La pandemia más letal que ha experimentado la humanidad en un siglo golpeó con saña al Ecuador. A inicios de 2020, el país leía con una mezcla cambiante de curiosidad y desdén que en China un nuevo coronavirus se propagaba con rapidez entre sus ciudades, causando una nueva enfermedad respiratoria aguda que se bautizaría como covid-19, el cruel y devastador acrónimo de coronavirus+disease+2019. Era, de cualquier forma, una realidad distante, ajena —sucedía, como solemos pensar que sucede todo lo peor, todo lo terrible, al otro lado del mundo. Leímos que había salido de un mercado de Wuhan donde se vendían animales silvestres recién faenados, que el virus había saltado de un murciélago a un pangolín que con su expresión perezosa e inocente lo había transmitido a los humanos que lo ordenaban como una delicadeza exótica en los puestos del atestado mercado. Vimos con ligera preocupación que empezaban a aparecer casos fuera de China, luego fuera de Asia, pero aún así seguimos con nuestras vidas —cantamos villancicos, bebimos y bailamos en el último Año Nuevo de la existencia prepandémica. No era con nosotros. Hasta que fue.
En marzo del año pasado, cuando nos llevamos las manos a la cabeza, ya era demasiado tarde.
Desde entonces, entre el 12 de marzo de 2020 y el 3 de marzo de 2021, en el Ecuador murieron 44.731 mil personas más de las que el promedio de los años anteriores. Esta cifra es del visualizador que el analista Sebastián Naranjo desarrolló y publicó en GK. Otras cuentas fijan el exceso en 42 mil muertes, otras en más de 46 mil. El cálculo depende del número de años que se toma para hacer el promedio histórico, pero que exista este rango demuestra la falta de transparencia con la que el Estado ha manejado la crisis.
De cualquier forma, estas muertes en exceso son directa e indirectamente a causa de la pandemia. Las cifras tienen el rigor mortis de los datos: no dejan de reír con los amigos con los que almorzaban cada jueves, ni tienen nietos que las extrañan, ni eligen morir en casa por el temor de que su cadáver se extravíe. Tampoco dejan una silla vacía a la hora de la cena, ni un escritorio sin ocupar en el trabajo que todos los demás, de cualquier forma, perderían. Las cifras son duras, rotundas y cuando son desproporcionadas, perdemos la real dimensión de lo que representan. Nadie llora por un cero, ni por un cuatro, pero sí por sus hijos, abuelos, padres, hermanos, esposas, compañeros.
Aún no hemos entendido la real dimensión de lo que el coronavirus nos ha arrancado en estos doce meses.
Para comprenderlos, pongamos esa gélida y parca cifra en contexto.
44.731 mil personas son:
Ese es el tamaño de la tragedia del covid-19 en el Ecuador agravada por la falta de previsión, un precario modelo de atención de salud primaria y la corrupción.