Antonio se despierta y va al cuarto donde está Pilar. Ella se pone unos aretes para ir al museo donde trabaja, explicando obras de arte en las que casi todas las figuras humanas están desnudas. Él la mira de abajo arriba y le pregunta si se va a “eso”. Ella responde que sí. Antonio le dice que lo mire cuando le hable. “Tremenda pinta”, le espeta él, cuando Pilar se da la vuelta. “Te enrolla que te vean cómo te paseas de arriba abajo y te vean lo guapa y las piernas”, la increpa. Cuando Pilar intenta abrir la puerta para irse, Antonio no la deja salir.
Toma a Pilar y rompe su vestido hasta dejarla en ropa interior. La tira al suelo, le rompe las medias y le saca su ropa interior, mientras ella entre sollozos le ruega que pare. “¿Eso no es lo que te gusta?”, le grita Antonio con furia. La levanta y empuja hacia el balcón del departamento, abre una puerta y la deja fuera. “Esto es lo que te gusta, que todos te miren ¿no es público suficiente para ti?”, le grita Antonio. Con rabia y vergüenza, ella le pide que la deje entrar.
Cuando Antonio la permite entrar, vuelve a la carga: “No es suficiente que ya le hayan visto desnuda todos los vecinos”, le dice, mientras la ahorca contra la puerta de vidrio. Pilar se orina de miedo. Antonio la suelta. Le dice que se vaya a lavar y se va.
Esta es una de las últimas escenas de la película española Te doy mis ojos, que proyecta el Club de Hombres por el Buen Trato del Centro de Equidad y Justicia Tres Manuelas del Patronato San José de Quito. Este proyecto busca ayudar a hombres que han ejercido algún tipo de violencia intrafamiliar que están calificadas como una contravención. El Código Penal ecuatoriano dice que la persona que que voluntariamente hiera o golpee a otro, causándole lesiones o incapacidad para el trabajo, que no excedan de tres días comete una contravención y puede ir a prisión de 15 días a un mes.
El propósito del club es generar un cambio de comportamiento en los hombres que asisten a sus talleres. Ahí, 14 hombres veían atentos lo que sucedía entre Antonio y Pilar. De cierta manera, se aterrorizaban al ver las crudas imágenes.“Eso sí es violencia y los hombres que maltratan así no son juzgados y están como si nada”, dijo uno de ellos. Otro coincidió con su compañero. Dijo que conocía casos así.
En el ambiente del Club de Hombres se siente la camaradería que se ha construído durante más de dos meses. Cada uno conoce la historia del otro. Ninguno de ellos se conocía de antes, ni tiene la misma situación socioeconómica, pero se apoyan a lo largo de su proceso.
El grupo es heterogéneo, no solo en edad: el más jóven tiene 35 años y el mayor, cerca de 70. Hay choferes, cuidadores de carros, mecánicos, repartidores de comida, trabajadores administrativos de multinacionales, pastores evangélicos, ingenieros, profesionales con cuarto nivel de instrucción. También hay hombres de diferentes etnias y nacionalidades.
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La mayoría de los hombres que asisten al club fueron denunciados por sus parejas o exparejas por violencia. Un juez los encontró culpables y decidió mandarlos a estos talleres para que modifiquen sus conductas, en vez de mandarlos a las hacinadas cárceles ecuatorianas. No todos los que asisten fueron denunciados. Algunos van voluntariamente, porque “están peleando mucho con sus parejas y no quieren llegar a la agresión pero sienten que la ira y el enojo les está bordeando y no quieren ser groseros y agresivos”, dice Roberto Moncayo, coordinador del Centro Integral Tres Manuelas. “Además, porque estos talleres les ayudan a identificar la diferencia entre ser un hombre y un macho”, dice Moncayo.
