
Cruce de rieles
En el sur de Quito el tren ya no pasa, pero el sur no dejó de moverse
Entre los barrios de Chimbacalle y Tambillo, al sur de Quito, hay más de veinte kilómetros y seis barrios, decenas de miles de personas e incontables sueños de quiteños que alzaron los pies para pedir deseos sobre las rieles del tren, columna vertebral férrea que los une.


La Magdalena, Tambillo, Guajaló, Quitumbe, Turubamba son algunos de los barrios quiteños que alguna vez atravesó el centenario tren ecuatoriano sobre estas rieles que hoy son largas líneas a ninguna parte pero que, en sus mejores tiempos, conectaba Quito con el puerto de Guayaquil.


Son parte ahora de una paisaje donde la urbanidad comienza a palidecer: en Turubamba, hay vacas lecheras pastando sobre cerritos verdes, hombres desbrozando la maleza de pequeñas parcelas, a las que ya no sabemos si llamar chacras o huertos urbanos.

Hay tramos de esta línea férrea que han sido tragadas por la maleza, el tráfico, la falta de pasos cebra y el apuro de los quiteños. Algunos han tenido, sin duda, mucha más suerte que otros: en el barrio Ecuador del futuro, la gente la usa como camino para llegar al desvío, para dar una indicación y que nadie se pierda, y entra tanto aderezo y tanto parásito, las líneas del tren han adquirido la apariencia éxotica de la naturaleza entre las ruinas.


Hay algo definitivo: el tren ya no pasa. Entonces, recordamos en la vida que sigue. Recordamos todas las veces que no se pudieron cruzar las rieles sin mirar cuidadosamente a ambos lados. Incluso, juramos que podemos escuchar aún su sonido que a lo lejos ponía en alerta a los quiteños.

Casi todo el sur de Quito creció alrededor de ese tren. Los talleres, las casas obreras, los patios donde jugaban los niños con piedras y carbón, las vías que olían a aceite caliente y a hierro. Donde, a inicios del siglo XX, todo parecía creado: el tren era el futuro en una época en que el Ecuador era apenas un bosquejo de país.


Por ahí humeaba el tren, para llegar a Chimbacalle, que no fue solo una estación, sino un pantagruel de chagras, especias, materia prima, curas sableadores, gringos vendedores de ungüentos mágicos, agricultores de Colta y Alausí, que darían forma a la que era entonces, también, el primer borrador de la ciudad que conocemos hoy.

Ya no. “Uuuuu, serán tres años que ya no pasa el tren”, dice Gardenia Andrade, vecina turubambeña que ha pasado 18 de sus 60 años viendo al tren ir y venir, florecer y marchitarse, aparecer y esfumarse.


Pero aunque el tren ya no rueda sobre la línea férrea, aún perturban el sueño de sus durmientes el paso de cientos de personas que caminan norte-sur, sur-norte sobre la riel, yendo a la escuela, al trabajo, a la tienda, a la iglesia, al centro de salud.
Caminan los compañeros de escuela, caminan las señoras que se dedican al reciclaje, caminan solitarios y pensativos hombres ancianos, que en sus andar llevan, también, la historia de los barrios que crecieron alrededor de la locomotora, que arrastraba no solo vagones, sino el ímpetu de un país que, al amparo de sus santos patrones, Gabriel García Moreno y Eloy Alfaro, lanzaba los dados de su suerte. Nunca un barrio tuvo tan bien puesto el nombre: Ecuador del futuro.

Hoy, en un Ecuador donde parece que todo se ha torcido, las rieles del tren permanecen firmes, como un recordatorio que en la patria de los volcanes y el sol en la coronilla, aún es posible perdurar. Con altos y bajos. Con temporadas de a todo vapor y silencios melancólicos. El tren dejó de pasar, pero el sur no dejó de moverse.