Marina* es una enfermera temperamental, determinada, perfeccionista y pequeñita: mide aproximadamente un metro y medio. Tiene una melena negra con algunas canas que delatan su edad, 58 años, pero que contrastan con su piel bronceada por el sol. Marina tiene depresión crónica recurrente desde hace más de 20 años. En ese tiempo, ha estado internada múltiples veces. Nueve, por intentos de suicidio. Marina es una de las 424 pacientes adultos del área de psiquiatría que tiene el Hospital de Especialidades Médicas Carlos Andrade Marín (HCAM), de Quito, que pertenece al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS). Por el desabastecimiento de medicamentos psiquiátricos en los hospitales públicos del Ecuador que empezó en la pandemia del covid-19 y se mantiene, ella tuvo dos crisis psiquiátricas severas.  

La primera fue en 2020. Marina trabaja en un hospital público. Como la mayoría de profesionales de su rama, no solo tuvo que sobrevivir a la pandemia del covid-19. También tuvo que ver cómo morían alrededor de 6 personas cada día por la enfermedad que tomó por asalto al mundo  

Vio morir a doctores y enfermeras que habían trabajado a su lado por años. Vio en la puerta del hospital decenas de personas que lloraban desgarradoramente cuando les anunciaban que sus familiares habían muerto por el fulminante virus. “Esa fue una de las partes más difíciles”, recuerda Marina, en una cafetería. Un día se sentó junto a los familiares de los fallecidos, a llorar de impotencia. Además, tuvo que lidiar con la descomunal presión de tratar un virus del que entonces casi no había información, que tomó al mundo por sorpresa y que llegó a Ecuador en marzo de 2020.

Hasta ese momento, como parte de su tratamiento de hacía algunos años, su psiquiatra le recetaba Clonazepam, un medicamento que se vende solo con prescripción médica porque puede causar adicción y debe usarse bajo estricto control. Este fármaco tiene propiedades ansiolíticas, sedantes, hipnóticas y estabilizadoras del estado de ánimo. 

Fue el primero que empezó a faltar en las perchas de los hospitales y farmacias ecuatorianos cuando empezó la pandemia. Ximena Romero, jefa de la Unidad Técnica de Salud Mental del HCAM, dice que no había suficiente Clonazepam porque en ese momento de la pandemia, se empezó a usar en pacientes en estados críticos por covid-19. En especial, para sedar a aquellos que estaban internados en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). “Fue una escasez, no solo en Ecuador, sino a nivel mundial”, dice Romero. Sin embargo, reconoce que en el HCAM han escaseado otros medicamentos para pacientes psiquiátricos, como el litio. 

Se acaban, dice, porque cada vez hay más pacientes que lo requieren.  Mauricio Heredia, coordinador del área de hospitalización del HCAM, explica que el área de salud mental de este hospital ha atendido por consulta externa a 7.419 pacientes en el primer semestre de 2022. A él le llama la atención el crecimiento de pacientes adolescentes: de 69 menores de 15 años en 2018 a 169 en lo que va de 2022. “Nuestras proyecciones nos muestran que terminaremos atendiendo hasta finales de este año alrededor de 400 y 500 jóvenes”, dice Heredia. En esas circunstancias, que a los hospitales les falten los medicamentos para la salud mental no sorprende. Especialmente, en un país donde la salud mental, como se vio en la pandemia, no es una prioridad. 

La otra medicina que era parte del tratamiento de Marina, el antidepresivo Sertralina, también comenzó a escasear en el 2020 en las farmacias del IESS —una falta que se mantiene hasta hoy, dice Marina. Por ello, su psiquiatra a veces le da como sustituto fluoxetina, acorde a lo que haya en las bodegas del IESS. 

desabastecimiento de antirretrovirales

Fotografía de Diego Ayala León para GK.

