La última vez que fui a la playa no había pandemia, nadie usaba mascarilla, y los bañistas estaban juntos, sin metros entre ellos, riendo y jugando. Era julio de 2018 y estaba en Canoa, una playa manabita de arena blanquecina que el sol se encarga de mantener siempre tibia. En las estrechas calles de la pequeña comunidad están algunos de mis lugares favoritos de Ecuador: humildes restaurantes que preparan los platos más sabrosos del país. No sé cuándo pueda volver físicamente a la playa, pero cuando como en El Antojo Manabita me siento allá.

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Hay otras certezas que da el Antojo, como le decimos con cariño sus más asiduos comensales. Por ejemplo, yo sé que los dioses del Olimpo nunca existieron porque servían néctar y ambrosía en sus mesas. Si de verdad hubieran sido dioses, habrían servido comida manabita como la del Antojo, verdadero manjar divino. Por menos no se habría arriesgado Tántalos. 

El Antojo manabita, en cambio, sí que existe. De hecho, se multiplica. Era 1992 cuando en la esquina de las calles Hungría y Vancouver, en el centro financiero de Quito, Édgar López empezó a vender en un carrito los tres platos que su madre, manaba de corazón, le había enseñado a preparar de pequeño: encebollados, guatitas y ceviches. Cuatro años después, los comensales del carrito fueron tantos que López tuvo que alquilar un local. Se quedó cerca, en la calle Vancouver, para no abandonar a los fieles que “llegaban con antojos de comida manabita”. Ese lugar también se quedó corto para la abundancia que ofrecía. En 2006 encontró un nuevo hogar en la calle Polonia, donde sigue hasta ahora. 

Hoy, 29 años después, es una verdadera embajada de la provincia abundante, voluptuosa y pródiga. El local en la Polonia es acogedor y cálido, como la gente de Manabí, pero su sede mayor está en el Valle de los Chillos. “El sitio es una experiencia”, dice López, y está en lo cierto. Sobre una calle casi escondida, se levanta una colosal choza de tres pisos que parece traída directamente de la playa. Al entrar, las columnas de bambú, la paja en el techo, la barra del bar —igual a las de la playa— y el olor a mar que viene de la cocina, le hacen sentir a uno como si hubiera viajado seis horas a Manabí y ya no estuviera en el ajetreado caos de Quito en época electoral. Es casi tan refrescante como el golpe de una ola inesperada en el mar. 

comida manabita en Quito

Ajíes. Fotografía de David Díaz.

Cuando uno ve la hora en el Antojo, el reloj siempre marca Manabí. Su menú ofrece desde el elemental encebollado quita resacas hasta complejas y abundantes parrilladas de mariscos en las que rebosan pulpos, langostinos, camarones, conchas, y calamares. Para esta reseña, ordenamos una porción de empanadas mixtas y parihuela, una profunda sopa a base de mariscos. Casi cometemos el exabrupto de pedir algo más pues habría sido imposible terminar con todo, pero la carta del Antojo es extensa y rica como el suelo manaba. 

Para esta reseña, pedí a domicilio —bueno, a la redacción de GK. Lo hice inocentemente, sin anticipar lo que la Manabí produce. Cuando destapé el recipiente herméticamente cerrado, las ánimas de la brisa inconfundible de la playa humearon en todas las direcciones —cantos de sirena que hipnotizaron a la redacción entera. En la semana previa a la cobertura de la primera vuelta electoral, todos detuvieron el trajín periodístico propio de las épocas convulsas: ¿qué era eso?  

manabita en Quito

Empanadas mixtas. Fotografía de David Díaz.

Era Manabí servido. “Tierra hermosa de mis sueños”, escribió Elías Cedeño en su pasillo —y ahí, en un cuarto piso del distrito financiero de Quito, Manabí era la capital. 

“Yo quiero una empanada”, “yo quiero probar un patacón”, “¿me dejas probar un poco de la sopa?”. Ya no recuerdo quién dijo qué, pero el afán de todos por probar al menos un poco de las abundantes porciones que habían traído, me recordó a esa lejana tarde de 2018 en que veía cómo amigos y familia picaban entre platos, sin miedo a contagios ni virus enemigos, devorando lo que les iban sirviendo primero con la mirada, luego con las manos, luego pidiendo permiso, luego ya, poseídos por Manabí, con cierto desafuero. GK se había convertido un poco en eso —una de esas “plácidas comarcas” de las que hablaba Brito. 

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Fotografía de David Díaz.

La parihuela era abundante como todo en Manabí —el amor, el maní, las playas y los cerritos al pie de su mar. Tuve que dividirla en dos. Las empanadas eran tan grandes que excedían al plato más grande de todos los que uno puede razonablemente esperar que haya en una redacción. Eso ya no era almuerzo, sino un pequeño banquete: aunque como muchísimo, sabía que no me iba a avanzar todo. Así que al final, terminamos partiendo en la mitad las empanadas. Para evitar un motín, sorteamos el segundo plato de parihuela. David Díaz, fotógrafo de GK, se lo ganó, y si no hubiera estado tan ocupado con la parihuela, quizá podría haber retratado la decepción de los demás participantes. 

Las empanadas de verde seguían calientitas, como si recién las hubieran sacado de la freidora, como guardadas envueltas en esa arena de Canoa. Las de queso eran generosas como la gente manabita. El queso se desbordaba magmático. La textura suave y ligeramente aceitosa se deslizaba por los labios como un beso delicado. Las empanadas de camarón, que estaban en su punto, en cambio, sabían a mar. Daniela Chiriboga, directora de marketing de GK, dice que le recordaron a sus vacaciones en Bahía de Caráquez, a los recorridos en bicicleta por sus calles empedradas, y a la sensación de tranquilidad que solo se siente en los pueblos chiquitos de la costa. 

manaba

Parihuela. Fotografía de David Díaz.

Casi nunca pido sopas cuando salgo a comer porque no me gustan mucho. Pero cuando José María León, editor de GK, me dijo que no hay nada como las sopas manabas, no dudé: parihuela. David Díaz, quien se ganó el segundo plato y la envidia de los demás, dijo “sabe a gloria”. Para mí, en cambio, sabía a “aguanile”, la limpieza espiritual que inmortalizaron Willie Colón y Héctor Lavoe

Los primeros bocados fueron el interludio de tambores de la que es una de mis canciones favoritas de salsa, el resto, una fiesta completa. El pescado, el camarón, los calamares, los mejillones y los langostinos (porque el cangrejo está en veda), hicieron sus propios pasos de salsa en mi boca. Estaba tan perdida en la mezcla de texturas, el sabor concentrado del caldo, y la armonía que formaba todo junto, que en menos de diez minutos me había terminado todo. Manabí de mis excesos, “vivir lejos ya no puedo de tus mágicas riberas, Manabí de mis quimeras, Manabí de mis quimeras”. Por eso acudo siempre a tu embajada, a ese sitio excesivo y acogedor que es El Antojo en el Valle de los Chillos.