
Quito no siempre sabe dejar ir
En las veredas de Quito, aparecen de vez en vez, objetos descolocados que nos hacen preguntar sobre la historia de los objetos.
A veces, los quiteños dejamos cosas en la veredas sin razones aparentes, a veces los quiteños encontramos en la calle cosas a las que les inventamos historias. Quizá son cosas abandonadas, quizá son basura, quizá son olvidos, quizá son decorados nuevos para darle otro aire a la esquina. Cosas que alguna vez pertenecieron a un adentro y ahora parecen explorar los nuevos mundos del afuera.


Hay sillones que se trasladaron al pie de la casa o a una vereda lejana y han creado una nueva sala sobre el concreto de la ciudad donde cualquiera podría sentarse con una amiga, un pariente, tomar una agüita aromática o hacer una siesta.

A veces son muebles que parecen esperar a que llegue una visita o que la familia regrese. Se han quedado bajo los soles intensos y las lluvias despiadadas de Quito, absorbiendo el frío de las noches quiteñas y el hollín de los buses.

Nos preguntamos qué hacen ahí, ¿tú también?. Por qué nadie las recoge. Tal vez fueron arrastradas en una mudanza a medias o en un arranque de rabia. Tal vez simplemente se quedaron ahí porque nadie tuvo fuerzas para llevarlo más lejos, o tal vez no tienen ninguna historia. En fin: chatarrita abandonada.


En otras ciudades, las cosas suelen tener un final más práctico: suelen dejarse en la basura, aún en un estado en el que alguien más podría darles una segunda oportunidad, y su utilidad se transforma, pueden protagonizar otras historias.

En Quito, más que usar las cosas, les damos palo, y cuando ya se les ha sacado toda su utilidad se abandonan, se desechan y a veces se venden como chatarra, convirtiéndose en un testimonio de nuestra propia y quiteña humanidad. ¿Será que las cosas quiteñas también tienen la oportunidad de una nueva historia?


Nos detenemos frente a cada objeto y tratamos de leer su historia. ¿Quién fue la última persona que se sentó en ese sillón? ¿Qué novela se vio ahí por última vez? ¿Quién orinó por última vez en ese baño ahora inútil? ¿Quién desechó el Escudo Nacional lo habrá hecho con la misma solemnidad con la que se nos enseña a los ecuatorianos a respetarlo?

La ciudad está llena de estos pequeños fantasmas materiales. Son, por lo general, cosas que el camión de la basura no se lleva. No es desidia: son reglas para cosas que requieren un destino distinto. Aparatos electrónicos que esconden metales tóxicos, bombillos que liberan mercurio, pilas y baterías que envenenarían el suelo. Hay también restos más íntimos: agujas, gasas con sangre, frascos de medicina vencida. Ninguno puede mezclarse con la basura común, porque todos contienen algo demasiado peligroso o delicado como para desaparecer con lo cotidiano.

También están los desechos que cuentan otras historias: escombros que fueron parte de una casa, lodos industriales, muebles que ya no tienen sala donde esperar. Cosas demasiado grandes como para entrar en el recolector, como un gigante en un pichirilo.

Esos objetos quedan suspendidos en un limbo urbano, entre lo que aún pertenece y lo que ya se fue. Requieren rutas especiales, procesos distintos, atención específica. Mientras tanto, permanecen en las veredas como testigos mudos de una ciudad que no siempre sabe cómo dejar ir.
Todos están ahí, sostenidos apenas por su melancólica inutilidad. No hacen ruido ni ocupan titulares, pero están ahí, en silencio, diciendo —y callando— algo sobre nosotros. Nos recuerdan que todo lo que usamos —desde un sillón hasta una maceta— es, en el fondo, prestado. Que, tarde o temprano, lo que hoy nos parece imprescindible terminará en una esquina, esperando a que alguien lo mire con la misma curiosidad con la que lo miramos ahora.
Fotografiar estos restos es fotografiar la intimidad de Quito. No la que se muestra en los folletos turísticos, sino la que se esconde en sus costumbres más sencillas.
