Una noche en el metro de Quito
Un recorrido nocturno en la línea del sistema de transporte subterráneo capitalino.
Afuera, llueve. Mujeres y hombres que han salido tarde de sus trabajos, de sus clases universitarias, de visitar a una abuela en un hospital o que han terminado de vender caramelos, chicles, cigarrillos, naranjas y aguacates, caminan con la cabeza entre los hombros, como si intentasen caber por entero debajo de los paraguas que las salvan de las afiladas gotas que caen camufladas entre la oscuridad y la neblina de principios de octubre.
Avanzan hacia la parada Carolina del metro de Quito, en la esquina de las avenidas República y Eloy Alfaro, que brilla roja vibrante, como la boca de un dragón que acaba de exhalar, dejando un último rescoldo sobre la superficie capitalina.
Son las ocho y la noche de un miércoles de octubre de 2024, y el tráfago en el metro de Quito se aligera. Sus vagones ya no van tan repletos como en las horas pico, pero aún hay cientos de quiteños moviéndose en él.
Con el paso de los minutos y las paradas, ya no parecerá que engulle y expulsa bocanadas enteras de personas, sino que a medida que se detenga en sus estaciones, de norte a sur, se irá quedando vacío. La noche en el metro de Quito tiene su ritmo y postales propias.
En horas pico, los trenes llegan cada cinco minutos. En las horas de mínimo tráfico (llamadas “valle”), cada ocho.
Bajo la superficie, los andenes, atestados hasta hacía poco de usuarios que iban en todas las direcciones, pero siempre sur a norte, norte a sur, lucen particularmente desolados.
El espacio, repleto de trazos y puntos de fuga y casi carente de humanos, forma figuras que parecen sacadas de una obra de Araceli Gilbert, maestra ecuatoriana del formalismo y la abstracción.
La estación podría llamarse Formas en equilibrio o Composición sobre blanco, pero la carrera apretada de la única mujer que busca las puertas del tren hacen que, de repente, parezca más bien un cuadro de Hopper.
Dentro de sus vagones —que arrastran uno de las últimas oleadas de los 180 mil viajes que hace en promedio cada día— está repleto. La mayoría de sus pasajeros viaja en silencio.
Absortos en sus pantallas, leen mensajes, escriben notas. Unos cuantos viajan abrazados, pegadizos y conversan entre ellos. A esta hora el metro no rige sino que sesea, como si arrullara a los pasajeros que lleva en la panza.
Algunos sucumben a la mecánica canción de cuna, que se mece a medida que los seis vagones zigzaguean por su única línea.
Cada tren lleva, cuando va a tope, más de 1200 personas. Ahora, cientos bajan en cada estación hasta que, al llegar a la estación final, en el sureño sector de Quitumbe, hasta dejarle vacías las entrañas al flamante metro quiteño.
Solo quedan, entre los pocos pasajeros, una madre y sus dos hijos. La pequeña llora. Su madre la consuela. Su hermano lleva una maleta. Tiene 9 años y quizá, de cierta manera, intuye, sabe, que él ya no precisa de la atención constante. Más bien, parece curioso por el mundo que lo rodea. Mira de reojo, levanta la cabeza y se queda absorto en las pantallas de anuncios mesocráticos. Suspira y juega con las manijas de la maleta.
Pronto, saldrán de la la gran estación sureña —»multimodal», en la jerga del transporte público, pues integra en un solo sitio varios sistemas de transporte masivo: el metro, la Ecovía, el Metrobús-Q, el Trolebús y los buses de transporte urbano. La noche quiteña los recibirá fría y despejada: ya no llevará, pero las aceras seguirán marcadas por la humedad y la neblina.
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