Aunque ambos fármacos tengan una composición y vengan de una misma familia, el cambio puede causar graves problemas en los pacientes. “Es jugar un poco con el azar”, dice Pablo Jiménez, docente, psiquiatra y miembro de la Sociedad Ecuatoriana de Psiquiatría. Por eso, afirma, intercambiar medicamentos debería ser uno de los últimos recursos a realizarse en pacientes psiquiátricos. Entre las posibles consecuencias, está provocar una crisis o una recaída. 

Ella cuenta con la mirada firme y la voz cálida que, al inicio de la pandemia se comenzó a sentir con fuerza el desabastecimiento de estos medicamentos en el IESS. En especial, del Clonazepam, pero que logró afrontarlo porque tenía algunas “reservas”.  Zara*, la única hija de Marina, que ha sido su cuidadora desde que tenía 14 años y ahora tiene 35, recuerda que estas reservas existían porque a lo largo del tratamiento, el psiquiatra hace modificaciones en las dosis que tomaba su madre. Normalmente, las reducía. A veces quedaban excedentes, que ella guardaba en caso de una emergencia.

“No eran muchas reservas, pero ayudaban a mi mamá con sus ataques de pánico los primeros meses de la pandemia, que con el paso de las semanas se hacían más frecuentes”, cuenta Zara con un dejo triste, pero siempre con una sonrisa que sobresale en su rostro color caramelo. “Mi mamá llegó a tener hasta cuatro ataques de pánico o de ansiedad fuertes al mes, sin contar otros más leves que los lograba controlar durmiendo o cuando lograba descansar”, un lujo que el personal sanitario no tenía, especialmente durante el pico de la pandemia en el 2020. 

Cuando se le acabaron las reservas, Marina acudió a amigos anestesiólogos que le podían recetar el medicamento. Ella asumía el costo de las medicinas. Sin embargo, poco a poco empezó a escasear también en las farmacias privadas. 

Marina y Zara recuerdan que para intentar que el Clonazepam durara más tiempo comenzaron a reducir por su propia cuenta su dosis. Pero llegó un punto en que a Marina no le quedó ni una sola pastilla. 

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A finales de junio de 2020, Marina cayó en una crisis que la llevó a ser internada. La muerte de Nina, una de sus tres perritas, que había sido su compañía por más de 12 años, fue la última pieza que se movió para que todo colapsara. 

Un mes antes, Marina se enfermó de covid-19. Ella asegura que el virus le dejó secuelas neurológicas que influyeron en su recaída. Según la Organización Panamericana de la Salud, los pacientes de coronavirus no sólo sufren síntomas físicos, sino que “muchos también experimentan insomnio, dificultad para dormir, desvarío o incluso depresión”.

A estas secuelas, se sumaban las duras condiciones laborales que tenía que vivir como enfermera y el miedo de contagiar a su hija y su nieto de apenas 6 meses de nacido. Por eso, Marina decidió aislarse y apenas veía a su familia a través de una ventana. 

En un punto, todo se acumuló: la falta de atención psicológica de parte del HCAMlas citas para psicoterapias, en 2020 y ahora, se conceden cada 3 a 6 meses—, y la ausencia del Clonazepam que no solo le ayudaba a controlar las crisis de ansiedad, sino que le inducía sueño y le permitía descansar por las noches. “No sé cómo lo logré, creo que me impuse a mí misma que tenía que dormir, sí o sí”.  Sin embargo, esto no fue lo peor que tuvo que vivir por no tener el medicamento. 

Dejar el Clonazepam le causó un síndrome de abstinencia. Al recordarlo, su cara se cubre con las sombras de las memorias infelices. Dice que fue uno de los momentos más duros de su vida. “Uno se llena de tanta ansiedad por la tableta y sabe conscientemente que no la puede conseguir”, dice. Recuerda que al no tener su medicación, comenzó a buscar formas de canalizar sus emociones. 

Para calmarse y poder conciliar el sueño, comenzó a escuchar música tranquilizante, utilizar humidificadores con esencias relajantes, practicar algunos ejercicios de yoga y respiración. 

