
Mi otro yo soy yo
El maquillaje drag (o cómo ser fabulosas sin pedir permiso)
Una mujer de cabello lacio y negro se dibuja una línea gruesa y morada sobre el párpado. Es un gesto de la mano que es, también, un movimiento de identidad. Otra, con las uñas llenas de escarcha, cubre sus cejas con una barra de goma escolar, como si quisiera fijarse el contorno que define la identidad que está construyendo. Alguien más sostiene una foto en su celular con la forma de nariz que quiere replicar —imitar es una forma de identificarse con uno mismo. No todas saben a qué vinieron, pero están aquí, frente a un pequeño espejo —en forma de manzana, rectangular, o brillante— descubriéndose mediante el acto de cubrirse el rostro con maquillaje.
Para ser precisas, con maquillaje drag.


Es una mañana de un verano tímido en Quito, a ratos soleada, a ratos cubierta de nubes, como la ciudad intuyese que en la fluidez hay una posibilidad de ser uno mismo y al mismo tiempo alguien más.
El salón blanco de tumbado alto es una mezcla de sombras de colores, brochas, delineadores, y risas nerviosas. Suena Lady Gaga: “I was born this way, hey I was born this way, hey”

Hay quienes trajeron su propio maquillaje, y quienes solo trajeron un estuche lleno de curiosidad. Algunas se llaman por su nombre de pila que tienen escrito en una calcomanía sobre su ropa; otras ya han elegido su nombre drag: Angelina, Kelvin Viral, Ali la Bruja, Nica, Geni La Rossa.
Para otras, el nombre aún no llega, y tampoco es urgente. Lo que importa ahora es transformarse.


Antes del color, el primer movimiento de la mano sirve para delinear las cejas. “No soy la única que quiere goma en la ceja”, dice alguien mientras presiona la barra una y otra vez sobre el vello. Después viene el polvo blanco, el corrector, la base en toda la cara.
Tapan, borran, y luego reinventan. Porque la ceja no es solo una línea en la cara: es una declaración. Si el cuerpo es un campo de batalla, como dijo la artista Barbara Kruger, las cejas son la primera trinchera fronteriza. Definen la identidad. Gruesa si el personaje es malvado, delgada si es angelical, curva si es coqueta, recta si es desafiante. Cada trazo afina la criatura que emerge frente al espejo.
No todos saben maquillarse, pero eso no importa. Aquí está hay comunidad: quienes saben guían a quienes no. Se prestan brochas, se aplauden, se recomiendan series. Preguntan por sus pronombres. El maquillaje es una excusa, una herramienta, un acto político.



El drag, tal como lo conocemos hoy, tiene raíces en los clubes underground del Harlem de los años 20, donde personas negras, latinas, morenas —racializadas, dicen ahora—, y queer encontraban en los balls un espacio para ser fabulosas sin pedir permiso.
Pero su forma más política y popular se forjó en la década de 1980 en Nueva York, con las casas del ballroom —como la House of LaBeija o la House of Xtravaganza— que dieron origen a una cultura donde el maquillaje, la pose y la pasarela eran formas de resistencia frente al racismo, la pobreza, el sida y el desprecio social. Ahí el drag no solo se vestía: se vivía.

Hoy también es un juego. Muchos se transforman en alguien que no pueden ser en el día a día. Joao, por ejemplo, recuerda a la trans pelirroja que interpretó en una ópera brasileña y desde ahí decidió que su identidad drag sería Geni La Rossa.
Kelvin Viral se define como “marica queer disruptivo, soy VIH positivo” y lo muestra con sus sombras arcoíris, sus brillantes que marcan sus pómulos, su corona hecha de jeringas.
Quienes alguna vez fueron niños que se disfrazaban de superhéroes en Halloween, hoy se maquillan para habitar cuerpos posibles.



La pasarela es el momento final. El juego se transfigura, también: se vuelve ritual, ceremonia. No todos suben, pero quienes lo hacen se bajan suspirando, como si hubieran dejado algo allá arriba: el miedo, el pudor, la vergüenza.
Las canciones que eligen, los nombres que usan, las cejas que se dibujan, son los códigos para decir: este soy yo, o esta soy yo, o esta podría ser yo si el mundo me dejara.
Los espejos se vuelven trochas. No reflejan: llevan hacia alguien. El maquillaje drag no es una máscara, es una posibilidad. Un cuerpo que se reconfigura. Una identidad que se permite.

“Tu drag va a ser guapa”, le dicen a Joao mientras dibuja una línea perfecta en su párpado. Alguien más se ríe, se quita la camiseta, se deja ver la barriga. No vino con outfit, creyó que venía a un evento de drags con las que quería tomarse fotos. Pero ahora quiere ser una y perder la vergüenza. Lo logra.
Quizás eso es lo que hace el drag: permite que, por un rato, una se mire distinta. Que se vea como una superheroína, una villana de telenovela, una diva de los noventa, una bruja, una Bratz. Como algo que antes no se atrevía ni a imaginar. Pero que, frente al espejo, existe. Ahí, entonces, se es otra y genuinamente una misma, más que nunca antes.

