Detalles de fe
Durante décadas, los mercados de Quito han sido consagrados a Vírgenes patronas y protectoras, llenándolos de devoción, color e identidad.
Afuera la ciudad tiene órdenes, líneas, tránsito y ritmos urbanísticos más bien uniformes. Pero dentro de los mercados de Quito parecen estar contenidos, como en una singularidad cósmica a punto de explotar, todos los colores que existen en el universo, todos los olores que la montaña suelta, todas las voces que, en este enclave andino, franciscano y mestizo, hablan, vocean, gritan, baten, llaman, ofrecen, regatean, en un caos sonoro que parece perfectamente mezclado. Y siempre tienen religiosos altares, dedicados a sus patronas y patrones.
Son un reflejo de devoción. A veces es la Virgen Dolorosa con su corazón siete veces apuñalado. Otras, la Virgen del Quinche, que tiene el poder de cerrar carreteras (y, dicen, de poner a rezar a un ateo recalcitrante). También puede ser la Virgen del Cisne, la Churonita, patrona de mercados y migrantes —una intersección habitual. Los altares suelen estar dedicados, también, al doliente Jesús del Gran Poder o al esteta Divino Niño.
Los altares son también reflejo de la identidad de los mercados. En el mercado Central, célebre por su comida (en especial, su pescado frito), un altar a la Virgen Dolorosa tiene un Niño Jesús vestido con una filipina blanca y un toque de chef. En el mercado de Chiriyacu, uno de sus altares tiene al Niño Dios vestido de policía. En San Roque, se encuentra uno dedicado a la Virgen Dolorosa y otro a la Virgen de las Mercedes.
Nunca faltan el encaje, la lentejuela, la puntada fina, las luces de neón, el detalle vernáculo e irrepetible. A veces hay un ángel asomado en la escena, que suele estar completada por San José, patrono de los padres y de quienes saben que hacer preguntas cuyas respuestas uno ya conoce no tiene sentido. Completan el altar innúmeras y frescas flores y, por lo general, una cajita para limosnas y una mesita metálica para encender las velas, que son las señales inequívocas del ruego por la intercesión.
Suele haber, también, una placa que recuerda al prioste que lo levantó. Los priostes son quienes presiden y costean las fiestas católicas. Son figuras públicas importantes para el barrio, la ciudad y el mercado. Puede ser un líder comunitario, un concejal, un empresario, incluso el alcalde o la vicealcaldesa. Siempre, gente de influencia e interés, dispuesta a financiar la fiesta y el altar para preservar ya no solo el favor divino, sino también el popular.
Este país y esta ciudad han sido, siempre, profundamente creyentes. “Los altares de los mercados son producto de la fe del pueblo, en primer lugar”, dice el historiador Gonzalo Ortiz. “De los gremios de mercaderes, desde la colonia, en segundo lugar. De la tradición conservadora del municipio de Quito, en tercer lugar”, matiza Ortiz, quien, cuando fue vicealcalde de Quito en 2009, fue dos veces prioste, no en un mercado pero sí de una fiesta religiosa. “Dimos, porque mi mujer se hizo cargo, tamales con canelazo para unas 300 personas”, recuerda Ortiz. Según Ortiz, otro elemento trascendental para la conexión entre mercados y fe fue el trabajo de los dominicos con los gremios de artesanos y obreros en la primera mitad del siglo XX.
Pero no siempre estuvieron los mercados llenos de imágenes religiosas: el primero cerrado que tuvo Quito, el antiguo mercado de Santa Clara, fue inaugurado en 1889 por Eloy Alfaro, líder del liberalismo ecuatoriano, que prohibió el culto público de imágenes.
Con el paso del tiempo, la expedición de una ley de libertad de culto, en los años treinta, permitió que esta prohibición se desvaneciera. Así, los mercaderes, caseras y vecinos, pudieron, solo limitados por su devoción y su imaginación, construir los altares con los que agradecen, ruegan y piden a los intercesores ante Dios.