas las creencias, solo comprensible aquí.
Quito es un caldero entre calderos volcánicos. En él, se funde su historia kitu kara, incaica, colonial, republicana y contemporánea junto a su identidad ancestral, cristiana y posmoderna. No hay época donde quede más claro ese mestizaje milenario que la Navidad, cuando la ciudad se convierte al mismo tiempo en escaparate, pesebre y árbol estrellado, lleno de cientos de miles —quizá millones— de adornos navideños.
La Navidad es maravillosa porque es un mosaico alegre, un collage hecho sin rigor ideológico alguno. Sí, celebra —en sus orígenes— el nacimiento de un niño judío llamado Jesús en Belén de Judea, que para los cristianos es Dios encarnado; pero se ha convertido en un pastiche de todo lo que por este valle andino ha pasado.
Los símbolos cristianos llegaron a los Andes no por continuidad geográfica, sino por conquista, asimilación cultural y superposición histórica.
La Navidad quiteña es el resultado de una acumulación histórica de símbolos provenientes de contextos distintos: rituales paganos europeos, del cristianismo medieval, de nuestra cultura moderna y comercial y, por supuesto, de las adaptaciones locales como, por ejemplo, que miles de devotos lleven a la misa del Gallo al Niño Dios de su nacimiento para ser bendecido. Y solo aquí es posible imaginar el pesebre donde nació aquel niño divino con el Chimborazo de fondo, aunque en la vida real estén a más de 13 mil kilómetros de distancia.
Por cierto: quizá el pesebre sea el único objeto navideño con un origen cristiano claro y documentado. Apareció en el siglo XIII, cuando San Francisco de Asís lo creó como herramienta pedagógica para narrar el nacimiento de Jesús. Hoy, sin embargo, no extraña ver a un superman entre centuriones romanos, o hasta uno de esos omnipresentes labubus en los belenes locales.
Es una mezcolanza feliz que no quita, solo aumenta. Guaragua sobre guaragua: ese es el villancico que nos falta en nuestro Quito generoso, donde el cristianismo se adaptó para poder reinar. Por eso las guaguas de las culturas andinas se convirtieron en celebración del cristiano Día de los Fieles Difuntos. Y por eso nuestra Navidad incorpora sin ruborizarse a muñecos de una nieve que nunca hemos sentido caer, en una ciudad donde el sol pega perpendicular sobre nuestras cabezas.
También hay árboles coronados por estrellas y rodeados por guirnaldas y borlas brillantes por doquier. Nadie parece recordar o al menos importarle que en Quito los pinos fueron primero materia prima. Llegaron al Ecuador con los colonizadores europeos, entre los siglos XVI y XVIII, para ser madera de vigas, techos, carpintería, cercos y leña.
Es sincretismo puro y aumentado: el origen del árbol es precristiano europeo. En él, los árboles siempre verdes simbolizaban vida y continuidad durante el periodo más oscuro del año, el invierno. El cristianismo germánico lo reinterpretó teológicamente: es símbolo de vida que persiste y victoria de la luz sobre la oscuridad.
Y así sucedió con todos los adornos navideños que hoy los quiteños usamos para vestir la ciudad. No responden a ninguna razón climática, estacional, ni a ningún purismo identitario.
Es buena noticia: la Navidad se puede celebrar en familia porque carece de dueños. Llegó como objeto cultural importado, instalado en espacios domésticos y comerciales, y la celebramos como podemos y como queremos.
Su mejor exponente es Papá Noel, producto cultural híbrido y tardío. Se inspiró en la figura cristiana de San Nicolás y se redefinió en Estados Unidos entre los siglos XIX y XX.
En Quito, es la epítome del hermoso absurdo navideño: lleva un pesado abrigo invernal, baja por chimeneas inexistentes, desliza un trineo en nieve invisible y capitana una manada de renos extraviada en la línea ecuatorial.
En resumen: ¡Feliz Navidad!, sea lo que eso sea que signifique aquí, en la Carita de un Dios tan misericordioso y panorámico que abriga a todo el mundo, sin distinción de creencia, origen e ideas.