Un avión del ejército de Estados Unidos intenta despegar de la pista del aeropuerto de Kabul, capital de Afganistán. Lo detiene momentáneamente un grupo de personas desesperadas que han trepado al fuselaje de la nave con la intención de escapar del país como sea para no estar bajo el mando del nuevo régimen Talibán que rige a la nación árabe. El temor se encuentra plenamente justificado pues se trata del retorno de una dictadura teocrática y sanguinaria, que niega y persigue cualquier tipo de postura que no se ajuste al credo talibán islamista. Lo que probablemente le espera a Afganistán es el autoritarismo religioso más duro, que niega derechos a las mujeres y asesina a todo aquel que disiente con el credo oficial.

En sus inicios, los talibanes estaban conformados por antiguos combatientes de la resistencia afgana, conocidos colectivamente como muyahidines, que defendieron a su país de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en 1979 y libró allí una sangrienta guerra durante una década, que derivó en una estrepitosa derrota de las fuerzas soviéticas. Además de los combatientes afganos, los musulmanes de otros países se ofrecieron como voluntarios para unirse a las filas de los muyahidines —entre ellos Osama Bin Laden, quien dos décadas después lideraría el ataque terrorista contra el World Trade Center de Nueva York. 

Tras la derrota soviética, los seguidores de los muyahidines aumentaron considerablemente en el país permitiendo que se convirtieran en una fuerza paramilitar que se vinculó con el control del narcotráfico en las fronteras afganas. Tras la toma del poder de Afganistán en 1996, el talibán fue claro en la definición de sus objetivos políticos: imponer su interpretación de la ley islámica en el país y eliminar cualquier tipo de influencia extranjera, con especial énfasis en lo antioccidental, en todos los estamentos del país árabe. La radicalidad de la interpretación talibán del Islam llegó a extremos como prohibir la música, sancionar la celebración de fiestas no islámicas, una censutra total a la televisión y ni hablar de las posibilidades de elecciones democráticas.

En ese contexto, no es sorprendente, pero sí alarmante, que los derechos de las mujeres, adolescentes y niñas estén entre los que mayor riesgo enfrentan. Entre 1996 y 2001 las mujeres afganas fueron sujetos de reglas de carácter medieval entre las que se incluyeron castigos físicos de todo tipo por mostrar públicamente el rostro o los tobillos, lapidaciones públicas por razones tan inverosímiles como el adulterio. Padecieron, además, la prohibición de estudiar o trabajar. Igualmente, las mujeres tenían prohibido practicar deportes, usar maquillaje o ser atendidas por un médico masculino. El único aspecto que los talibanes valoran de la mujer es su capacidad reproductiva.

Aunque cualquier análisis sobre las futuras políticas del nuevo gobierno talibán es prematuro, los antecedentes sobre la radicalidad y violencia de este grupo despiertan todas las alarmas. Para Amnistía Internacional, “dos décadas de progresos conseguidos con gran esfuerzo por las mujeres y las niñas de Afganistán corren grave riesgo de verse desmantelados”. La nula capacidad del saliente gobierno afgano frente al asedio talibán no permitió una transición pacífica en la que se pueda acordar el respeto por derechos elementales de las mujeres y niñas.

La activista por los derechos de las mujeres y niñas árabes, Malala Yousafzai, ganadora del premio Nóbel de la Paz en 2014 expresó su preocupación sobre el futuro de las mujeres afganas: “Vemos en completo estado de shock como el Talibán toma el control de Afganistán. Estoy profundamente preocupada por las mujeres, las minorías y los defensores de derechos humanos”. Ante la inminente situación de riesgo en el que se encuentran las mujeres afganas, Malala Yousafzai conminó a los poderes globales, regionales y locales a “pedir un alto al fuego inmediato, proporcionar ayuda humanitaria urgente y proteger a los refugiados y civiles”.

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El primer gobierno Talibán concluyó en el 2001, tras los ataques terroristas de Al Qaeda contra Washington y Nueva York. La respuesta norteamericana fue contundente y dio inicio a la “guerra contra el terrorismo”, la última incursión militar estadounidense en medio oriente. El apoyo internacional, basado en el repudio generado por los ataques del 11 de septiembre de 2001, fue importante y dotó de legitimidad a las primeras acciones marciales de la coalición en territorio afgano e iraquí que provocaron la caída del régimen talibán en Afganistán. 

