Primitivos e inútiles brackets de hierro y concreto
Hay una queja que tiene décadas: la gente no usa los pasos peatonales. Pero el problema no es de los peatones, sino de quienes creyeron que esos armatostes de hierro y concreto tenían sentido.
Los pasos peatonales elevados se alzaron sobre las ciudades latinoamericanas como promesas de progreso, como soluciones para “ordenar” la calle. Pero hoy no son más que un recordatorio de nuestra derrota cotidiana y de una modernidad desatinada: hay mucha gente que se precia de tener calle, pero nadie tiene tanta calle como los autos.
Y no podrían tenerla si no fuese por esos armatostes que rompen el paisaje quiteño y se suponía servirían para que la gente cruzase la calle. Durante décadas nos quejamos de que no los usábamos lo suficiente, cuando en realidad esa era la prueba más clara de su inutilidad, del error de haber puesto a la máquina por sobre nosotros mismos.
La autopista era un camino al futuro y el auto, el vehículo que nos llevaría a ese destino. Y la tragedia fue que lo logramos: creamos ciudades de carriles veloces (que muy pronto se congestionaron), veredas vacías, barrios que se vacían, negocios cuyas lanfor se bajaban para siempre, avenidas tomadas por el hongo corrosivo del abandono. Fue el jardín de concreto perfecto para que crecieran por todas partes, como hierba mala urbana, los pasos peatonales elevados de Quito.
Pero hace cincuenta y sesenta años a todo el mundo le pareció buena idea. Decidimos que la velocidad era más importante que el disfrute. No dudamos en amar más el desenlace que la trama. Escogimos la impaciencia a la pausa. Y cuando todo el mundo estuvo de acuerdo, hubo tantos carros que la velocidad se convirtió en atolladero, el desenlace en simple reinicio, y la impaciencia se convirtió en nuestra pasajera en tránsito perpetuo.
La ciudad dejó de ser un juego de vereda y se convirtió en un loop agotador, congestionado por el smog, al punto que tuvimos que adoptar un sistema de restricción de circulación vehicular con nombre de campo de trabajos forzados estalinista: pico y placa.
Salir temprano de casa ya no era una opción, sino la única salida para evitar el tráfico. Cuando llegábamos, nos quejábamos del tráfico —sin reconocer que nosotros éramos el tráfico. Al final del día, emprendíamos el viaje de regreso a casa, y el dragón de los embotellamientos escupía el fuego de sus escapes en el sentido exactamente contrario. Llegábamos agotados, y no había tiempo para nada más que para irnos a dormir. Y cuando despertamos, los pasos peatonales elevados de Quito seguían ahí.
Escribimos en pasado, pero sigue pasando.
Porque, paradójicamente, hay todavía urbanistas y burócratas municipales que insisten en que más carriles, y más avenidas, y más calles —y por ende, más pasos peatonales elevados— son lo que la ciudad necesita para descongestionarse.
Son herederos de aquellos que pensaron en larguísimas avenidas donde buses y camionetas, troles y sedanes no fuesen perturbados por algo tan mundano como estas dos piernas que nos sirven no solo para llegar del punto A al punto B, sino que nos hacen pensar, oxigenar el cerebro, reconocernos como quiteños.
Son ingenieros y tecnócratas de la estirpe rigurosa que nos obligan a subir escaleras empinadas a esos puentes metálicos y de concreto donde no crece ninguna flor. Entre sus grietas apenas se asoma la maleza que emerge con el abono de la desidia y el abandono.
Nos hicieron responsables de nuestra propia seguridad, como si cruzar la calle fuera un privilegio y no parte del mero acto de existir. Tan normal como respirar o sonreír. Mientras tanto, abajo, en las bases de los pasos peatonales elevados de Quito, se acumula el sarro de los despojos de los recodos tugurizados.
Y a nosotros no nos ha quedado más que verlos ahí como un mal menor, como un premio consuelo al diseño de la ciudad: menos mal hay por dónde cruzar, aunque el temor de ser atropellado se cambie por la sospecha que quizá del otro lado alguien nos esté esperando.
Los pasos peatonales elevados son mal y síntoma de la ciudad y sus afanes de modernidad descolocada. Nos enseñaron de qué lado estuvimos durante tanto tiempo. No del lado del niño que quiere cruzar para ir a clases, ni de la señora que carga dos fundas de mercado y se detiene a medio puente para tomar aire. Estuvo del lado del aparato. La rebelión de las máquinas a la que tanto le tememos empezó hace mucho y, si los pasos elevados sirven para algo, es para hacernos dar cuenta de que vamos perdiendo.
Quizá por eso ahora, en tantas ciudades, se está replanteando su existencia. Quizá, con cada semáforo peatonal que se instala, con cada cruce a nivel que se recupera, se está pidiendo perdón a los peatones por hacerles subir durante tanto tiempo.
Quizá nos estemos dando cuenta de que una ciudad que te quiere no te eleva por los aires para que no molestes al auto, sino que te devuelve la calle para que la camines.