Dos que tres gárgolas
En Quito no hay demasiadas gárgolas, aunque alguna que otra aparezca por ahí.
Quizá es porque el sol capitalino puede causarle cáncer hasta a las piedras, pero no hay demasiadas gárgolas en Quito. Una que otra se atreve a alzar sus rasgos tallados hacia el viento y desafiar el azul de invisibles tonos ultravioletas que nos arropan. Quizás hay más, pero a ojo pelado, en el centro histórico, por aquí y por allá, uno las cuenta con los dedos de una mano. Se elevan en cornisas religiosas y templos del dinero, escasas, apenas escritas en piedra. Hay, por ahí, ciertas formas rocosas que parecen gárgolas pero que en realidad no lo son.
Es como si la ciudad barroca, hecha de yeso, madera y pan de oro, nunca las hubiese necesitado. El agua se escurre por aleros ocultos y canaletas discretas. Las justas, las necesarias, las que sobreviven como testigos de otro tiempo, engarrotadas por miedos ajenos, mitos centenarios tallados por el cincel del sincretismo andino.
La gárgola nació por pura necesidad. Su nombre viene del francés gargouille, que evoca el sonido de un trago áspero, y a su vez del latín gurgulio, garganta. En las catedrales medievales europeas, tallar monstruos, dragones, bestias extrañas, figuras grotescas, era un modo de resolver un problema técnico: sacar el agua de lluvia de los muros para que no se deshicieran con el tiempo.
Pero su función práctica pronto se convirtió en símbolo. En el gótico, las gárgolas pasaron a ser guardianas del templo: criaturas entre lo sagrado y lo profano, pensadas para ahuyentar espíritus malignos, fundados en una premisa tan propia de sus tiempos: el horror se combate con horror. En París, en Burgos, en León, sus bocas abiertas custodian desde hace siglos el tránsito entre el cielo y la tierra.
En Quito, ciudad de iglesias barrocas, casi no hay gárgolas. San Francisco, Santo Domingo, La Compañía: todas lucen fachadas exuberantes que las convierte en el circuito de templos más hermosos del mundo, pero no hay monstruos que escupan agua. Es un barroco distinto, hecho de interiores cargados y fachadas sobrias, donde los desagües se resolvieron de otra manera. Por eso, las gárgolas quiteñas parecen más un mito que una realidad.
Hasta que uno levanta la mirada hacia la Basílica del Voto Nacional. La Basílica, inaugurada en 1988, aunque siempre inconclusa, como los sueños de crecimiento vertical de Quito, es el único gran templo neogótico de la ciudad, y el único que se atrevió a poblar sus cornisas de criaturas.
Pero aquí la tradición europea se reinventó: no hay dragones ni demonios medievales. En su lugar, la fauna ecuatoriana trepa por los muros: tortugas de Galápagos, piqueros de patas azules, armadillos, monos aulladores, cóndores, pumas. Son gárgolas y, al mismo tiempo, un catálogo pétreo de la biodiversidad del país. Cumplen su función técnica —desviar el agua de lluvia—, pero también son símbolo: un recordatorio de que en Ecuador la naturaleza es tan sagrada como la piedra.
No muy lejos, el edificio antiguo del Banco Central contrasta: academicista, sobrio, de líneas clásicas. Hoy alberga el Museo Numismático, donde no hay gárgolas funcionales, pero sí mascarones de león tallados en piedra que parecen serlo. No vomitan agua ni ocultan canalones: son símbolos, no mecanismos. Son herencia de un academicismo que imitaba emblemas clásicos para dar solemnidad a la piedra: los leones representan fuerza, vigilancia, poder. Sin embargo, al verlos desde la acera, con las fauces abiertas y los ojos fijos en la calle, uno entiende por qué la gente los confunde con gárgolas. Pero no lo son. No hacen falta. La piedra aquí no grita, no escupe, no ahuyenta demonios: se limita a sostener el peso de la ciudad.
Así que, sí, Quito tiene gárgolas, pero no son muchas. Dos que tres que se aferran a los muros del Voto Nacional, pero las demás iglesias guardan sus secretos sin monstruos canaletas, como si supieran que el verdadero demonio no está en el cielo ni en la lluvia, sino en ciertos corazones.