Veinte años después del inicio de la ocupación, que se convertiría en la guerra más larga de la historia del ejército americano, con aproximadamente $2 trillones de dólares gastados en la máquina de guerra, y alrededor de 2300 soldados estadounidenses muertos en combate, es posible afirmar que la política de seguridad internacional de Estados Unidos y la OTAN frente al caso afgano ha sido un estrepitoso fracaso. 

Los talibanes, tras 27 años de existencia y varias muestras internacionales de ferocidad y organización han aplastado una vez más la idea de que las ocupaciones en territorios extranjeros tienen la capacidad de mejorar las condiciones de vida de la población civil. 

El triunfo de los radicales se ha basado en la clásica guerra de guerrillas de resistencia a largo plazo, con una campaña sigilosa de ataques militares a objetivos simbólicos del gobierno afgano, asesinatos selectivos para desmoralizar a sus adversarios y actos de terrorismo que debilitaron al gobierno y crearon una atmósfera de miedo ante el ascenso talibán por parte de las poblaciones locales. De acuerdo al periodista experto en política de Medio Oriente, Jon Lee Anderson, fueron dos los errores del gobierno estadounidense: primero el exceso de confianza en la superioridad tecnológica en el campo de batalla, y segundo, la incapacidad del ejército de ocupación de mimetizarse con la cultura afgana, aprender el idioma y tratar de influenciar en la subjetividad de la población. 

Jon Lee Anderson, al referirse a una conversación que tuvo con un veterano de la guerra de Afganistán, explica que: “Para los americanos, es blanco o negro, eres de los buenos o eres de los malos. Para los afganos no es así, para ellos hay talibanes buenos y hay talibanes malos, y algunos están dispuestos a hacer tratos con ellos. Es algo que nos sobrepasa”. 

La fallida ocupación de Estados Unidos con los aliados y su objetivo de establecer una democracia sólida en el país árabe fracasó, demostrando una vez más, tal como en Vietnam, que las guerras de ocupación terminan fortaleciendo al local, quien cuenta con los medios culturales para obtener apoyo de la población, boicoteando desde dentro los objetivos de quienes invadieron, incluso si las acciones militares buscaban poner fin a un régimen demencial como el talibán. 

Si bien el presidente estadounidense, Joe Biden, ha dicho “Respaldo firmemente mi decisión. Después de 20 años, he aprendido por las malas que nunca hubo un buen momento para retirar las fuerzas estadounidenses«, el hecho de que los talibanes en cuestión de horas tomen el control total de Afganistán debilita por completo la imagen de líder internacional de Estados Unidos, situación que se ha hecho notoria en la última década y que con este último traspié daña la legitimidad de la presencia del país del norte en Medio Oriente. 

Ante la caída forzosa del régimen democrático afgano y el subsecuente daño a la imagen de Estados Unidos serán otros los poderes mundiales que intenten llenar el vacío dejado, sin cometer el error de la ocupación forzosa. China y Rusia han tomado posición frente a la llegada de los talibanes cuestionando los errores cometidos por la saliente ocupación. La retórica de Pekín es clara: “Estados Unidos tiene una responsabilidad ineludible en lo que está pasando” y “China hará todo lo posible por transformar a los talibanes en una fuerza política moderada”, dejando en vilo la histórica hegemonía de Estados Unidos en la región.

El escenario es volátil y ni chinos ni rusos tendrán facilidades para acoplarse ante el extremismo islámico talibán. Sin embargo, China quiere demostrar que su modelo tiene éxito allá donde Estados Unidos fracasa, algo que probablemente se traducirá en el futuro en millonarias inversiones en Afganistán. No obstante, ni a chinos ni a rusos les preocupa la grave situación de las minorías, de las mujeres y de las niñas en el país, son puntos sobre los que aún no ha habido pronunciamientos lo que insinúa que no son prioritarios en su agenda de cooperación, dejando todos los temores sobre los retrocesos en materia de derechos latentes y a punto de ser, nuevamente, transgredidos.