Las nubes grises se despejaron cuando, dice, logró dejar una medicación que había usado por 5 años y al  que su cuerpo ya había generado una adicción. “Hoy sé que puedo dormir sin necesidad de pastillas”, dice. Aunque Marina tuvo la determinación de resistir a la falta de medicamentos, no todos los pacientes lo pueden resistir.

Zara ha atestiguado la condición de su madre desde su adolescencia. Le ha marcado la vida. En estos años, ha tenido que aprender y reconocer que su madre tiene un problema de salud mental y que ella no intenta quitarse la vida por un capricho, sino porque su enfermedad la orilla a eso. 

En este proceso, Zara poco o nada tiene que ver, se da cuenta ahora, pero como es una condición que no se manifiesta como una enfermedad física es más complicado de entender y aceptar. “En un inicio no sabía y no entendía que la depresión era una enfermedad”, admite. A veces, se preguntaba si el amor de su madre por ella no era suficiente para vivir. “No entendía por qué mi existencia no era razón suficiente para vivir”, cuenta Zara con lágrimas en los ojos y mirando al vacío. Con ayuda profesional que se ha costeado Zara ha logrado entender lo que sucede. “Mi mayor logro es comprender que ella sufre una enfermedad y aceptarla y amarla como es”, dice. 

Zara cuenta que su madre casi siempre ha sido tratada en la pequeña área de psiquiatría del HCAM, que tiene 7 psiquiatras que trabajan a tiempo completo. Atienden alrededor de 12 pacientes al día. A cada uno le dedican más o menos 20 minutos. Pablo Jiménez explica que en promedio una cita psiquiátrica debe durar entre 40 y 60 minutos para evaluar correctamente a un paciente porque, dependiendo de su condición, se disminuye o se aumenta la medicación. 

Además, asegura que no es aconsejable ver a un paciente cada tres meses, como se hace en el IESS. “Depende de cada caso. Hay algunos que deben ser vigilados una vez cada 15 días, otros cada mes, depende de la situación de cada persona”, dice Jiménez, reclamando que el Estado tome a la salud mental en serio.

Patricia Borja, experta en seguridad social, explica que en el gobierno de Lenín Moreno se hizo una modificación en el Reglamento de la Ley Orgánica de Contratación Pública. “Se modificaron las condiciones para los procesos de adquisición de fármacos y otros bienes  estratégicos en el ámbito de la salud a través de un de una compra centralizada denominada compras corporativas”. Borja este proceso generó múltiples problemas porque al tener “un solo operador logístico” no se tomaban en cuenta las necesidades de cada hospital. Borja recalca que en administraciones anteriores a las de Moreno, el IESS ya tenía estos problemas pero eran menos evidentes y recurrentes.

En dos ocasiones anteriores, Marina fue internada en hospitales distintos al HCAM. La primera vez que tuvo una crisis, Zara y su padre la llevaron a un hospital psiquiátrico privado. Pero la enfermedad fue difícil de afrontar. Después de un tiempo la familia se quedó sin recursos económicos para costear el tratamiento particular. 

Trasladaron a Marina al psiquiátrico de aquel entonces, el hospital San Lázaro —hoy convertido en centro de ayuda ambulatoria—, donde lograron estabilizarla y darle el tratamiento adecuado.

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Fachada del Hospital San Lázaro. Fotografía de Andres Fernandez R. CC BY-SA 4.0

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Marina cuenta que una crisis para ella significa que la internen alrededor de 15 días en el área de psiquiatría del HCAM para estabilizarse. Luego de recibir el alta debe guardar reposo en su casa por 10 días para rehabituarse a su realidad. Sin embargo, Heredia explica que hay casos que requieren hasta tres meses de hospitalización. 

Al cabo de un mes se reintegra a su trabajo y a su vida habitual. “Las personas que sufrimos de depresión somos ​​proactivos y activos excepto cuando estamos en crisis”, recalca Marina. Sin embargo, en junio de 2020 el HCAM no pudo internar a Marina porque el área de psiquiatría que tiene 9 camas, 4 para hombres y 5 para mujeres, fue asignada para pacientes de traumatología. Los pacientes psiquiátricos fueron derivados a clínicas privadas.

