La neblina de Quito, omnipresente

Me tienes en la neblinosa

La neblina quiteña le permite a la ciudad aparecer y desaparecer, como en un truco de manos.

La neblina de Quito sube y baja por los senos y cosenos de la ciudad. Entra despacio, sigilosa, entre edificios y estatuas, arupos y portones, como un animal que caza al filo de la mañana, y reconoce el resuello tenue de otra bestia, que ya ha anticipado su presencia. La neblina no tiene forma fija ni urgencia. Es un fenómeno atmosférico, sí, pero también un gesto previo, un filtro que empaña la realidad.

En medio de la bruma, la Virgen de El Panecillo

La neblina y la niebla se intercambian sobre Quito, con la misma naturalidad con la que nos ponemos y sacamos abrigos, suéteres, bufandas, velos que nos calientan y nos acaloran, que nos cubren y que lanzamos sobre los sofás del cuarto cuando ya nos pesan y nos sobran.

La neblina cae delicada sobre Quito

Son lo mismo: suspensión de microscópicos alfileres de agua en el aire, una condensación que ocurre cuando el vapor se enfría y no puede sostenerse hecho gas. Solo es niebla cuando no nos deja ver más de un kilómetro; si el ojo logra ver un poco más allá, es neblina. En realidad, resulta una taxonomía irrelevante: lo que importa es cómo se siente cuando aparece en la terraza de casa, al pie de la ventana.

Una casa cubierta de neblina
Un pedacito de nube avanzando detrás de un portón

La neblina es un espectro de todos los días en Quito, como esos fantasmas que se resisten a dejar las habitaciones en las que penan durante siglos. Como esos mismos fantasmas, tiene temporadas favoritas para aparecerse: la neblina es más común entre marzo y mayo.

Es producto de una aritmética atmosférica: 2.850 metros sobre el mar + humedad variable + la línea ecuatorial. Recorre, con su aliento de mil lenguas de plata, las laderas quiteñas —Pichincha, Auqui, Itchimbía—, torneadas como los muslos fuertes de quien te changa y pide que no te vayas. Baja desde el Guagua, se derrama por el Rucu, y se asienta en la ciudad como una piel. No cae: repta. No invade: roza. Y al hacerlo, transforma todo.

En el parque de Guápulo, apenas se ve el cerro del Auqui

Desde el Itchimbía, se la ve venir como una legión de guantes. Desde Bellavista, como una sábana ligera, que no esconde la piel que añoramos. Desde Guápulo, avanza en ráfagas apuradas que nunca avisan, ni dan tiempo a reaccionar. En el Auqui, la cosa cambia: no baja, sube. Nace en el valle, envalentonada por el contraste térmico entre las corrientes frías del amanecer y el calor que permanece aún en la tierra. Asciende como el deseo de los animales: lento, cálido, inevitable.

Hay momentos en que se espesa tanto, que es imposible ver algo más que una pared blanca en la punta de las narices. Si Melville hubiese llegado a Quito y no a las Galápagos, habría dicho que esta ciudad desaparecía de un momento a otro como esas islas volcánicas y remotas, y quizá hubiese escrito La encantada, así en singular, para retratar a la milenaria ciudad andina que aparece y desaparece tras su velo condensado. 

Un edificio de la González Suárez, a medio ver, por la neblina

Mantilla traslúcida de esta franciscana y, por tanto, por siempre —por divina gracia— pecadora capital, la neblina deja ver, pero tan solo lo suficiente como para que uno avance, a tientas, y busque, ciego, descubrir las formas con las puntas de los dedos. Porque esta catarata leve y flotante empaña los lentes, los parabrisas y los ojos.

En términos físicos, lo que ocurre es la dispersión de la luz en las gotas suspendidas: los contornos se difuminan, el contraste baja, y el mundo se vuelve suave, como cuando siente que lo tienen en la neblinosa. 

La neblina cayendo desde el Pichincha sobre el Centro de Quito
Nicole Moscoso Vergara Jose Maria Leon Cabrera
Nicole Moscoso Vergara y José María León Cabrera
Nicole es la directora audiovisual de GK, y José María, el CEO y director creativo de GK. Juntos desarrollan el proyecto de ensayos fotográficos de GK.