Durante la película, los hombres comen bizcochos, panes y cachitos que fueron comprados por quienes llegaron tarde o no hicieron un deber que les había dejado Moncayo la sesión anterior. Esa es una falta contra las normas comunitarias que tiene el club. Moncayo explica que esta es una forma de mostrarles que toda acción tiene una consecuencia. Es igual con un insulto o un empujón, por más leve que parezca: es una contravención y quienes las cometen tienen que asumir las consecuencias de sus actos.
Moncayo cuenta que cuando empieza un nuevo grupo, siempre es conflictivo. Se resisten a estar ahí, porque son obligados por la justicia y, en algunas ocasiones, creen que fueron denunciados injustamente. Sin embargo, Moncayo dice que conforme avanzan los talleres los hombres cambian su actitud. Empiezan a entender que pueden ser una herramienta de crecimiento y mejora personal, que no solo les permite ser mejores parejas. También los ayudan a mejorar cómo educan a sus hijos.
La primera sesión terminó sin mayores reflexiones del grupo porque la reproducción de la película abarcó la mayor parte del tiempo. Sin embargo, Roberto Moncayo pide a los hombres un compromiso: que piensen en lo que vieron y que si esa realidad sucede en Ecuador y lo compartan la próxima semana.
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Otro jueves amanece en la fría capital ecuatoriana. El bulevar de la avenida 24 de Mayo luce abandonado. Al lado de las bancas aún hay pordioseros que se arropan con cartones y periódicos. Algunos curiosos ven rápidamente el polémico y nuevo mural de la capital, que con un Pikachu en el centro, conjuga el sincretismo de la ecuatorianidad.
A unos 170 metros del mural, en la calle transversal Loja, hay una antigua y ancha puerta verde, de las típicas casonas del centro histórico de Quito. Desde las 8:20 de la mañana, por esa puerta, entra uno a uno cada miembro de ese grupo del Club de Hombres por el Buen Trato.
Suben al tercer piso, donde los espera un inmeso salón pintado de amarillo con una veintena de sillas azules en forma de círculo. Cada uno se sienta casi en el mismo sitio del taller anterior.
La sesión comienza como de costumbre, a las 8:30 de la mañana. A esa hora, Roberto Moncayo cierra la puerta de su oficina y sube al salón. Saluda con todos y hace una simple pregunta:
— ¿Qué tal su semana?
Algunos responden y asientan con sus cabezas como diciendo que todo está bien. Rigoberto*, un hombre de unos 50 años, alto y corpulento se anima a hablar. Rompe el hielo y dice:
— Bien.
Y cuenta las peripecias de su semana. Rigoberto dice que estuvo a punto de pelearse con un conductor en el infernal tráfico quiteño, pero que se dio cuenta que era mejor no hacerlo y seguir su camino. “No se sabe cuándo va a salir otro más bravo que uno”, reflexiona. Reconoce que actuar en función de la ira no es una buena idea en ninguna circunstancia.
Ángel*, un hombre de más de 65 años, con su pelo cano y algunas arrugas que le ha lastrado el tiempo sobre el rostro, no dice mucho. Solo que ayudó con las tareas escolares a su nieto con el que vive. En medio de la conversación, hay risas nerviosas porque uno de los asistentes cuenta que tendrá una audiencia para resolver “su situación”. Una vez más, el espíritu de cuerpo invade la habitación: todos le dicen que saldrá bien.
Unos segundos después Roberto Moncayo dice que es hora de comenzar. Pide a los hombres que se levanten para iniciar la única actividad que es fija durante los 5 meses que dura el ciclo del taller y una de las más importantes. Es simple, pero llena de significado físico y emocional.
En las sesiones los hombres aprenden 10 ejercicios físicos que les ayudan a relajarse y liberar las tensiones a través del estiramientos y respiración. En algunos casos, se combinan principios de yoga. Roberto Moncayo dice que estos ejercicios son fundamentales porque es una de las herramientas que aprenden los hombres del club para liberar emociones como la ira, la frustración o la impotencia.