Marina fue a una clínica privada. Dice que fue una de las experiencias más traumáticas que le ha tocado vivir y uno de los motivos por lo que la relación con su hija sufrió una ruptura. “Esta clínica es un negociado”, afirma. En ese lugar, cuenta, intentan internar a un paciente el mayor tiempo posible para lucrar. 

En su caso, la clínica determinó que debía estar recluida por 3 meses. “Ni en mis peores crisis me han internado tanto tiempo”, dice. Además, Marina asegura que los pacientes eran maltratados. En el sitio no había protocolos de salud mental. Recuerda que uno de los eventos que más le afectó fue ver cómo  a una paciente con bipolaridad que sufría un ataque,  el personal del centro la tumbó a la fuerza, la golpearon en el piso y le inyectaron medicación. “Así como se ve en las películas”, cuenta.  

Marina le escribía cartas a su hija pidiéndole que la sacara de ahí. Sin embargo, Zara no lo hizo. La comunicación entre madre e hija era muy complicada porque la clínica no permitía visitas, ni llamadas telefónicas y el único modo de contactarse era a través de cartas. Pero un día, saltándose los controles, Marina consiguió un teléfono celular y le escribió a su hija para contarle lo que sucedía y la sacara

Zara no le hizo caso porque consideraba que eso era lo que ella necesitaba en ese momento. Creía que los argumentos de Marina respondían más a un capricho. Además, Zara se sentía extremadamente cansada en esa época. Había dado a luz a un bebé seis meses antes y estaba aprendiendo a lidiar con la maternidad y ser primeriza.

Su trabajo profesional era demandante y le aterraba la posibilidad de que su bebé se contagiara. “Es muy difícil ser el cuidador y el responsable de una persona porque uno tiene que tomar decisiones difíciles sobre la vida de un ser humano. Uno piensa que hace lo mejor para esa persona”, dice Zara. Agrega que al tomar esas decisiones “uno asume la responsabilidad, y las decisiones en ocasiones pueden ser buenas y otras malas”. Con dolor, reconoce que no escuchar a su madre es una culpa que carga.

Tras estar casi un mes internada, Marina fue trasladada al área de emergencia del HCAM por una crisis de hipertensión. “Me llevaron en un carro particular y me acompañó una auxiliar de enfermería que me dejó abandonada en la sala de espera del hospital”, recuerda, indignada.En esa ocasión, su ex esposo la acompañó mientras el personal del HCAM la revisaba y la cuidó.

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Una mañana de marzo de 2021, Marina, la enfermera determinada y perfeccionista, cumplía con su rutina: recogió las hojas de registros de los pacientes que tenía asignados, fue a su oficina y las comenzó a ingresar en el sistema. De repente su mente colapsó. Sufrió un brote psicótico. “Lo que me pasó fue el espejo de todo lo que acumulé en la pandemia”, dice Marina. “Todo me cayó como cascada”, recuerda. Dice que no supo identificar las alertas que su cuerpo le había dado por varios días. “Me sentía ya muy cansada y como muy agobiada”, afirma. Pero ella lo ignoró. 

 “De repente me perdí, no sabía muy bien dónde estaba y casi no reconocía a nadie”, cuenta. Marina se desconectó de la realidad. De las pocas cosas que recuerda, es que “me había metido debajo del escritorio con ataque de pánico y solo lloraba”. Según una compañera del trabajo, Marina lloraba porque su perrita Nina había muerto por una negligencia de una veterinaria, a quien denunció por lo que sucedió, pero el proceso no había avanzado como deseaba. En medio del llanto debajo del escritorio, Marina se desmayó. 

