La vida es esperar el bus
La parada es siempre punto de partida, pero nunca de llegada.
Parecería que uno solo espera el bus sonriendo si está acompañado. Si va solo, se adentra en la selva profunda de sus pensamientos, amores y cicatrices sin dar un solo paso. Es un viaje que no precisa de levantar el pie, ni flexionar la rodilla. Basta con sentarse, arrimarse, o erguirse sobre la vereda: todos tenemos cara de pensadores cuando esperamos el bus.
En Quito hay más o menos mil paradas, dice un inventario municipal. Lo apunta con frialdad de contador e imprecisión de burócrata. Pero en la superficie de esta aldea Kitu Kara, encierran la calidez de la vida diaria. Jaulas transparentes, enmarcan sueños, preocupaciones, dudas. En ella, la vida se nos pasa en la espera.
Pero a diferencia de ciertos sueños, los buses suelen llegar, aunque esperarlos sea aprender a negociar con la incertidumbre. Como cuando uno espera no una llamada, sino esa llamada, o el resultado de un examen médico, o el perdón que solo uno siente que se merece. La parada es excusa, metáfora, maestra; el bus, igual. Nos enseñan que no tenemos el control, que siempre habrá un retraso, que no todo depende de uno.
Nos ayuda a soltar. A entregarte a los elementos y aferrarte a las estructuras más básicas: a veces son simples letreros, señales pegadas a un fierro de usos múltiples.
En otras, son sencillas pero completas. Nadie necesita más en la vereda cuando hay un techo que te cubre de la lluvia, te permite escampar y, en los mejores casos, te da un banquito, metálico, frío y duro, que se siente como un pan viejo: quien está cansado lo recibe con gratitud.
Entonces se convierten en confesionarios urbanos. No hay cura, porque en la Carita de Dios, nadie precisa de tramitadores celestiales. En las paradas de buses de Quito se pelea al teléfono, se negocia una deuda, se manda el primer “te amo” por WhatsApp que queda en visto marcado en azul: purgatorio en la parada.
Son la cuenta de un rosario que conecta con otro barrio, con otro cuerpo, con otra historia. Rings de boxeo de miradas, en ellas gana quien se atreve a sostener los ojos del otro. Son, también, fuelle del fuego citadino: exhalan cuando los buses llegan y escupen gente; aspiran a sus nuevos efímeros pero fieles usuarios.
En realidad, no importa cuántas sean. Importa que allí, bajo esos rectángulos metálicos o dentro de esas cajas de cereal de tamaño real de vidrio y metal, la ciudad se revela en su estado más puro: humana, pensativa, solitaria, breve, carcajeante, en compañía. Hay gente muy cansada que va al trabajo, o muy seria que piensa en las filas que tendrá que enfrentar cuando se baje.
Otros, en cambio, solo se suben y se bajan por diversión, enmarañados en sus propios mundos, dándose besos en cada parada y en cada unidad de transporte urbano, eufemismo favorito de los autobuses que no logra esconder, en muchos casos, la nube tóxica que escupen por la retaguardia.
La parada de bus es un punto de partida, pero nunca un punto de llegada: es apenas un hito, un ojo de aguja donde se engarza el hilo de nuestra existencia quiteña.
Y como en ella no queda más que esperar, el tiempo alcanza para todas las demás cosas que el apuro de todos los días nos mezquina. Cuando uno espera el bus en Quito, se está esperando a sí mismo.