
Llamar al pasado
Con cierto aire estoico, las cabinas telefónicas que quedan en Quito, resisten el abuso de los grafiteros y la desidia de los transeúntes.
Están ahí, incólumes y estoicas, seduciendo grafiteros y soportando la desidia de la gran mayoría de los transeúntes. Ya casi no se usan, pero alguna vez hubo unas 1200 cabinas telefónicas en Quito. Hoy, parecen objetos de tiempos descolocados, como si algo se hubiese roto en el mecanismo interno del tiempo y las hubiese dejado con su apariencia de artefacto premoderno en medio de una ciudad del siglo XXI.


Fueron puntuales de la vida de los quiteños. En realidad, de buena parte de la humanidad. Las que estaban en los colegios servían para que los niños despistados llamaran a sus madres a decirles que se les quedó el cuaderno de geografía y también el escudo nacional hecho con fideos y escarcha en el que su mamá trabajó hasta las cuatro de la mañana.

Servían para que esa madre lo regañara y le dijera que era la última vez que la llamaba a pedir que le llevara cosas a la escuela. Servían para llamadas furtivas de gente que no podía llegar a casa a dar la noticia. Sirvieron —aunque dicen, sirven aún— para que los espías y contactos, reporteros y fuentes periodísticas delicadas, amantes pudorosos, pudiesen hablar entre sí sin ser descubiertos.

A diferencia de otros países, las cabinas en Quito no tenían jaulas de hierro y cristal en las que se podía entrar y hablar y decir lo que uno tuviera que decir sin miedo a ser escuchados por alguien más. Quizá por un desdén local por la privacidad ajena, o quizá porque no debería interesarnos, las cabinas quiteñas eran teléfonos atornillados a las paredes con apenas un vuelo redondo para cubrir el aparato de la lluvia y el sol. Unas funcionaban con monedas que se atrancaban y otras, ya a finales del siglo XX, con tarjetitas magnéticas y una que otra con un chip.

Con el tiempo, han caído en desuso. Les pasó lo mismo a la plancha de carbón, al farol de queroseno o a la máquina de fax, al beeper a los diskettes a las pianolas. Les ganó en utilidad y favor popular esa cabina telefónica, libreta cámara directorio, y extensión de la vida que llevamos en el bolsillo: el teléfono móvil.

Aún así, muchas funcionan. Alzar el auricular y encontrar que aún dan tono, que si se mete una moneda en otro, se puede marcar, es un regalito inesperado, una amable sorpresa. Ver a alguien usar la cabina, buscando números en su libretita de papel, nos hace dudar si hemos viajado en el tiempo, o si aquel hombre que se encorva sobre el hombro izquierdo no estará haciendo una llamada al pasado: quizá a un tiempo donde era amado, y donde sus errores no le costaban que el número al que marcó solo sonase y nadie, jamás, atendiera. Y verlo, es un gesto que devuelve la esperanza: uno siente unas ganas súbitas de tener a quién llamar y que le conteste y le diga “¿Sí, aló? Estoy aquí”.