A Zara la llamaron para que fuera a ver a su madre. Ella dice que una de las cosas buenas que tiene el HCAM es que prioriza a los pacientes de psiquiatría y los atienden de forma rápida cuando llegan, no solo por el área de emergencias, sino que los psiquiatras crean espacios entre sus citas cuando sus pacientes tienen una crisis. “Se dan modos de atenderlos», asegura Zara. Tras revisar a Marina, los médicos coincidieron que debía ser internada. 

La enviaron al Hospital Psiquiátrico Sagrado Corazón, una casa de salud de las Hermanas Hospitalarias que tienen convenio con el IESS, en la vía a la Mitad del Mundo, al norte de Quito. Ahí, Marina estuvo cerca de un mes y reconoce que no recuerda nada de lo que vivió durante la primera semana que estuvo ahí. Poco a poco se recuperó. 

Por primera vez desde que fue diagnosticada, recibió psicoterapia. “Además, fue la primera vez que alguien nos dijo que necesitábamos terapia familiar”, dice Zara. “Hasta ese momento nadie me había preguntado qué sentía, qué pensaba o cómo me afectaba. Nadie se ocupa de cuidar al cuidador”, dice Zara. Esta terapia ayudó a ambas mujeres a reparar su relación, resquebrajada y afectada tras la internación de Marina en 2020.

Después de ese episodio, Marina se ha mantenido estable. Dice que la psicoterapia ha sido de gran utilidad pues le ha ayudado a cambiar la forma de percibir su realidad. “Antes siempre pensaba en cómo suicidarme, varias veces al día o que me quería morir”, cuenta. Ahora, afirma, esos pensamientos se han alejado y vive más tranquila. Fernanda Ron, psicoterapeuta, explica que si bien las personas que sufren depresión o ansiedad tienen una descompensación bioquímica de los neurotransmisores, que se compensa de alguna forma con medicina, la psicoterapia es fundamental para su tratamiento.

 “Esta descompensación bioquímica genera un cierto tipo de comportamientos, actitudes y maneras de interpretar la vida”, dice Ron. Ahí actúa la psicoterapia. En alrededor del 80% de los casos es donde está el éxito del tratamiento. “Lo químico es como un bastoncito que te ayuda a nivelar la energía física y el estado de ánimo, pero la percepción de la vida no hace la pastilla”, dice Ron. Explica que en la terapia los pacientes no solo se conocen a sí mismos, sino que aprenden a gestionar las emociones que están experimentando. “Porque muchas personas ni siquiera saben bien de qué emoción se trata”, dice. También aprenden a identificar cuando están cayendo en patrones de pensamientos o de reacción que agravan un síntoma. 

A partir de ello, generan una nueva forma de pensar esa situación. Por eso, es fundamental que una persona que tiene tratamiento farmacológico acuda a psicoterapia. Ron resalta que el tratamiento es más efectivo si el psicoterapeuta trabaja en conjunto con el psiquiatra, pues pueden detectar de mejor manera patrones positivos y negativos. Además, dice que cuando hay una sinergia entre ambos profesionales, el paciente se siente respaldado.

Zara y Marina están alerta de detectar a tiempo los síntomas para prevenir una recaída. Zara cuenta que ha tenido que pasar por momentos muy duros en los hospitales donde ha estado su mamá. “En este país la salud mental es la última rueda del coche”, dice.

“Es lamentable ver cómo el Estado trata a los pacientes con dolencias psiquiátricas”, lamenta. El momento más doloroso que Zara tuvo que afrontar fue cuando a sus 14 años, Marina salió del Hospital Psiquiátrico San Lázaro. “Tenía piojos”, aunque los médicos tratantes eran excelentes  “Así es como trata el sistema a las personas con afecciones de la salud mental”.

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Liz Briceño Pazmiño
Periodista. Ex reportera de GK. Ha publicado en El Mundo (España) y Axios(EE.UU). Es becaria del International Center for Journalists (ICFJ). Máster en Producción, Edición y Nuevas Tecnologías Periodísticas. Cubre migración, derechos humanos y economía.
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