
Esos puestitos del Centro
Se conocen como "cajoneras" y han estado en el Centro Histórico de Quito por siglos
Se conocen como “cajoneras” y el centro histórico de Quito está lleno de ellas. Son pequeños armarios móviles donde señoras y señores, algunos sonrientes, algunos muy serios, venden todos los días chicles chupetes caramelos revistas velas cordones aguas tintes cariocas en épocas de carnaval cigarrillos papitas mentas refrescos.
Llegan desde temprano y desempacan sus cajoneras, esos puestitos de toda la vida del centro, para pasar el día vendiendo sus pequeños productos de consumo, sus rápidas soluciones cotidianas, sus golosinas y antojos. Cuando cae la tarde, las empacan, como un mago que ha terminado su función y recoge sus artilugios de engaño, y dejan el espacio vacío, aunque con una promesa tácita: a la mañana siguiente volverán a repetir el ejercicio de montar y en la tarde el de desmontar, comerciantes itinerantes, más que informales.

Se ha documentado la existencia de las cajoneras, con certeza, desde inicios del siglo XIX, explica el historiador Gonzalo Ortiz.
Solían estar en la Plaza Grande, y en la de Santo Domingo, y en los bajos del palacio arzobispal. Pero raíz es mucho más profunda y añosa: se extiende más allá de las épocas coloniales, a los tiangues, la palabra náhuatl para “mercado”, con la que los españoles bautizaron los mercados quiteños por la similitud entre los mercados mexicas y los de los Quitus, escribió el historiador Álvaro Gallardo Satián. El comercio ha sido, por siempre, motor de la humanidad.

En estos pequeños puestitos del Centro Histórico de Quito hay también flores melcochas pulseras chocolatinas impermeables (reusables) gelatinas encendedores que venden a sus clientes ocasionales —turistas turistas turistas— y recurrentes —burócratas, periodistas, dependientes de hoteles— , perpetuando la costumbre arraigada desde tiempos inmemoriales de usar el espacio público como escaparate para ganarse entonces reales, macuquinas, pesos, sucres, dólares, desde los tempranos 2000.
En varios momentos, explica el historiador Ortiz, el municipio quiteño quiso regularlas, darles orden burocrático, pero siempre ha resultado incapaz de contener del todo una de las leyes más básicas de nuestra especie: la gente busca vender donde están sus clientes. “A lo largo del siglo XIX la Casa Municipal tenía varias tiendas que alquilaba, para intentar regularlas”, dice.

Las cajoneras han ido evolucionando con el paso de la vida por el centro quiteño. Se han expandido, también, más allá de las esquinas de las icónicas plazas quiteñas. Hoy, son diminutos minimercados —o sea, miniminimercados— que en un par de metros cuadrados ordenan cientos de productos también en grandes negocios, bancos e iglesias. En un principio, solían estar bajo los portales de los grandes edificios del centro quiteño pero, con su proliferación, dice Gonzalo Ortiz, desarrollaron un implemento nuevo y que se fundió con su identidad: el parasol o la pequeña tolda que cubre a sus dependientes del sol o la lluvia y les permite seguir con su comercio de pequeña escala y su historia de gran alcance.

Son toques coloridos en un centro dominado por el gris de las piedras, el marmolado del mármol, las grandes fachadas blancas, las puertas de madera y los letreros de los negocios, todos de hierro uniforme.