Uno de los ejercicios combina varias actividades como poner las manos en la espalda, inhalar profundamente y tirar la espalda para atrás para descontracturarse. Cuando se incorporan, la espalda de vuelta a su lugar, deben exhalar el aire con un grito. Sin embargo, todos reprimen el grito. Moncayo pide que repitan el ejercicio. Les pide que griten. “Es sanador, liberador”, les explica. Además, les pide que analicen cómo se sienten al hacer los ejercicios.
Moncayo cuenta que durante las sesiones también se les enseña a los hombres a identificar cuándo la ira, frustración y el enojo se apoderan de sus cuerpos. Así podrán leer esas señales y ellos puedan decir ‘alto’. En los momentos críticos, les dice, podrán aplicar un ‘tiempo fuera’. “Salgan unos minutos a respirar, se toman un vaso de agua para calmarse y vuelvan a la situación de conflicto con la cabeza fría”, les explica.
Al terminar el estiramiento, los hombres se sientan para pasar a la siguiente actividad que es opinar sobre la película y si esa realidad se replica en Ecuador.
Los primeros hombres hablan. Dicen que creen que en algunas parejas la violencia está normalizada y que en algunos casos puede ser tan fuerte que llegan al femicidio. Sin embargo, uno de los miembros del grupo discrepa. Él considera que en Ecuador la violencia no es tan fuerte y que el filme, de cierta manera, exagera.
Por unos segundos el ambiente se tensa y varios participantes intentan explicarle que se equivoca. Lo hacen con respeto. Tras varios minutos de escuchar lo que cada uno vio en la película, Moncayo propone formar tres grupos.
El primero tiene como objetivo identificar y poner en sus palabras qué es la violencia. El segundo, identificar los tipos de violencia que vieron en la película. Y el tercero, detectar los momentos en los que hubo un detonante para que se generara la violencia.
Durante una media hora, cada uno de los equipos debate y trata de escribir en un papelógrafo lo que se les pidió. Moncayo explica que el ejercicio no solo consiste en que los hombres entiendan los tipos de violencia, sino que compartan con el grupo las experiencias de vida que les han marcado y provocado que estén sentados en esa sala.
Uno de ellos reconoce que ejerció violencia simbólica contra su pareja al ignorar sus necesidades mientras estaban casados. Al mismo tiempo, dice con una sonrisa de ligera sorna que, en cierto punto ella, ya no le interesaba. “Pero lo que hice estuvo mal”, dice.
Juan* otro de los asistentes, admite que golpeó a su pareja cuando descubrió que le fue infiel. Pero dice que no lo hizo solo por eso, sino porque también sintió que su pareja le maltrataba al exigirle que le diera más de lo que él podía a nivel económico.
De repente otro de sus compañeros dice que le pasó lo mismo. Que fue denunciado después de que insultó a su pareja cuando ya no pudo soportar más que ella lo despreciara y siempre le dijera que era un tonto y que le hiciera sentir que era un inutil.
Al terminarse el tiempo, Roberto Moncayo pide a los participantes de cada grupo que pasen a exponer sus ideas. El primer grupo explica que la violencia es un acto voluntario o involuntario de una persona que repercute negativamente en otra a nivel psicológico, físico, sexual, simbólico y gesticular. Moncayo aclara que es “todo acto que lastima a la otra persona”.
Cuando la palabra lastimar sale, los hombres se quejan. Preguntan qué pasa cuándo su pareja les lastima, porque en sus entornos es habitual quedarse callados e ignorar si su pareja les dice una grosería. Moncayo les explica que es fundamental no normalizar la violencia porque hay parejas que comienzan con pequeños insultos, pellizcos o empujones leves pero que con el tiempo desencadena en graves actos de violencia.
Les recomienda a los hombres que, si en algún momento algo que dijo o ha hecho su pareja los ha lastimado o violentado, lo hablen inmediatamente. Les pide que no repriman lo que sienten hasta el punto de explotar a un nivel de agresión preocupante. Según el servicio de emergencias ECU 911, en 2021, Quito fue la ciudad que más llamadas de emergencia reportó por violencia intrafamiliar: 23.552, es decir, el 20% de llamadas de todo el Ecuador. De enero a marzo de 2022, Quito era ya la segunda ciudad que más llamadas ha recibido por esta causa: 4.558 pedidos de auxilio.
