
Hay ropa tendida
En terrazas de todo Quito, la ropa se seca al viento y el barrio murmura sobre la vida ajena.
Quizá el placer culposo favorito del ser humano sea el chisme. Tanto, que hasta los científicos que lo han estudiado. Pero no hay mejor evidencia de que la vida ajena nos importa más de lo que debería que ver a la sempiterna vecina asomada a la ventana, disfrutando sapear lo que pasa en la casa del al lado, pero es incapaz de comentarlo delante de sus protagonistas: cuidado, dice, hay ropa tendida.


Hay ropa tendida no es aviso de lavandería, sino contraseña del chisme, gesto cómplice que interrumpe la charla para guardarla para después: cuidado se entera el que sabemos. Es un código que cuida las espaldas del hablantín, del fisgón.

Hay ropa tendida en Quito porque hay ropa tendida en todo el mundo. En el antiguo Tombuctú y en el Londres moderno, el barrio percibe las vibraciones de los temperamentos de quienes lo habitan. La vida se vuelve rumor. El cuchicheo es asomarse a una ventana a tomar el sereno, a ver pasar la tarde, a ver pasar la existencia, que para el chismoso siempre es ajena.

Entonces, la vecindad se puebla de chismes y mitos cotidianos que nadie repetiría delante de la viuda que dizque tiene un romance con el del gas. Ni del oficinista que nunca duerme ahí los miércoles porque, dicen, dicen, dicen, tiene una vida paralela al otro extremo de la ciudad. Ni de la enfermera que siempre llega llorando de sus turnos de madrugada.


Nadie tiene la valentía de preguntarles porque, quién sabe, vaya a ser verdad tanta mentira, vaya a ser mentira lo que se ha repetido como cierto, vaya a quedar claro que hay demasiada gente tan preocupada por el qué dirán que prefiere no ser feliz. Cuidado pasa que uno empiece a contar algo y algún prudente espontáneo tenga que advertirnos: “shhhh, hay ropa tendida”.

Todos los inventos salaces amplificados por las parabólicas lenguas largas que envuelven la cuadra, se cuelgan al sol y se secan en la terraza como prendas y trapos. En verano, se alargan como una melcocha perezosa y se dejan calentar. Las sábanas de tigre no rugen, porque los felinos también mira quién se mece a su costado. “Puso a secar tantos guantes que parecían haber recibido una ovación de aplausos”, escribió Ramón Gómez de Serna (citado por García Márquez). La que se asoma a mirarlos, espía y elucubra. Entrecierra los ojos y maquina. Se inventa y se relame en sus cuentos.

Ser vecino es ser voyeurista y el primer guiño de la curiosidad es lo que cuelga delante nuestro: a veces son nuestras vergüenzas, nuestros temores, nuestros amores más profundos y reveladores. No hay en el barrio nadie mejor enterado que quien otea como vigía. Todos tenemos algún trapo sucio que lavar, aunque seamos incapaces de mostrárselos a todos aquellos con quienes nunca terminamos de ser nosotros mismos.
El barrio tiene su propio diccionario secreto, y esta máxima es la reina. Con la ropa tendida se marca territorio. No se habla, se descifra. No se grita, se cuchichea. Hay ropa tendida porque estamos vivos, porque ser humano es ser estos pobres trapos enjabonados y restregados una y otra vez, aunque hay gente que vaya feliz sin enterarse.

Hay ropa tendida porque sabemos algo, pero no lo diremos ahora, no delante de cualquiera. Y al mismo tiempo es la promesa de que lo prohibido será contado, que la carne del rumor será servida apenas la sala quede limpia. No hay frase más eficaz para tensar el aire: transforma lo cotidiano en espectáculo, hace de la charla una obra de teatro en pausa.

Cuando hay ropa tendida, quien vigila a los demás se descubre también vigilada. La vecina que mira por la ventana, el tío que descifra pasos en la escalera, el recién llegado que interrumpe la confesión: todos están atrapados en el mismo juego de miradas cruzadas. La ropa tendida revela que el barrio es como la vida: no un conjunto de casas sino una colección de vidas que haría que aquél que sonríe convencido de que nos conoce, se lleve las manos a la cabeza, aunque sea entonces demasiado tarde.
La terraza es un panóptico chiquito donde se ve y se es visto. Donde está la verdad de nuestra intimidad.