A lo largo de la reunión, varios hombres dicen al director que las sesiones no deberían ir solo hombres, sino que deberían ser en pareja para que, en conjunto, aprendan a tener una relación saludable.
Lorena Cordovez, experta especializada en terapia de pareja, explica que la violencia tiene un origen profundo. Es social, porque hay todo un sistema que lo sostiene y parte de “cómo hemos sido criados”. Ella dice que “venimos de una sociedad violenta, nuestra sociedad cría niños con violencia”. Por ello, es habitual escuchar frases como “una palmadita dada en el momento correcto evitan ciertas cosas” o se escucha a papás preguntando “qué tiene de malo un golpecito”, dice Cordovez.
Ella explica que si se educa a los niños con gritos y amenazas, entonces no debería sorprendernos que cuando son adultos y llegan a una relación de pareja, ejercen violencia. “Porque han visto que el cambio se da a través de la violencia”, dice Cordovez. Es decir, cuando un niño se porta mal y los papás lo golpean, le gritan o le amenanzan esperando un cambio de actitud, aprenden que “cuando tú necesitas un cambio de otros, tienes que ejercer violencia para lograrlo”, explica la psicóloga Cordovez.
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El momento más difícil de la reunión llega 30 minutos antes de que concluya. Pedro* dice “qué raro que los hombres siempre seamos los malos de la historia”, con ironía.
Moncayo le pregunta por qué lo dice. Molesto, Pedro dice que por culpa de la mujer que lo denunció por acosarla, su vida había cambiado dramáticamente. Dice que su caso fue difundido en redes sociales. Alega que varias cosas que decía el escrito no eran ciertas. Tras escuchar a Pedro, Moncayo interviene, consciente de que un solo paso en falso podría provocar el mismo sentimiento en el resto del grupo.
Roberto Moncayo le pide al hombre que pase a la mitad del salón. Llama a tres voluntarios. Cada asume el rol de los sentimientos que Pedro siente en ese momento: rabia, dolor y frustración.
Moncayo hace que cada uno se acercara para entender qué tan presentes estaban en él. Al darse cuenta que estaban a menos de 50 centímetros, Roberto le pregunta qué haría con esos sentimientos. A lo que el hombre le responde:
– No sé, pero le puedo dar un discurso bonito. Le puedo decir que seré un mejor hombre y cambiaré. Pero eso solo es un discurso porque no sé qué hacer con esos sentimientos.
Hábilmente pero con precisión, como un cirujano, Moncayo explora la mente del asistente. Va tejiendo un discurso hasta que el hombre admite que se había equivocado al acosar a esa mujer. Comienza con preguntas muy puntuales: ¿cómo afectó esa denuncia su vida personal y laboral? Poco a poco, el hombre da más información. Por ejemplo, que ahora le cuesta interactuar con mujeres porque tiene miedo de “encontrarme con feministas que digan que cometí un micromachismo. Ahora todo son micromachismos”, dice. Moncayo sigue preguntando: ¿por qué le preocupaban esos micromachismos? Tras varios minutos de conversación y analizar sus pensamientos y sentimientos, Pedro baja la guardia.
Admite lo que hizo. Moncayo le pide que se perdone a sí mismo. Le pide que piense qué hará con cada uno de esos sentimientos para dejarlos atrás. Pedro vuelve a su asiento con los ojos llorosos, compungido y vulnerable.
El taller dura cinco meses en sesiones semanales cuya duración es consensuada por los asistentes. Al final de un tortuoso camino de enfrentar su propia personalidad y asumir sus errores, cada uno experimenta un cambio y tiene una segunda oportunidad para llevar una vida fuera del círculo de la violencia.